miércoles, 25 de febrero de 2015

La dicotomía entre los malos y los buenos

Por Américo Schvartzman

Papi: ¿Cristina es buena o mala?
(O Chávez. U Obama. La pregunta de mi hija menor frente al noticiero nunca tuvo respuesta fácil).

La tendencia a ver todo en blanco o negro –común en los niños pequeños, para quienes el mundo se reduce a opciones antitéticas– está arraigada en la cultura. Incluso las herramientas de análisis más sutiles se suelen reducir a ese dualismo. 

La dialéctica hegeliana, por ejemplo, es uno de los más sofisticados intentos de abandonar esquemas de baja complejidad para comprender las múltiples contradicciones. Postulaba que nada podía ser comprendido, sino como parte de un sistema complejo. Pero en la práctica política se tradujo en fórmulas simplonas, como la de discriminar la contradicción principal de las secundarias, para definir “el enemigo” y transformarse en una formulación aggiornada del viejo “estás conmigo o contra mí”.

Rodolfo Walsh percibió esa incapacidad de registrar los matices –y la señaló con dureza– en su crítica a la conducción montonera cuando la acusó de no entender la dialéctica: “Es como si no pudiéramos tener dos ideas en la cabeza al mismo tiempo: si hay contradicciones, las consideramos antagónicas; cuando nos damos cuenta de que no son antagónicas, nos olvidamos de que existen. Eso es reaccionario: anular con una opinión hechos de la realidad”.

Aun la versión oriental de la dialéctica –la acción recíproca del yin y el yang, como origen de todos los fenómenos– no escapó a esa tergiversación. Lu Sin, padre de la moderna literatura china, denunció la justificación filosófica de la dominación de las mujeres: “pertenecen al yin”, elemento negativo por contraposición al yang, principio dominante masculino y positivo.

En su libro El crecimiento de la mente, de 1997, Stanley Greenspan describe esa manera binaria de comprender la realidad con palabras que lo hacen parecer redactado tras la más reciente cadena nacional:

“Las personas con dificultades para resolver problemas se parecen a los niños pequeños en su tendencia a polarizar los asuntos, lo que les lleva a expresarse mediante exigencias inflexibles, eslóganes y rituales. Se ven a sí mismos como los buenos de la película, y sus adversarios, por definición, encarnan el mal. Todo lo bueno está de un lado, todo lo malo del otro. (…) Al polarizar, las posiciones se endurecen y ofuscan cualquier percepción de que la otra persona también puede tener un motivo de queja legítimo. Cada uno pasa por alto su propia contribución al incremento del conflicto y se cree su versión de los acontecimientos (…) Tanto las bandas juveniles como los ideólogos dividen el mundo en ‘nosotros’ y ‘ellos’. Los eslóganes borran todas las tonalidades grises, los matices que se requieren para una valoración precisa de un individuo o de una situación. Las respuestas ritualizadas impiden a las personas darse cuenta de que lo ven todo en blanco o negro. La polarización además alimenta la necesidad de ganar incondicionalmente: la solución satisfactoria consiste en la plena consecución de las exigencias”.

Greenspan y los psiquiatras evolutivos dicen que la capacidad para comprender a los demás (indispensable para una pacífica resolución de conflictos) puede educarse. Requiere decisión para enfrentar esos rituales que impiden a las personas darse cuenta de que se pierden los matices.

Nada de lo que dicen “ellos” puede ser rescatable. Todos los pecados de quien está con “nosotros” debe ser disimulado. La confrontación de afirmaciones agraviantes y fanáticas clausura cualquier debate posible sobre el interés público: aquello que un futuro gobierno debería mantener y aquello a corregir para garantizar derechos a sus habitantes, y sobre todo, para que el cambio de gobierno deje de ser un cataclismo para convertirse en un suceso rutinario de la democracia.

Cualquier coincidencia con la realidad argentina… depende de todos nosotros. Requiere entender que sólo hay “nosotros”. No hay “ellos”. Nunca es tarde para empezar.

© La Vanguardia

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