lunes, 2 de mayo de 2016

La razón del anti-héroe

La respuesta ante la ofensa o la agresión. ¿Revancha y castigo?

Por Jaime Fernández-Blanco Inclán

Desde el principio de los tiempos, al ser humano le ha preocupado el modo de castigar y defenderse de los demás: la ley del talión, las medidas draconianas, la no-violencia, etc. Una variante bien instaurada –al menos a nivel teórico– es aquella que sostiene que la mejor manera de responder a una ofensa es no defenderse en absoluto. 

El más fuerte es aquel que no se defiende, que no acepta la ofensa. Jesús hablaba de “poner la otra mejilla”; el estoico emperador Marco Aurelio, de que “la mejor manera de vengarse de un enemigo es no parecérsele”; y el sabio chino Confucio decía: “Antes de embarcarte en un viaje de venganza asegúrate de cavar dos tumbas”. ¿Tenían razón?

Políticamente correcto

A nivel popular, lo políticamente correcto ha seguido a pies juntillas estas afirmaciones, aunque si observáramos las prácticas de la gente ordinaria podríamos concluir que no son la norma. Son dogmas aceptados y recomendados, pero cuyo ejemplo práctico es más bien escaso.

Muchas corrientes psicológicas modernas hacen uso de esos postulados con el fin de terminar con el dolor y el sufrimiento de hombres y mujeres. Se insiste en que la manera de responder a la agresión física o verbal es ignorándola, haciendo hincapié en que en esa capacidad reside la virtud. Aquel que se defiende es el verdaderamente débil, pues permite que la ofensa y el daño le afecten.

La indiferencia, nos permite desligarnos del atacante y de su ataque, replegarnos en nuestro interior y ‘olvidar’. Según Eddie Wiesel, esta es lo contrario del amor, no el odio, porque aquel que es indiferente no es que sienta placer o dolor, es que no experimenta nada. Es por esto que se esgrime la indiferencia como una respuesta adecuada frente a casi cualquier ataque, ya que hace que el mismo no tenga ningún sentido. Cuando no se genera respuesta, a menudo el agravio no encuentra su razón de ser, desapareciendo la causa.

No son pocos los psicólogos, al igual que muchos sabios de la historia, que aconsejan marcar distancia y hacer como que no existe ni el agresor ni la agresión. Desterrar en vida esa persona y comportamiento (“No hablo de venganzas y perdones. El olvido es la única venganza y el único perdón”, decía Jorge Luis Borges). Ante la ofensa, retirada. Y a otra cosa.

Realidad vs Ideal

Observemos las consecuencias de esto a la luz de la experiencia. Cuando la indiferencia es un sentimiento genuino, podemos decir que produce la respuesta deseada: el ataque no nos importa porque, realmente, no nos vemos afectados por él. Sin embargo, no es menos cierto que esta ‘técnica’ también es usada para combatir ofensas que sí nos afectan. Y ahí surge el problema. Podríamos poner como ejemplos las parejas que, ante los ataques o críticas de su par, fingen indiferencia en un intento de recuperar el tono emocional de la relación.

Un comportamiento así, fingido, puede desembocar fácilmente en comportamientos manipulativos y pasivo-agresivos (incapacidad de dar una respuesta firme ante una agresión) que buscan vengarse de un modo indirecto. Si bien la indiferencia puede parecer un recurso óptimo, mal entendida puede acarrear graves problemas emocionales: ansiedad social, reclusión, inseguridad, falta de confianza o baja autoestima, etc.

Más preocupante aún es el caso de aquellos que ni siquiera son capaces de defenderse, que acumulan daño continuamente, guardándolo en su interior con la esperanza de que termine desapareciendo. Cuando esto no ocurre y el sujeto no consigue liberar dicha tensión acumulada, la misma suele salir a la superficie de un modo descontrolado. Radical. Peligroso. En los últimos tiempos es un caso común el de jóvenes acosados que, llegado un punto, explotan, haciendo uso de una fuerza en la réplica mucho mayor que la ofensa recibida cuando no dirigida a sí mismos.

Se ha establecido socialmente la idea de que “dos no se pelean si uno no quiere”, que la venganza o la revancha son moralmente reprobables y que no hay mayor ejemplo de grandeza moral que el de un mártir. Son principios loables... pero irreales. Muchas de las nociones que actualmente damos como ‘morales’ son un arma de doble filo. Al “poner la otra mejilla”, podríamos añadir la creencia actual –forjada especialmente por la publicidad y el cine– de que la vida es ante todo felicidad, un sueño maravilloso en el que no tiene por qué existir dolor o frustración. Esos pensamientos crean seres humanos débiles que se derrumban ante los golpes de la vida; hombres y mujeres “inservibles” que sienten que no son más que sacos de boxeo existenciales.

Cuando las creencias religiosas estaban más enraizadas, la gente encontraba un consuelo en la fe: “Es este un valle de lágrimas, pero, bueno, más adelante nos espera el paraíso”. Hoy, cuando la palabra fe suena hueca en buena parte de occidente, las personas se ven en muchos casos completamente inermes, desesperadas por lo ilógico de la propuesta: si te defiendes y te valoras, eres malo y débil; si dejas que te pisoteen y te comportas como si no valieras nada, entonces eres bueno. La fe te permite pensar que te has ganado el cielo, pero para los que no la tienen dicha contradicción torna la existencia en absoluta desesperación.

No es trabajo de este artículo establecer qué es moral y qué no. El análisis es otro: buscar las consecuencias empíricas que puede surgir de estos patrones, así como la reinterpretación de términos como venganza (“satisfacción que se toma del daño o agravio recibido”, es decir, un sentimiento) o defensa (“mecanismo natural por el que un organismo se protege de agentes externos”, es decir, una acción), a menudo malinterpretados.

De luchas y guerras

La indiferencia como grandeza de espíritu suele ser parte de los códigos éticos de los movimientos contemplativos. Sin negar esta postura, la observación objetiva del mundo difiere. Es obvio que la lucha es un elemento fundamental de la naturaleza. El ser humano, como un elemento más de ella, no es ajeno a sus normas (aunque nuestra capacidad de razonar nos da opción de flexibilizarlas).

Miremos a nuestro pasado reciente: la Guerra Fría, el escenario más apocalíptico que la humanidad ha podido imaginar, basó en buena parte su ausencia de conflicto real en el elemento disuasorio de las armas nucleares. Ambos frentes eran conscientes de que si se desataba la pelea sería el fin del mundo. En cambio, en la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales optaron por la indiferencia frente a Alemania y su negativa a cumplir lo pactado en el Tratado de Versalles. Así, esta procedió a rearmarse, militarizar Renania, anexionarse Austria, los Sudetes (después toda Checoslovaquia), y finalmente, Dantzig (Polonia), movimiento que agotó por fin la paciencia de las democracias europeas. Su estrategia de indiferencia y tolerancia no dio ningún resultado, tal y como dijo W. Churchill: “Entre la vergüenza y la guerra han escogido la vergüenza... y van a tener la guerra”. Si occidente hubiera parado en seco la locura que Hitler (plasmada en Mein Kampf desde 1925) en 1936, es posible que no se hubiera producido el periodo más negro de nuestra historia.

Reduzcamos la escala: todos hemos sido niños y hemos visto o vivido el caso del pequeño que sufre las burlas y los ataques de los demás. Y no es menos cierto que esos ataques solían terminar cuando el atacado decidía que ya estaba bien y se defendía. Y he aquí la verdad políticamente incorrecta: después de la tormenta, lo común es que llegue la calma. El agresor deja de ver al agredido como un entretenimiento cruel, tomando conciencia de que le puede pasar factura. El agredido gana respeto y confianza. Ha puesto límites. Ha sido valiente. La derrota es infinitamente menos frustrante que la cobardía.

El mundo filosófico e intelectual no es ajeno a todo esto. Gramsci odiaba a los indiferentes por ser cobardes y pusilánimes. Aldous Huxley afirmaba que la realidad no cambia porque nosotros finjamos que no existe. Y el objetivismo comparte esta idea (“no puedes negar las consecuencias de negar la realidad”) y postula que, si bien ejercer primero la violencia contra alguien es un mal moral, es igualmente un imperativo la defensa, pues la renuncia a esta, aplicada a la sociedad, da como resultado que la misma quede en manos de cualquier matón, tal y como la historia ha demostrado a menudo.

Pero hablamos de directrices, no de reglas absolutas, y también cabe la posibilidad de que la escalada violenta posterior se lleve todo por delante. ¿Qué alternativa queda?

La síntesis

La respuesta debería estar en el tan comentado punto medio aristotélico, o en la dialéctica hegeliana (de una tesis y una antítesis, extraer una síntesis). Una tercera vía que aglutine lo mejor de ambas opciones.

Actualmente son muchos aquellos que tienen una opinión de la justicia, como institución, nefasta. Y ello es causa de la observación de una falta notable de proporcionalidad entre los crímenes cometidos y las penas adjudicadas. Es un grave problema, porque la pérdida de confianza en uno de los pilares fundamentales de una sociedad no puede traer nada bueno. La necesidad de una recuperación de la confianza en las instituciones de la justicia es vital, y debe partir de un entendimiento de la misma a un nivel individual y personal, con especial atención en este, a menudo ignorado, principio de proporcionalidad.

Una de las herramientas que los terapeutas reconocen como válidas es la llamada ‘venganza con amor’, esto es, una respuesta proporcional a la ofensa, con una ligera rebaja de la misma. Suficiente para responder, pero no para desembocar en la tan temida escalada posterior. Esta medición establece un baremo relativamente adecuado para la respuesta que nunca debería ser la misma moneda, pero tampoco alejarse demasiado.

¿Acaso piedad por el culpable no es tan injusto como el castigo al inocente? Si bien el ideal de conducta al que aspiramos puede tratar de sostener que lo mejor es no defenderse, la realidad parece dejar claro que eso también supone un riesgo importante. No todo el mundo goza de la fortaleza necesaria para ello, y evadir esa realidad es encender la mecha de la bomba que terminará, antes o después, por estallar con gran virulencia.

Hacemos aquí una apología –y sin duda muy controvertida– al castigo, la revancha y el cobro del agravio... con proporcionalidad y respeto por las leyes (las cuales deben regirse por los mismos principios), ¿incluso llegando a la violencia cuando no queda más salida? Solo de ese modo debería ser posible una sociedad justa, entendida como aquella en la que cada uno tiene lo que merece. El honrado y bondadoso no merece ser manipulado, castigado, utilizado, pisoteado, y en definitiva, víctima de sus virtudes, sino premiado por ellas. ¿Es ese el ideal que tenemos hoy?

© Filosofía Hoy

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