domingo, 12 de febrero de 2017

Zafarrancho de combate

Por James Neilson

Mientras que en otras latitudes dirigentes calificados de populistas, personajes como el norteamericano Donald Trump, están surgiendo como hongos después de la lluvia, aquí el Gobierno del presidente Mauricio Macri está procurando librar al país del daño provocado por sus presuntos equivalentes locales.

Aunque para Guillermo Moreno Trump es un peronista nato, cuando no un kirchnerista mal que le pese al ex mandamás de la maltrecha economía nacional, es poco probable que el magnate haga causa común con Cristina. Puede que le haya impresionado la longevidad del movimiento fundado por el general, pero le molestará la idea de que su llegada al poder se vea seguida por más de medio siglo de decadencia.

Pues bien, antes de formarse Cambiemos, Macri quería que su propio partido, Pro, se erigiera en el sucesor del PJ como la fuerza hegemónica que dominaría no sólo el escenario político sino también la vida intelectual del país. El proyecto que tenía en mente no carecía de lógica: luego de décadas de populismo voluntarista, el fracaso del “modelo” era tan evidente que le parecía razonable suponer que la mayoría estaría dispuesta a optar por una alternativa radicalmente distinta, una afín al conservadurismo liberal de sus amigos españoles José María Aznar y Mariano Rajoy. Sin embargo, por motivos bien concretos, Macri se vio obligado a elegir una estrategia menos frontal que la prevista cuando musitaba acerca de lo que podría hacerse para que la Argentina reencontrara el camino del desarrollo.

Por un lado, con la ayuda de Marcos Peña, Macri está tratando de brindar a Cambiemos una conducción más coherente, más personal, alejando a colaboradores con peso propio; por el otro está abriendo puertas para que se sumen peronistas disconformes con lo que está ocurriendo en las variopintas facciones del PJ. Será consciente de lo peligroso que podría resultarle incorporar a sus huestes a representantes de un movimiento omnívoro que a través de los años ha deglutido a docenas de partidos supuestamente rivales, pero se creerá capaz de impedir que Cambiemos comparta el destino triste de la UCeDe de Álvaro Alsogaray, el Modin de Aldo Rico y tantos otros. Se habrá dado cuenta de que el peronismo no está agonizando, pero muestra muchas señales de cansancio, lo que en vista de lo difícil que le será renovar su oferta no sorprende.

De todos modos, como todas las viejas ideologías que en otros tiempos servían para movilizar a multitudes, para venderse, los políticos no tienen más alternativa que la de procurar hacer valer sus presuntas cualidades personales.  Lo entienden muy bien Macri y sus simpatizantes.  Para ellos, lo que los separa de una oposición amorfa es su sentido de la responsabilidad. Como yudocas, se han acostumbrado a aprovechar su propia debilidad parlamentaria para congraciarse con la gente, transformándola en una ventaja. Somos humanos, cometemos errores, dicen con un toque de orgullo, pero a diferencia de nuestros adversarios estamos resueltos a hacer cuanto resulte necesario para que la Argentina levante cabeza, ya que lo demás es sólo verso.  En una sociedad que durante décadas ha sufrido una sobredosis de retórica grandilocuente vacía, la modestia no carece de cierto encanto.

Frente a una nueva temporada electoral, los macristas confían en que la mayoría o, por lo menos, una minoría sustancial, de los votantes preferirá el pragmatismo y el apego a la legalidad que creen son las características más notables de su gestión al oportunismo populista de sus contrincantes, en especial de los peronistas que, insisten, aún no han logrado adaptarse a las nuevas circunstancias. Si los macristas son militantes de algo, es del respeto por aquellos principios básicos que, según los memoriosos, regían en el país relativamente exitoso de antes.

¿Será suficiente?  Para sorpresa de los convencidos de que en última instancia lo único que realmente importa es el bolsillo, Macri no se ha visto demasiado perjudicado por el bajón económico del año pasado que se vio acompañado por una caída abrupta del consumo. Si bien la imagen presidencial brilla menos que en los días que siguieron a su triunfo sobre Daniel Scioli, dista de haberse apagado.  Para decepción de quienes esperaban que el pueblo no tardaría en alzarse en rebelión contra el “ajuste salvaje” que según los kirchneristas, muchos izquierdistas y algunos sindicalistas el Gobierno ha puesto en marcha, el nivel de aprobación que conserva Macri sigue siendo aceptable. Para más señas, a pesar del estado lamentable de muchas partes del territorio que maneja, la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal es la política más admirada del país.

Parecería, pues, que Cambiemos, esta amalgama de liberales solidarios, radicales, progres sueltos y otros, entre ellos algunos peronistas, está consolidándose. Por ahora al menos, ocupa el centro del escenario y, por ser tan difusas las demás opciones, está resultando ser un polo de atracción cada vez más fuerte.  Todavía no ha ganado la famosa batalla cultural, pero el que Trump se las esté arreglando para desprestigiar la marca populista, podría beneficiarlo.

Antes de las elecciones de 2015, los macristas apostaron a que el mundo celebraría su llegada al poder enviándoles muchísimo dinero. Aunque nos asegura que el dinero está en camino, el tsunami salvador que anticiparon no se produjo.  Por motivos comprensibles, los inversores internacionales suelen ser individuos muy cautos, sobre todo cuando piensan en las hipotéticas ventajas de arriesgarse en lo que hasta hace poco era un “mercado fronterizo” parecido a Venezuela, un país amigo de los defaults festivos habituado a tomar a los empresarios extranjeros por imperialistas rapaces deseosos de privarlo de lo suyo. Ahora los macristas prevén que si hacen una buena elección en octubre luego de casi dos años muy difíciles, lo que para muchos sería una hazaña bastaría como para persuadir a los inversores en potencia de que, por fin, la Argentina se ha convertido en un “país serio”.

Puede que estén en lo cierto. Aunque la irrupción de Trump ha sembrado alarma en todas las cancillerías del planeta, incluyendo la encabezada actualmente por Susana Malcorra, de difundirse la convicción de que la Argentina está en manos de un gobierno insólitamente sobrio que se ve respaldado por una proporción adecuada del electorado, muchos hombres de negocios podrían sentirse tentados a probar suerte aquí.

Felizmente para el presidente Macri, no hay motivos para suponer que los  peronistas estén por cerrar filas en torno a una propuesta viable y por lo tanto claramente distinta de la reivindicada por Cristina y su tropa menguante de incondicionales rencorosos. Aunque los compañeros más racionales les han dado la espalda por entender que no les convendría en absoluto intentar defender lo indefendible –el enriquecimiento heterodoxo en escala industrial, el lavado de dinero, la contabilidad imaginativa, la mendacidad sistemática, la indiferencia frente a la pobreza estructural, el pacto con Irán, el caso Nisman y así por el estilo–, romper por completo con quien había dominado el movimiento durante muchos años no le está resultando fácil. Si bien los peronistas son congénitamente amnésicos, tendría que transcurrir cierto tiempo antes de que les sea dado depositar lo que queda del kirchnerismo en el basural donde se pudren los restos del lopezreguismo y otras excrecencias deformadas del movimiento de sus amores.

Mientras que Macri aspira a ser el gran modernizador de la Argentina, el hombre que por fin consiga frenar la caída que se inició varias generaciones atrás, el peronismo representa el pasado. El país actual es en buena medida su creación. Por ser tantos los problemas angustiantes, las consecuencias de décadas de supremacía  política peronista deberían haber llevado al movimiento a la extinción, pero es, como dicen los compañeros, “un sentimiento”, uno que se alimenta de sus propios fracasos, de ahí las alusiones frecuentes a la importancia de la lealtad.

Si bien los kirchneristas son los únicos que hablan de “la resistencia”, dando a entender así que el gobierno de Macri es una dictadura ilegítima contra la cual “el pueblo” debería luchar con medidas nada democráticas, muchos peronistas siguen creyendo que el poder es suyo por derecho natural y que, de tener la oportunidad, les correspondería expulsar al intruso de la casa de Perón por los medios que fueran.  Hace poco, el senador Miguel Ángel Pichetto advirtió que la “tara autoritaria” del movimiento en que milita aún plantea un peligro al sistema imperante. ¿Le prestarán atención aquellos sindicalistas, por lo común dirigentes vitalicios, que están programando una serie de paros escalonados con el propósito de obligar al Gobierno a dejar de pensar en reordenar la economía?  Es poco probable. También lo es que se resignen a permitir que los macristas construyan un Estado profesionalizado y meritocrático, parecido a los de países como Japón, sobre el sucedáneo ruinoso que fue improvisado por gobiernos anteriores. De todas las reformas propuestas por Macri, se trata de la más importante pero puesto que aquí los defensores más vehementes del estatismo suelen ser los menos interesados en la calidad de los servicios públicos, los sindicatos del sector harán cuanto puedan para mantener las cosas como están.


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