domingo, 22 de mayo de 2016

Autodestrucción populista

Por James Neilson

No se equivocan por completo Cristina, su amigo Nicolás Maduro y Dilma Rousseff cuando atribuyen el naufragio de sus proyectos respectivos a la malignidad del imperio yanqui. El mundo cada vez más competitivo, agitado esporádicamente por nuevas revoluciones tecnológicas que les ha tocado es, en buena medida, obra de la superpotencia. 

Adaptarse a los cambios que cada tanto impulsa la gran dínamo capitalista no es del todo fácil. Lo saben los norteamericanos mismos, de ahí la irrupción de contestatarios rabiosos como Donald Trump y Bernie Sanders, los islamistas, que están luchando con furia genocida contra la modernidad encarnada por Estados Unidos, los progres europeos y, a su manera, los japoneses, chinos y otros asiáticos.

Mientras se baten en retirada frente al monstruo, los asustados por lo que se les viene encima le gritan insultos. Dicen que el capitalismo anglosajón es inhumano, antipopular, salvaje, pero tales epítetos, proferidos por intelectuales, políticos solidarios y personajes como el papa Francisco, no les sirven para nada. Tampoco les sirve el que a veces la gente elija gobiernos cuyos jefes se afirman resueltos a poner fin a la tiranía de los mercados y el enriquecimiento insolente de ciertos financistas.

Tarde o temprano, tales rebeldes se ven obligados a optar entre resignarse a comportarse como “neoliberales”, como hicieron el francés encabezado por el socialista François Hollande y el griego del ultraizquierdista Alexis Tsipras, y suicidarse políticamente de la manera más espectacular posible, como está haciendo el venezolano Maduro y, de haber logrado seguir en el poder, hubiera hecho nuestra Cristina.

Desde el punto de vista particular de estos últimos, es mejor sufrir una derrota a su entender heroica de lo que sería reconocer que su relato resultó ser un bodrio; creen que al proclamarse víctima de la maldad ajena se anotan un triunfo moral. Desgraciadamente para decenas de millones de latinoamericanos, son muchos los políticos y militantes que piensan así, razón por la cual subordinan el bienestar común a sus propios delirios ideológicos.

Dilma trató de ser a un tiempo populista y “neoliberal”. Luego de ganar, por un margen muy estrecho, en las elecciones de fines de 2014 hablando pestes de la ortodoxia de su rival Aécio Neves, quiso reordenar la economía brasileña en la primera fase de su segundo mandato para entonces disfrutar de los presuntos beneficios cuando se preparara para irse, pero sólo logró enojar a sus simpatizantes que tardaron en movilizarse sin conseguir el apoyo de sus adversarios que, lejos de felicitarla por intentar sanear las cuentas nacionales, aprovecharon la oportunidad para destituirla, ya que es muy poco probable que sobreviva al juicio político que le aguarda. El sucesor de Dilma, el presidente interino Michel Temer, espera que sus compatriotas entiendan que no hay ninguna alternativa al ajuste severo que cree imprescindible, pero puesto que los comprometidos con el populismo de retórica izquierdista que idolatran a Lula lo creen víctima de un golpe alevoso asestado por los poderes concentrados brasileños, no vacilarán en organizar huelgas y, para rematar, fomentar estallidos sociales. Para más señas, Temer no posee la autoridad moral que sería necesaria para que liderara una ofensiva genuina contra la corrupción, de tal modo insinuando que los problemas de su país se deben a la rapacidad de los militantes del gobierno de Dilma; de ponerse en marcha el operativo mani pulite con el que muchos brasileños sueñan, Temer ocuparía un lugar de privilegio en el banquillo de los acusados al lado de centenares de otros integrantes de la clase política de la cual es un miembro típico.

Puede que Dilma no sea un dechado de honestidad, pero sería injusto compararla con aquellos caudillos populistas latinoamericanos cuya característica más llamativa ha sido su venalidad realmente extraordinaria. Si se han destacado por algo los kirchneristas, chavistas y otros integrantes de la cofradía que, hasta hace un par de años, amenazaba con dominar buena parte de la región, ha sido por su codicia insaciable. A diferencia de los luchadores sociales de generaciones anteriores que en muchos casos murieron pobres, les ha parecido natural dedicarse a amasar fortunas colosales. ¿Es que, al darse cuenta de que sus planteos políticos, económicos y sociales no eran más que “relatos”, decidieron vengarse así contra un mundo que les había dado la espalda?

Los populistas latinoamericanos y sus homólogos de otras latitudes quieren cosechar los frutos de la modernidad sin darse el trabajo de sembrar productividad, lo que los obligaría a adoptar los métodos usados por el puñado de sociedades consideradas avanzadas. Es por tal motivo que en Europa, se ha abierto una grieta entre los países del Norte y los del Sur. Si bien parece poco importante cuando uno piensa en el abismo que separa el mundo subdesarrollado del desarrollado, a Grecia, Italia y, tal vez, España e incluso Francia, podría aguardarles un futuro latinoamericano.

La penosa decadencia intelectual de la izquierda regional se debe a la conciencia de que las modas ideológicas de otros tiempos se han desactualizado y que sería inútil procurar reavivarlas. La desmoralización tanto de los protagonistas de las epopeyas imaginarias, reediciones de las de la primera mitad del siglo pasado, que se ha improvisado en los años últimos como de los miles de intelectuales militantes que, a pesar de todo lo ocurrido, siguen tomándolas en serio, es un tema que merecerá la atención de los interesados en la evolución de las ideas políticas. Parecería que hoy en día es tan difícil pensar en una alternativa viable al capitalismo liberal que los frustrados por su propia incapacidad terminan creyendo en virtualmente cualquier cosa con tal que sea “heterodoxa”.

Las perspectivas frente a Brasil son sombrías. Todo hace prever que se profundizaría la recesión en que se debate desde hace más de un año, que la inflación seguiría acelerándose. Si bien en comparación con la versión argentina es apenas perceptible, es de esperar que muchos recién incorporados a la clase media recaigan en la miseria y que el gobierno de Temer resulte ser incapaz de consolidarse. Cabe suponer que, para salir del brete, los brasileños celebrarán nuevas elecciones, pero sorprendería que de ellas surgiera el gobierno fuerte que el país necesita. Por lo demás, para reducir la brecha que separa su país de los más adelantados, los dirigentes brasileños tendrían que abandonar el proteccionismo ya ancestral y llevar a cabo muchas reformas “estructurales”.

No es ningún consuelo para los brasileños, pero la situación en que se encuentran sus vecinos venezolanos es aún peor que la suya. Como ya es habitual en la región, el bufonesco presidente Maduro dice que la catástrofe que se ha abatido sobre su país es consecuencia de las malas artes de los malditos yanquis, advirtiéndoles que si su régimen se desploma, oleadas de refugiados paupérrimos intentarían alcanzar las costas de la superpotencia, siguiendo las huellas del grueso de la clase media que ya ha emulado a la cubana.

El grotesco “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez está muriendo en medio de hambrunas, apagones cotidianos, saqueos rutinarios, asesinatos callejeros tan frecuentes que ciudades como Caracas se han hecho casi tan peligrosas para sus habitantes como son Bagdad, Damasco y Kabul, además del inicio de un proceso hiperinflacionario que el régimen no podrá frenar. Para aferrarse al poder, Maduro depende no sólo del ejército y las brutales milicias chavistas sino también del escaso interés de los políticos democráticos en hacerse cargo de un desastre descomunal, lo que, dadas las circunstancias, puede comprenderse, puesto que Venezuela, la dueña de lo que según algunos especialistas son las mayores reservas petroleras del planeta, está en vías de convertirse en un Estado fallido. Merced a tales reservas, en el transcurso de las últimas décadas Venezuela recibió el equivalente de docenas de planes Marshall, pero el régimen se las arregló para despilfarrar todo el dinero fácil dejando al país en la ruina.

Aunque populistas como el extinto comandante Chávez y sus seguidores heredaron de los revolucionarios de otros tiempos bibliotecas enteras de consignas y una metodología política muy eficaz, no querían aprender nada del fracaso de los regímenes que instalaron en diversos países de Europa, Asia y África, además de Cuba. Lo que para sus antecesores putativos sería un futuro espléndido, para todos salvo ellos ya pertenece al pasado. Son resueltamente anacrónicos. No saben qué hacer frente a los avances tecnológicos, la globalización económica y las innovaciones sociales que están transformando todo. Se autocalifican de progresistas, pero son reaccionarios que luchan por hacer retroceder la historia hasta épocas en que parecían factibles las utopías fantasiosas con las que sueñan. De más está decir que los resultados concretos de tales esfuerzos han sido catastróficos, sobre todo en Venezuela que, tal y como están las cosas, corre el riesgo de terminar como un gigantesco basural habitado por famélicos dispuestos a matar para conseguir un trozo de pan, algunos medicamentos o, si aún recuerdan cómo era la vida antes de la llegada de los chavistas, un rollo de papel higiénico.

© Noticias

0 comments :

Publicar un comentario