sábado, 1 de agosto de 2015

Amar después de Auschwitz

La última novela de Andrés Sorel, «...y todo lo que es 
misterio», hace renacer el tiempo del corazón que vivieron 
los poetas Paul Celan e Ingeborg Bachmann.

Ingeborg Bachmann y Paul Celan: el amor perfecto que no pudo ser...
Por PGR

Fue Adorno el que se preguntaba si era posible escribir poesía después de Auschwitz. Esa pregunta se la hicieron muchas veces los poetas Ingeborg Bachman y Paul Celan. Y respondieron sí con hermosos versos. Se preguntaron si era posible amar después de aquello, “lo ocurrido” lo llamaba él, rumano de origen judío; él, capaz de encontrar la palabra precisa, pero que se quedaba mudo ante lo innombrable, “lo ocurrido”. 

Y respondieron sí con sus vidas, su historia de amor y muerte. La recrea la última novela de Andrés Sorel, titulada con palabras de los protagonistas: ...…Y todo lo que es misterio. Porque formalmente lo son, pero en realidad protagonistas son sus palabras, sus versos, sus cartas... Más que personajes son personas, aunque no es una biografía, ni de una reconstrucción histórica, sino de una vivificación. La relación de Bachmann y Celan cobra vida en la narración de otros amantes: Alma y Tristán. Surgen en la España del 38, tras el bombardeo de Alcañiz, donde ella pierde a su madre y él, la patria. En el exilio conocerá a Celan, pudiendo dar cuenta a Alma de sus silencios, de su mirada, de su tristeza. A partir de ellos, Alma recrea la historia de los poetas hasta descubrir el misterio de un amor perfecto que no pudo ser.

Celan nació en Bucovina (Rumanía, hoy Ucrania) en una familia judía que sufrió la ocupación nazi en 1941: sus padres murieron en un campo de exterminio y él pasó por uno de trabajo. Los traumas se grabarían en su mente y en su verbo. Les daría salida en poemas tan bellos como crueles:

(...) El cabello de mi madre nunca llegó a ser blanco. Diente de león, tan verde es la Ucrania. Mi rubia madre no volvió a casa.

Pero sería feliz cuando conoció a Ingeborg Bachmann en Viena, en mayo del 48. Había nacido hacía 22 años en Klagenfurt, Austria, donde de niña había vito desfilar a los nazis por su ciudad, lo que la marcaría de por vida. Estudiaba filosofía en Viena, levantando la voz contra gurús como Heidegger y escribiendo poesía. En una reunión con amigos comunes cruzaron la mirada y el corazón. Esa primavera supuso para ambos una cumbre de felicidad, creación, poesía y amor que no se repetiría en el resto de sus cortas vidas, apenas un reflejo años más tarde, pero de momento, estaban en la nube:

Mi ojo desciende al sexo de la amada: nos miramos, nos decimos lo oscuro, nos amamos uno al otro como amapola y
memoria (...)

Juntos se proponen redimir el lenguaje, levantar de las cenizas la lengua de los asesinos, su amado y odiado alemán, pero siguen distintos caminos. En la senda de Celan pesa la memoria, el éxito renuente, una acusación de plagio que le mata prematuramente y el decadente refugio en la religión. En la de ella, los hombres –amantes o no– que siempre la rodean, un país que la agobia y una celebridad que la convierte en lo que no es y en lo que no quiere ser. Ya solo se amarán a destiempo, con intermitencias, en medio de malentendidos y desencuentros. Y se volverán a juntar en la enfermedad –los pasos por sanatorios mentales, los tratamientos con electrochoques y las drogas incapacitantes se suceden en las vidas de ambos, en ocasiones, y sin saberlo, de modo paralelo– y en la muerte. Celan se arrojó al Sena desde el puente Mirabeau, en París, el 20 de abril de 1970. Bachman escribe:

(...) Solos están todos los puentes, pues él alcanza las tijeras del sol en la niebla y al deslumbrarlo lo abraza la niebla en su caída.

Atrás quedaba el relato inocente de la primavera, cuando ella escribía inocente, entonces, cruel, al paso de los años: “Llévame al Sena, vamos a mirar bien adentro hasta que nos hayamos vuelto pececitos y nos reconozcamos”.

Fue en la muerte en lo que se reconocieron poco después, en 1973, al incendiarse su cama en Roma, donde Bachmann había decidido vivir. La memoria les acogió como los poetas extraordinarios que fueron. La amapola aún vive.

© Filosofía Hoy

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