miércoles, 11 de enero de 2017

El mejor país del mundo

Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)

Una zona en la que converge el conurbano con el centro porteño. El paraíso de la connivencia entre el lumpenaje y la policía/política. Un cementerio que lleva el nombre Corrupción Estatal y que suma 330 muertos entre un atentado nunca resuelto y tranzado, un incendio y un choque de trenes. 

Un muestrario de todo lo que no se puede hacer en ninguna parte del mundo occidental –y por ninguna incluye esos países de los que nos reímos– al alcance de la mano. Un agujero negro de cualquier normativa legal a cinco cuadras del edificio donde nacen las leyes que nos rigen a todos. Once es tan trucho que ni siquiera es un barrio legal: tan sólo es una parte de Balvanera que lleva el nombre de la estación 11 de septiembre de 1852, fecha conmemorativa del día en que a Buenos Aires le pareció que esa idea de ser igual al resto de las provincias no estaba bueno y se separó de la Confederación.

Después de años de permitir la joda entre todos –porque Avenida Pueyrredón no es un territorio federal y el Gobierno de la Ciudad podía reventar a los puesteros desde siempre– a alguien se le ocurre desalojar. Cortes de tránsito, pedradas, incendios de contenedores de basura. No tardan en llegar las puteadas de quienes consideran que eso es una represión y están en lo correcto: es la represión de un ilícito. Fiel al estilo que ha caracterizado a la gestión Larreta, el desalojo queda por la mitad, no vaya a ser cosa que quede alguien sin putearlo.

Una buena: Martín Ocampo, el ministro de Justicia y Seguridad porteño, algo entiende de Once. Al menos así lo dejó en claro Patricia Bullrich cuando lo denunció por violación de deberes de funcionario público tras el incendio de Cromañón. Sí, Ocampo era de la subsecretaría de Gestión Operativa de la gestión Ibarra en 2004.

El esfuerzo que han hecho aquellos que viven con culpa de clase para deformar la realidad nos llevó a una derrota total en el campo cultural que llega hasta el significado de las palabras. Dudo que lo hayan hecho sin querer, dado que, si algo aprenden en sus estudios de carreras improductivas –que incluye la de este humilde servidor– es a entender el valor del lenguaje. Hablo como pienso, pienso como hablo.

Han ahorrado palabras para sintetizar sus propios conceptos. Derecha golpista, derecha conservadora y/o derecha liberal, ha pasado a denominarse “derecha” a secas. Incluso se la utiliza como sinónimo del fascismo, cuyo plan económico tiene más que ver con el socialismo de Estado que con el libre mercado, o del nazismo, sin detenerse a pensar que Nazismo es la contracción de Nacional Socialismo. En idéntico sentido, se han cuidado de que la izquierda no sea sinónimo de subversión, guerrilla agraria o urbana, terrorismo o supresión de derechos en pos de un bien superior que nadie entiende.

Desde esas primeras desapariciones lingüisticas, todo lo que venga es natural. Confundir represión ilegal con represión, resultó ser una boludez. La represión del ilícito no es sólo tirar balas de goma y repartir bastonazos, también es detener a un tipo que está con un chumbo apuntando al marote de un laburante a quien le quiere redistribuir la riqueza. La otra arista de la ecuación lingüística que aplica para el desastre de las calles porteñas es el concepto de “protesta social” y el cinismo supino del kirchnerismo de hacernos creer que no se puede reprimir la misma, a la cual convirtieron en sinónimo de cualquier tipo de protesta. Sin embargo, no viene mal recordar la paliza que se comió un grupo de manifestantes en 2003 por parte de la Policía Federal de Néstor Presidente por protestar frente al hotel en el que se alojaba una delegación del Fondo Monetario Internacional. Sí, pasó. Lo mismo que una protesta de laburantes frente a la Legislatura Porteña que en tiempos de Aníbal Ibarra se resolvió con una batalla campal nuevamente en manos de la policía nacional y popular. Ni que hablar de los bastonazos patrios que repartió la Gendarmería de Cristina a cualquier docente que osara quejarse de las condiciones laborales en Santa Cruz, bien lejos de este enjambre de culposos hipócritas que denominamos Capital Federal. Y mejor no sigo el listado con las policías provinciales, porque este texto termina en el portal de al lado.

Hace ya demasiado tiempo que nos acostumbramos a prepararnos para la Batalla de Termópilas cada vez que salimos de casa. Y siempre viene el castrado emocional a refregarte en la cara que todo es culpa tuya. O sea: laburás el doble para ganar la mitad, pagás como podés el alquiler, las expensas, el bondi, los servicios. Sacás un celular en tantas cuotas que lo más probable es que lo sigas pagando cuando ya lo hayas cambiado o te lo hayan robado –lo que ocurra primero– y hacés malabares para cumplir con todos los impuestos que pagás porque no te queda otra, porque tenés tanta, pero tanta mala suerte que el universo te demuestra su amor haciéndote sentir que vas a pagar como un pelotudo el resto de tu vida para cosas que nunca vas a utilizar. Sobrevivís de pedo, llegás a tu casa sin tus cosas, sin tu plata y puteando a Dios. Y si bien te parece un exceso pedir que los maten a todos, creés alguien tomará cartas en el asunto…

Jodete. Primero aparecerá alguien levantando el oportuno guante para pedir penas más duras –algo que nunca funcionó para prevenir dado que los chorros no son de leer el Boletín Oficial– y luego vendrá una horda de portadores de traumas no resueltos a pedir educación en un país en el que las escuelas son gratuitas. Mientras tanto, en Chile capturan al asesino que pudo pagarse un pasaje de avión –se ve que salió de caño para poder comprar puchos en el freeshop– y lo mandan de vuelta para que rinda cuentas ante la Justicia. Vamos que podemos, AR-GEN-TINA, AR-GEN-TINA, ganamos, ganamos…no ganamos un carajo, lo soltaron porque es menor y lo mandan en avión a Perú. Pero ahora sí, el pasaje lo pagamos entre todos.

Ante este cuadrazo de situación, el Gobierno de la Ciudad que reclamó por años el traspaso de la Policía Federal, hoy la tiene bajo su mando al pedo. No previenen, no reprimen, no protegen ni sirven.

En la otra mano tenemos el pequeño detalle del negoción que es la calle de la histórica Comisaría 7ma, la de Once, la que queda a metros de Kabul. Si el policía tiene la potestad de reprimir un delito en cuanto ve que se está cometiendo, está claro que, o estaban prendidos en la joda, o llenaron la comisaría de invidentes para cubrir el cupo de discapacidad en un solo lugar. Nadie puede desconocer lo que pasa en Once: ni los legisladores nacionales o de la ciudad, ni los presidentes, ni los jefes de gobierno. Nadie. Y acá no hay punto medio: o sos cómplice o sos idiota.

La primera reacción que uno tiene al ver lo que pasa a diario es pensar que sólo puede ocurrir en Argentina. Puede tratarse de una exageración o de un latiguillo masoquista de esa bipolaridad extrema en la que somo’ lo mejore y, al mismo tiempo, la peor basura del planeta. Lo cierto es que cuesta encontrar un país en el mundo en el que dos atentados internacionales no hayan desembocado en una guerra, un conflicto diplomático de escala interestelar o, al menos, que no haya quedado impune. Pero pasó.

Ya no son épocas de andar discriminando y el mundo se ha convertido en un lugar con normativas similares, de esas que en el planeta conocido denominan como “seguridad jurídica” y que, para dolor de gónadas de los biempensantes patrios, ocupan el puesto número tres de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre bajo el título “derecho a la propiedad privada”. Sin embargo, no está de más recordar que a fines de 2010, mientras los punteros de la Villa 20 buscaban expandir su unidad de negocios sobre el Parque Indoamericano, cinco argentinos eran condenados a seis años de prisión en Bolivia por usurpar un predio público.

Tampoco es fácil encontrar algún ejemplo de un país que pase de ser la novena economía del mundo al puesto 57 y quede por debajo del crecimiento de Bolivia, Perú, Chile, Panamá y todos esos lugares de los que nos reímos cada vez que podemos.

Si bien es cierto que Uber tiene problemas en varios países del mundo, no he podido encontrar otro lugar del orbe en el que el Estado financie, diseñe y construya una aplicación de celulares para que los trogloditas del sindicato de peones de taxis no sigan cortando calles. Mucho menos hallé un gobierno que ceda tan fácilmente a las extorsiones de grupos piqueteros –hoy denominados “agrupaciones sociales”, definición que también incluye a un consorcio, los alumnos de cuarto grado de la primaria de Venado Tuerto, o el club de amigos del Fiat 1500– y afloje 30 mil millones de pesos para “pasar las fiestas en paz”. ¿Cómo no entender a los manteros de Eleven? Son los primeros pelotudos en ser reprimidos por hacer algo ilegal en años.

Tampoco encontré un lugar en el universo civilizado –con excepción del planeta Tatooine en épocas de la Antigua República– en el que la represión de un ilícito se suspende para realizar un censo con la promesa de estudiar un nuevo lugar para que puedan seguir vendiendo mercadería ilegal.

Reconozco que ni me calenté en buscar si existen otros lugares donde el nivel de inmadurez post secundaria quede tan patente como en Argentina, donde a la policía hay que putearla por ser policía, como si los jefes policiales estuvieran disfrazados de tortugas en el asfalto humeante del verano porteño. Como si no fueran laburantes.

De lo que sí estoy seguro es que no deben abundar sitios en los que el inmaduro voluntario, el que le tenía pánico al preceptor, el que todavía vive con los viejos, saque chapa orgullosa de esa falta de ganas de ser adulto responsable y sujeto a derecho y reivindique la obligación de ser marginal. Desde Twitter. Con aire acondicionado. Lejos del quilombo en el que 80 puesteros por cuadra reclamaban su derecho adquirido a comerciar ilegalmente mercadería trucha arruinando el laburo del tipo que paga el 50% de sus ingresos en impuestos para solventar un Estado que, de vez en cuando, pasa a saludar.

Mercoledi. Y seguimos teniendo bandera. Somos invencibles. Como la viruela.

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