La detención de
Milagro Sala y la convulsión que genera
en los nuevos tiempos políticos.
Por James Neilson |
Ya antes del terremoto que fue desatado hace quince años por
la implosión de la convertibilidad, un cataclismo cuyas réplicas seguirían
haciéndose sentir por mucho tiempo y que, entre otras cosas, haría comprensible
la voluntad de tantos de aferrarse al kirchnerismo mientras duró “la década
ganada”, se había instalado en el país la idea de que los llamados “luchadores
sociales” tienen derecho a apropiarse de lugares públicos porque protestan
contra injusticias estructurales defendidas por los malignos poderes
concentrados locales y sus colaboradores foráneos.
Por suponer que los
ayudarían a asegurar la gobernabilidad y también por entender que servirían
para intimidar a la clase media advirtiéndole que, sin la protección que le
brindaba el Gobierno, quedaría a la merced de las víctimas principales del
horror neoliberal dejado por sus antecesores, los presidentes Néstor Kirchner y
Cristina Fernández de Kirchner decidieron sacar provecho del fenómeno, lo que
harían apoyando a algunos movimientos piqueteros y afines que, debidamente
agradecidos, pronto se plegarían a su “proyecto” personal.
Al permitir que tales agrupaciones actuaran como
intermediarios entre el Estado y los “excluidos” o “marginados”, los Kirchner
los convirtieron en organizaciones paraoficiales. Habría excepciones, ya que el
matrimonio no estaba dispuesto a tolerar las manifestaciones en su contra de
trotskistas o docentes santacruceños, pero por lo común trataron a los
“movimientos sociales” como aliados. Como resultado, el grueso de la ciudadanía
se vio sin más alternativa que la de acostumbrarse a vivir entre cortes de ruta
motivados por disputas laborales, acampes y manifestaciones multitudinarias de
militantes políticos que, a veces, llegaron a brindar la impresión de que el
país estaba por ser escenario de una revolución popular pero que, aparte de los
beneficios económicos percibidos por algunos de los participantes, sólo
sirvieron para difundir un relato lleno de ruido y furia que en el fondo
significaba muy poco. Para el país, los costos económicos del teatro callejero
serían muy altos, ya que a los inversores no les gusta mucho la efervescencia
social constante, pero los Kirchner estaban más interesados en congraciarse con
personajes como Hugo Chávez que en intentar seducir el capital.
Los tiempos han cambiado. Por motivos tanto políticos como
económicos, el gobierno del presidente Mauricio Macri, que en este ámbito
cuenta con el respaldo de buena parte de la ciudadanía, quiere impedir que
minorías beligerantes, que en muchos casos han sido subsidiadas por el Gobierno
–es decir, por los contribuyentes– sigan actuando como si la calle fuera suya.
A su entender, para poder levantarse nuevamente, el país tendrá que dejar atrás
una etapa signada por el clientelismo rampante que se vio estimulado por un
gobierno que repartía el dinero recaudado por el Estado según criterios
netamente políticos. De un modo u otro, procurará enseñarles a los
comprometidos con la modalidad así supuesta que si bien tienen derecho a
protestar no les está permitido violar los derechos ajenos obstaculizando el
tránsito y amenazando, aunque fuera indirectamente, a quienes sólo quieren
hacer su trabajo y vivir en paz.
Aunque Macri que, por razones nada misteriosas, preferiría
que sus primeros meses en el poder transcurrieran sin conflictos graves, ha
sido reacio a opinar acerca del caso protagonizado por Milagro Sala,
limitándose a señalar que le “parece bien que los jueces se animen a defender
el valor de la ley”, no le habrá perturbado demasiado el que la Justicia jujeña
haya ordenado la detención de la dama o que el gobernador provincial, el
radical Gerardo Morales, haya decidido acusarla de cometer una larga serie de
delitos, como fraude, el desvío de decenas de millones de pesos destinados a
ser invertidos en programas de viviendas, asociación ilícita e instigación a la
violencia que, en teoría por lo menos, podrían ser suficientes como para
ponerla entre rejas por muchos años. Si bien el objetivo inmediato de Morales
es obligar a los militantes de la agrupación Túpac Amaru, de la que Sala es la
jefa indiscutida, desmantelar lo que aún queda del campamento que desde hace
más de un mes ocupa la plaza central de San Salvador de Jujuy, sólo sería
cuestión de un paso inicial, ya que lo que tiene en mente es desmantelar una agrupación
cuyos líderes siempre se han supuesto por encima de la ley que, desde su punto
de vista, debería estar al servicio de su ideología particular.
Según los kirchneristas y sus aliados coyunturales de
diversas facciones izquierdistas, al ordenar la detención de Sala, la Justicia
jujeña la transformó en la primera presa política del régimen macrista. Es su
forma de reivindicar la idea de que las intenciones políticas de dirigentes
como Sala, con tal que merezcan su aprobación, importan mucho más que el
respeto por la despreciable legalidad “burguesa” que, como todos saben, es
intrínsecamente reaccionaria y antipopular. En base a dicho principio, una
variante levemente más sofisticada del “roba pero hace”, justifican el
enriquecimiento rapidísimo de funcionarios, crímenes perpetrados por
terroristas que en su opinión son “buenos” y otros delitos que, perpetrados por
“derechistas”, los harían estallar de indignación.
El triunfo contundente de Morales, que para muchos fue
imprevisto, en las elecciones del año pasado en que, para desconcierto de los
peronistas, obtuvo el 58 por ciento de los votos, se debió en buena medida a su
voluntad declarada de combatir la organización creada por Sala que, gracias a
los subsidios multimillonarios que le enviaba el gobierno kirchnerista, se
había erigido en una suerte de Estado paralelo “revolucionario”, de retórica
izquierdista según las pautas actuales. Para más señas, la Túpac Amaru había
comenzado a penetrar en las provincias vecinas y, según los alarmados por su crecimiento,
ha forjado vínculos estrechos con movimientos afines, pero aún más violentos,
del resto de América latina.
Como otras agrupaciones antisistema y, en muchos casos,
terroristas, que pululan en los países del mundo musulmán en que el Estado
formal nunca se ha preocupado por el destino de la gente sin recursos, Túpac
Amaru construyó poder ofreciendo servicios sociales a cambio de la adhesión a
una ideología que, según Morales, es netamente fascista. En tal empresa, Sala
resultó ser una CEO sumamente eficaz, ya que de acuerdo común logró llenar
muchos huecos atribuibles a la inoperancia del Estado jujeña para ofrecer a sus
comprovincianos más pobres una amplia gama de servicios sociales valiosos. Con
todo, Túpac Amaru nunca dejó de ser un producto extremo del clientelismo que ha
echado raíces en amplias zonas del país, en especial en las provincias feudales
del norte y en el conurbano bonaerense, lugares en que políticos inescrupulosos
se han acostumbrado a aprovechar en beneficio propio la miseria y el analfabetismo
virtual de la mayoría.
Eliminar este flagelo que durante décadas ha contribuido a
frenar el desarrollo del país no será del todo fácil. A ojos de muchos, es
normal que militantes, punteros y otros de mentalidad parecida mantengan bajo
su tutela a los necesitados. Por lo demás, pueden señalar que en una sociedad
con tantas lacras como la Argentina, las redes clientelares cumplen funciones
imprescindibles, ya que para los más pobres la alternativa a depender de la
buena voluntad interesada de un puntero no consistiría en recibir la ayuda de
un sistema asistencial no politizado, como los existentes en los países
desarrollados de otras latitudes, sino en verse abandonados a su suerte.
En provincias con problemas parecidos a los de Jujuy no se
han construido movimientos equiparables con la Túpac Amaru de Milagro Sala
porque los políticos clientelistas locales han sido capaces de impedirlo; no es
que en tales jurisdicciones el Estado haya cumplido con más éxito sus funciones
básicas que en Jujuy sino que mandatarios populistas se las han arreglado para
defender lo que toman por su propio territorio contra los deseosos de
suplantarlos.
Para disgusto de algunos liberales chapados a la antigua y
desazón de populistas que quisieran que actuara como un “neoliberal” salvaje,
Macri no se ha propuesto privatizar lo público. Parecería que el tema no le
interesa. A su modo, es mucho más estatista que su antecesora Cristina. A
diferencia de la ex presidenta, que sólo pensaba en incorporar el sector
público a sus propios dominios, colmándolo de militantes presuntamente leales a
su persona y usándolo como una esponja para absorber a quienes de otro modo
nunca encontrarían trabajo, el ingeniero aspira a profesionalizar las diversas
instituciones estatales para que funcionen mejor. Da a entender que le importa
mucho más la calidad que la cantidad. Si Macri tiene una ideología, es una
“meritocrática”, para no decir “elitista”, sin connotaciones izquierdistas o
derechistas evidentes. Como es natural, tal actitud asusta sobremanera a
aquellos operadores políticos y sindicalistas que han sabido aprovechar las
deficiencias del orden ya tradicional para asegurarse el apoyo de los muchos
que, si no fuera por la protección que les brindan padrinos politizados,
correrían el riesgo de caer en la miseria más absoluta.
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