domingo, 22 de febrero de 2015

La verdad detrás del nuevo relato

Por Jorge Fernández Díaz
"Cometimos un error garrafal. Le regalamos la épica a la oposición", se horrorizaba un integrante del área de comunicación del Gobierno el jueves 19. Tenía los diarios sobre la mesa y miraba las fotos de la marcha de los paraguas. El kirchnerismo piensa la política como teatralidad y esas imágenes conmovedoras bajo la lluvia le arrebataron el monopolio del efectismo cinematográfico. A esa misma hora, mientras el dramaturgo de Balcarce 50 se lamentaba, un fiscal, que había sido vivado por la multitud en la víspera, recibía en su despacho a doce colegas.

Había en esa improvisada y escalonada comitiva jueces y fiscales, y todos lo felicitaban y alentaban, y le confesaban su arrepentimiento por no haber asistido a esa ceremonia trascendental. Todos entendían que el principal mensaje de la sociedad movilizada no era para Cristina Kirchner, sino para ellos mismos. No les faltaba razón. Llamó mucho la atención la presencia en la concentración de vastos sectores despolitizados, gente de clase media que suele ensimismarse en su vida privada y que no sigue detalladamente las peripecias de la esfera pública. Tal vez había allí incluso muchos votantes pasivos de aquel remoto 54%: personas bendecidas por el alto consumo e impactadas en su momento por la muerte de Néstor Kirchner que se habían desentendido desde entonces y a quienes el atronador disparo en la sien de Nisman las había despertado de la siesta. En política, la muerte siempre mete la cola. Ciudadanos de a pie sin ningún vínculo entre ellos, firmes bajo el diluvio tropical, refirieron a distintos movileros que se sentían extraños: la Argentina les resultaba irreconocible. Este país se ha convertido en una cosa deforme y agresiva, cruzada por divisiones y por mafias, insistían con asombro. Para muchos fue un amargo despertar; para otros, la ratificación de sus enconos y temores. Todos juntos formulaban, sin embargo, una misma demanda. Telegrama urgente para jueces y fiscales: pónganse los pantalones largos y dejen de hacer la venia; luchen contra la impunidad y la corrupción.

La Presidenta leyó bien ese subtexto que se mascullaba bajo los paraguas y el temporal. La primera respuesta a la movilización fueron sus calculadas bromas sobre el horóscopo chino, que desgranó en el día de su cumpleaños a través de su cuenta de Twitter. Allí habló de las increíbles coincidencias astrales que había entre ella, Néstor, Mao y Xi Jinping. Su idea era transmitir despreocupación frente al cimbronazo: soy impermeable a lo que "ellos" piensan sobre "nosotros". La segunda respuesta consistió en organizar una contramarcha para el 1° de marzo, cuya millonaria financiación saldrá del bolsillo de los contribuyentes. Su lema es "la democracia no se imputa". Como si Cristina fuera la personificación total de la democracia, una deidad que está por encima de los mortales y que no puede ser pasible de una investigación judicial. El tercer paso fue amenazar directamente a los magistrados: "No se les ocurra hacer ningún gesto que pretenda desestabilizar al Gobierno porque las situaciones van a ser muy malas", mandó decir al secretario general de la Presidencia. Por "gesto" debe entenderse cualquier diligencia o fallo que afecte a los miembros más encumbrados del Poder Ejecutivo. La idea de que una mera medida judicial pueda hacer tambalear un gobierno fuerte al que encima le faltan pocos meses para despedirse no es seria; se trata más bien de un chantaje político y sentimental. El cristinismo le pide a la Justicia, en verdad, que devuelva las múltiples causas por corrupción a sus cajones y que mire para otro lado; de lo contrario, se las tendrá que ver con su furia destructiva. Ese inédito ultimátum chocó con dos "gestos" demoledores: la confirmación del procesamiento al vicepresidente de la Nación por coima que realizó la Cámara Federal porteña y el respaldo de la Sala I del Tribunal de Apelaciones para que el juez Bonadio avance sobre la causa Hotesur, profundice la pesquisa del patrimonio presidencial y eventualmente cite a declarar a Máximo Kirchner si lo cree necesario.

Tal vez desvelada por esta angustia personal, la jefa del Estado resolvió pasar ayer a la ofensiva: escribió una carta en la que intentó preparar a su militancia para una larga y cruenta jihad contra el infiel. En este caso, el "partido judicial", que vendría a reemplazar al "partido militar" y cuyo propósito sería un golpe de Estado, aunque con una "modalidad más sofisticada", como explicó, porque los jueces y fiscales articulan "con los poderes económicos concentrados y fundamentalmente con el aparato mediático monopólico, intentando desestabilizar al Ejecutivo y desconociendo las decisiones del Legislativo. Un superpoder por encima de las instituciones surgidas del voto popular". Es extraño que hable en términos de pasado acerca del "partido militar", cuando fue precisamente ella quien lo resucitó al colocar a la cabeza del Ejército a un general del Frente para la Victoria sospechado de crímenes de lesa humanidad.

El nuevo relato tiene por propósito crear otro enemigo apocalíptico que a la vez contenga a los anteriores. También, deslegitimar la protesta ciudadana y ningunear el carácter independiente de miles y miles de caminantes bajo la lluvia, con la intención de reducir ese hito popular a la mera operación de un grupo de fiscales fogoneados por dirigentes opositores que practican el golpismo. Y, finalmente, encuadrar cualquier revés en los tribunales dentro de todo este "proceso destituyente".

La realidad sin trampas ni paranoias es bien distinta, pero no menos inquietante. Los Kirchner nacionalizaron un formato único: el feudalismo provincial. Perón era populista, pero su experiencia provenía de los clásicos nacionalismos militares de la época, y Menem debió atemperar un poco sus ansias feudales aprendidas en La Rioja porque no hacían juego con el neoliberalismo que abrazaba. El feudalismo aldeano de los Kirchner, que a pesar del barniz progre tanto se parece al proyecto rancio de los Saadi y los Juárez, representa una experiencia nueva para la Argentina. Esta configuración ha sido muy poco estudiada por los cientistas políticos, que por desgano se han contentado con emparentar a los kirchneristas con el chavismo, evadiendo el hecho de que el modelo no estaba afuera, sino adentro: siempre fue Santa Cruz. Ese modelo monárquico y atrasado que toma de rehén al Estado y propende al discurso único, y que otras provincias acuñan también para escándalo de la república moderna, está preparado para la eternidad y no concibe la alternancia. Es por eso que se autoriza a ser reeleccionista y dinástico, y, a la vez, a producir todo tipo de estropicios institucionales y eventualmente a enriquecerse por el camino "para hacer política". La perpetuidad les garantiza anular expedientes y manipular jueces; la variación electoral no faculta esos sucesivos operativos de limpieza. El problema es que el cristinismo no previó la muerte del líder ni que la re-reelección se abortaría con el voto castigo; tampoco que no encontraría un pariente potable o un sucesor claro que le brindara garantías absolutas. Cuando mermó el poder y los jueces fueron abandonando el miedo, el kirchnerismo perdió los estribos y lanzó una andanada salvaje contra todo aquel que osara juzgarlo. Nisman fue parte de esa hostilidad, y su muerte significa por eso, y no por otra cosa, una bisagra. Su desenlace sacudió a sus camaradas y rescató a miles de argentinos de la pasividad y la indulgencia. En una vuelta de tuerca dramática, esa gente exige ahora a los jueces y fiscales que no se acobarden y que vayan hasta el hueso.

No sé qué dirá el horóscopo chino, pero da la impresión de que para la Presidenta este año no viene bien aspectado.

© La Nación

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