viernes, 16 de diciembre de 2016

El balance que nadie hizo (y que a nadie importa)


Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)

Ahora que el gobierno nacional entendió que con buena onda y alegría se puede animar un cumpleaños pero que a los políticos les gusta más otro tipo de partuza, es más sencillo de realizar el balance del primer año de gestión de Mauricio Macri al frente de la presidencia argentina.

Que sea sencillo no quiere decir que alguien tenga ganas de hacerlo: no es el laburo lo que cuesta, sino el hecho de tener que reconocer que son poquitos los colegas que han mantenido el decoro y la altura periodística a lo largo del año. El resto, reemplazó a los encuestadores en el fino arte de hablar sin saber, sin prepararse, sin entender y, de manera principal, sin reconocer errores. De más está decir que hay contadas excepciones en este grupo también: los que rosquearon a cuatro manos.

El principal escollo periodístico superado tras la salida del kirchnerismo fue el acceso a los funcionarios. La necesaria renovación de los medios quedó para otra oportunidad en buena parte gracias a que, nuevamente, la vieja escuela tuvo habilitada su histórica metodología laboral: levantar el teléfono, golpear una puerta, tomar un café. Los que tuvimos que adaptarnos a ejercer el periodismo sin nadie que te atienda el teléfono sin mandarte a la puta que te parió, no vemos nada que revolucione el laburo más allá de la cuestión humana.

De un modo que los psicólogos no se han animado a abordar, todavía abunda el análisis político de lo que sucede en la segunda mitad de la segunda década del siglo XXI con parámetros ideológicos del milenio pasado. Son los que siguen hablando de izquierdas, derechas, neoliberalismo, conservadurismo y demás conceptos en un país en el que siempre se hace lo que pinta y las ideologías son la marca impresa en el envoltorio.

Para qué analizar por qué la lucha contra la corrupción interna la realiza mucho mejor una diputada en sus ratos libres que la oficina destinada a tales fines si es más fácil culpar al cuco. Muchos explican la corrupción de un gobierno progre como un aprovechamiento de una ideología noble; de igual modo, también creen que la corrupción de un gobierno no progre es innata a la derecha.

Desde Europa –ese continente donde la democracia llegó un siglo después que en América pero al que buscamos siempre como ejemplo– siempre bajó la idea de que el populismo es sinónimo de derecha. Durante el kirchnerismo colapsaron las neuronas al ver un discurso de izquierda con un accionar social fascistoide, un enriquecimiento obsceno para una casta exclusivísima y terminaron dando por sentado que se trató de un desvío ideológico. Ante este dilema, se morían de ganas de tener un tipo que encarne todo lo que ellos ven como lo malo del mundo: alguien que tiene plata mediante ese sistema tan abstracto que consiste en capitalizar el dinero.

Podemos acusar a los del gobierno de pelotudos emocionales, de boludos alegres, de inocentes políticos, de faltos de timing –no vean el video de Pato Bullrich haciendo trencito en el ministerio de Seguridad, repito: no lo vean– y de fanáticos de Osho, pero de ahí a dibujar conceptos populistas sólo porque cumplieron con un punto del manual del enemigo, es como mucho. El populismo se nutre del nacionalismo, la magnificencia, el fundacionalismo y la retórica. Afirmar que es populista un gobierno al que se le tiene que rogar que deje de abrazar a los cactus, es reducir el problema a su mínima expresión.

Podría decirse que los primeros beneficiados directos de la gestión Cambiemos son los fabricantes de camisas celestes, no así los que se dedican a elaborar corbatas o sacos. El problema de la falta de corbata es que muchas veces terminan haciendo esperpentos que nadie en su sano juicio llega a comprender. Es el síndrome Kicillof: como el pelo de Sansón pero alojado en ese retazo de seda que cubre los botones de la camisa y cierra el cuello.

Ya que hablamos de Kichi: he visto sujetos prometer desde la oposición cosas que no pueden cumplir desde el poder, pero lo que never in the puta life había visto es a un banana exigir desde la oposición cosas de las que se cagó de risa desde el poder, y encima pifiarle en los números. Es la famosa diferencia entre culpa y dolo del derecho penal. En el caso de la culpa, el hecho ocurre por negligencia o imprudencia. No sabían, boquearon, pensaron que podían y no pudieron, etcétera. Ahora, levantar la bandera luego de haber sido capo de la Anses y jefe de gabinete –como en el caso del compañero Sergio Tomás–, o de haber sido ministro de Economía –tovarich Axel–, sólo es posible de analizar desde el cinismo o la psiquiatría.

Básicamente, la cámara de diputados es una colección de pacientes psiquiátricos –recomiendo buscar algún video al azar de Sandra Mendoza, cualquiera sirve– y golpes de suerte. Y mientras sigamos con este sistema político, veremos muchos golpes de suerte: nadie sabe a quién está metiendo en el Congreso más allá del primer y segundo nombre de una lista electoral. Tal es el caso de María Teresa García, diputada por la provincia de Buenos Aires destacada por haber presentado el proyecto de declaración de interés general de un evento en Córdoba, o por haber repudiado la salida de Argentina de un canal venezolano. En sintonía con García viene su compañero provincial Leonardo Grosso, que si no tienen idea de quién es, obedece a que ocupó el puesto número 13 de la lista de candidatos a diputados en las últimas elecciones. Su labor parlamentaria está plagada de declaraciones de preocupación por Dilma Rousseff, Hebe de Bonafini y una muestra de respeto por las instituciones republicanas cuando pidió que se declare de interés parlamentario una sentencia judicial que aún no se había dictado. Lo bueno es que estos analfabestias pasan desapercibidos gracias al mérito de grandes luminarias como Facundo Moyano, quien no tiene problemas en afirmar que un veto presidencial es un atentado institucional cuando, casualmente, es una facultad institucional facilitada por la Constitución Nacional. Imaginemos los que podemos esperar de quienes no tenemos la más puta idea de quiénes son.

Causa gracia verlos serios ante las cámaras de tevé, con cara mezcla de tristes y enojados con la vida, cuando unos minutos atrás los vimos cagarse de risa, abrazados en el recinto. ¿Cómo creerles que lo que hicieron fue por nosotros y no por berrinche de malcriado que se quedó sin juguete o por interés hiperpersonalísimo en la previa del año electoral?

Unos días después zanjaron la duda: afirmaron que “sólo es posible frenar” la modificación si el Gobierno arma una mesa de diálogo que incluya a la oposición y a los sindicatos. No les importan ni los trabajadores, ni el bolsillo de “lajente”, sólo querían sentarse cerca del calor del poder. Se ve que el café no tiene el mismo gusto fuera de la Rosada o que Boudou no dejó ni los sobrecitos de edulcorante en su paso por el Congreso.

No podemos pretender otra cosa de la inmensa mayoría de nuestra clase política. Si algo no cambió en la historia de occidente es a qué llamamos ciudadano: el individuo que se alza más allá de sus particularidades y se vuelve capaz de privilegiar –o al menos tolerar– el interés común de una sociedad. Antiguamente se educaba al individuo para que salga de su mundo y vea la constelación de particularidades que conforman el universo que lo rodea. Los antiguos griegos, padres extraños de eso que impunemente aún llamamos democracia, enseñaban a argumentar, pero no para ganar por placer, sino para aproximarse a la verdad. Por contraposición, consideraban que no contaba con educación quien se comportaba de manera caprichosa y que sólo buscaba su bien propio. Ya que tanto hablamos de democracia, podríamos comenzar por preguntar cuántos de nuestros representantes están a la altura de las circunstancias cuando no entran en el concepto básico de ciudadano.

En medio de ese peregrinaje al edén de la normalidad encarado por el Gobierno padecemos las muestras más visibles del gradualismo. Podríamos haber llegado extenuados, reventados, aunque rápido, pero optamos por un gradualismo tibio que no quedó bien con nadie: los principales beneficiados por el mantenimiento de políticas asistencialistas son los mismos que quieren empalarlos en la Plaza de Mayo. En la meta de cruzar el desierto en 40 días y que el Gobierno tuviera casi dos años de relax hasta las elecciones, nos tocó la interpretación antigua del evangelio y le estamos pegando a la caminata por cuarenta años con una lata de sardinas para calmar la sed.

El escollo del hipergradualismo es que si la temperatura baja de 40 grados a 38, voy a seguir chivando como Máximo en un gimnasio. O en tribunales. No pretendo que bajemos a 5 grados bajo cero y nos caguemos muriendo de una neumonía fiscal, pero algún punto medio tiene que haber para sentir algo de fresco.

Massa aprovechó el boleo de Ganancias para reposicionarse dentro de lo que él quiere: liderar a la oposición. Vio la oportunidad y la aprovechó. Luego le mandó una cartita abierta a Mauri pidiéndole de sentarse a dialogar, explicándole que le pegó por su culpa, que no quiso lastimarlo pero que lo obligó. Mientras el diputado está a un paso de colgar un pasacalles sobre Balcarce 50, hay que reconocer que el caso es imbatible: nadie quiere pagar ese mecanismo utilizado para empernar hasta la médula al que no tiene cómo evadir –no porque no lo desee, sino porque está en blanco– mientras nota que el déficit fiscal son los padres: 30 mil millones de pesos destinados a “tener las fiestas en paz” calmando a quienes ahora quieren más. Si hubieran utilizado la mitad de ese dinero para levantar a las familias que duermen en las calles, son gobierno hasta el 2550, o hasta que Cristina deje de pasear por Comodoro Py, lo que ocurra primero.

Sin embargo, el karma político de ganancias que tanto le jugó a favor al kirchnerismo hoy no tiene por qué funcionar de otro modo: vivimos en un país tan pobre que, con los salarios actuales, el margen de afectados es una porción que no mueve el amperímetro electoral. Por si fuera poco, lejos de unificar, Massa terminó por trasladar la grieta al corazón del peronismo, que a esta altura tendría que agradecer la existencia de la izquierda para no quedar cómo el partido récord en atomización: los gobernadores se calentaron para la mierda con el proyecto opositor, con la única excepción de Mario Das Neves. Por un lado quedó la mayoría del sindicalismo junto a los legisladores, por el otro los mandatarios provinciales. Los que ya tienen el Poder vs. los Wannabe.

El macrismo debería agradecer que Massa se mandó la voltereta aglutinadora de un mega Frente PJ –Frente Para Joder– y aprender de una vez por todas lo que le vienen marcando desde hace exactamente 366 días: que necesitan basar sus acciones más en la triste realidad y menos en Claudio María Domínguez.

En este contexto, podemos imaginar cómo resultará el debate legislativo por la regulación de los alquileres, un tema que afectará a millones de ciudadanos, pero en el que cualquier regulación es peor que el problema: quién en su sano juicio pondrá a alquilar una propiedad si no tiene la garantía jurídica de cobrar lo que desea cobrar.

Lo sorprendente es que, quien no culpó a Massa de traidor, tildó a Macri de inocente o prepotente –todo depende de la firma– por no haber pedido a los gobernadores que sus diputados no dieran quorum, por no haber levantado la sesión extraordinaria o por no haberse sentado a negociar lo que no le interesaba sacar de otra forma. O sea, cuestionan al Poder Ejecutivo que pregona el legalismo que no haya apelado a las trampas de la política vernácula. Redondeando: que la culpa es de Presidencia por haber usado una pollera demasiado corta.

Con este panorama, creer que llegará la lluvia de inversiones alguna vez es como fantasear con los abdominales para el verano mientras calmamos la angustia con una grande de provolone con fainá.

Mercoledí. Lo único que podría pasarse en limpio es que se comprobó que en Argentina sí se puede gobernar desde un escritorio. Desde arriba de un escritorio. Con un palo en la mano y un fajo de billetes en la otra.

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