Por Luis Gregorich |
En El muerto, un
clásico cuento de Jorge Luis Borges, se nos presenta el inexorable camino vital
de su protagonista, Benjamín Otálora, "un triste compadrito sin más virtud
que la infatuación del coraje", que del arrabal porteño pasa a la frontera
uruguayo-brasileña y cree convertirse en jefe de una banda de contrabandistas,
cuando en realidad ya ha sido condenado a muerte por el verdadero jefe, y el
fin del cuento es el disparo que acaba con su vida.
La todavía enigmática muerte del fiscal Alberto Nisman
parece tener en común con esta historia, aparentemente, sólo el título y el
final. Pero quien haya leído el cuento encontrará algunas otras resonancias.
Podrá reflexionar, por ejemplo, sobre el coraje (sin que éste sea necesariamente
la única virtud de quien lo posee), sobre las distintas formas de la ilegalidad
y el delito, y sobre la orgullosa impunidad de los que ejercen estas prácticas.
Después del torrente retórico, de cierto abuso de las
grandes palabras que motivó (justificadamente) el caso Nisman, resulta difícil
y quizás inútil presentar interpretaciones personales acerca de un hecho
signado por la confusión deliberada y las constantes contradicciones. La única
verdad es que este crimen o suicidio ya ha conquistado la dudosa cualidad de
situarse a la par de otros hechos de sangre de nuestra historia ampliamente
estudiados (piénsese, y no exageramos, en el fusilamiento de Dorrego, el
asesinato de Urquiza o el suicidio de Lisandro de la Torre, para no mencionar
el suicidio de Juan Duarte y, más cerca, el asesinato de José Luis Cabezas).
Tal vez un aspecto original del nuevo caso sea la reacción
que ha provocado en la gente. Pocas veces el sacudimiento fue más intenso.
Aunque insisto en renegar de las grandes palabras, las referencias al
desamparo, a la orfandad, al temor articularon el discurso de los medios, y
fueron compatibles con lo que experimentaban los ciudadanos. En mis diálogos
con parientes y amigos no pude menos que sentir la indignación y el
desconcierto, juntos o enredados, y que marcaban un cambio de escenario que no
podía ser detenido. No dejemos de insistir en lo obvio: la muerte de Nisman fue
un durísimo golpe para nuestra sociedad.
Vale la pena, por lo menos para ayudarnos mutuamente,
ensayar un análisis político. Primero tratemos de ver claro en lo que concierne
a la conducta del Gobierno en esta trama.
Nobleza obliga: debo decir que, por lo que se ha visto (y
escuchado por obra y gracia de variados celulares) hasta ahora, respecto de la
denuncia contra la Presidenta y otros altos funcionarios por el delito de
encubrimiento en el caso AMIA, el saldo no nos resulta contundente ni alcanza
el carácter de prueba definitiva. Si esto fuera todo, dudaría en levantar mi
mano para señalar a los supuestos acusados, aunque ninguno de éstos me
despierte simpatía.
Sin embargo, la torpeza de la defensa oficialista, basada en
ataques personales al fiscal acusador, invita a sospechar, inevitablemente, que
Nisman sabía más de lo que revelaba, y que debía silenciárselo de cualquier
forma. Llaman la atención, muy especialmente, las dos cartas enviadas por la
Presidenta a través de Facebook y su blog personal. Siempre hemos respetado a
Cristina Kirchner, como presidenta y en su condición de mujer, pero estos
textos merecen una dura crítica.
En la primera carta, la mandataria empieza dando por sentado
que el fiscal se suicidó (aunque más adelante lo pone entre signos de
interrogación) y continúa, a lo largo de cuatro páginas, basándose en esa
premisa. Esta afirmación presidencial suscitó, en forma inmediata, un coro
obsecuente de funcionarios que también empezaban sus declaraciones
preguntándose acerca del "misterio" que implicaba una decisión tan
drástica como la de suicidarse (es decir, dando por sentado que se había
tratado de un suicidio).
Dos días más tarde, la Presidenta escribe y publica otra
carta, que desmiente y refuta a la primera. Ahora adscribe a la hipótesis de
que "no fue un suicidio", complicando todo con un relato detectivesco
en el que no faltan las conspiraciones y los cambios de personalidad.
Curiosamente, la Presidenta se "coloca" fuera de los lugares de
mando, como si fuera una simple observadora o cronista, o una perseguida por
oscuros poderes a los que no termina de nombrar. Los pobres aplaudidores ya no
saben qué pensar ni qué declarar a la prensa.
Debemos, otra vez, partir de cero. La sospecha ha sido
oficialmente trasladada a indeterminados grupos de tareas, o a rebeldes dentro
de la SIDE, o incluso a integrantes de la custodia del fiscal. Si damos esta
visión por verdadera, enseguida se abren dos caminos, igualmente inquietantes:
o la Presidenta no controla sus propias fuerzas de seguridad, o sí las controla
y les encomienda operativos no permitidos por las leyes. Estaríamos ante una
crisis de autoridad o ante una dictadura. Ojalá nuestra lectura no sea la
correcta.
El Frente para la Victoria, conglomerado hegemonizado por el
peronismo y que es la columna vertebral del Gobierno en el Congreso, procura
mantener la calma frente al comienzo del año electoral, no entrar en una guerra
de desgaste con sus rivales y dejar, sobre todo, que pase el tiempo. Da un poco
de pena ver a su principal precandidato, Daniel Scioli, recluido en la
meditación y sin participar en los debates que han estado a la orden del día.
Mientras tanto, ¿qué ocurre con la oposición (con los
principales partidos que la integran) y con las organizaciones no
gubernamentales que suelen movilizarse ante una emergencia nacional? ¿Estamos,
realmente, ante esa clase de emergencia? Es probable que no sea así, pero
también puede que estemos a un paso ?de afrontarla.
Los partidos opositores, salvo honrosas excepciones, están
enfrascados en sus internas y por el momento se han limitado a apariciones
mediáticas en las que exigen, con mayor o menor énfasis, la prosecución de las
investigaciones que se refieren al caso Nisman y en donde reclaman, como es
lógico, un tratamiento del tema sostenido por el buen criterio y la
independencia de la Justicia.
¿Eso es suficiente? ¿No hay nada más que se pueda hacer?
Desde hace tiempo, la creatividad de los partidos políticos argentinos, y su
capacidad para representar a los ciudadanos de a pie, se ha reducido
lamentablemente. En estos días se han reunido poco para trabajar en forma
conjunta (en el Congreso o en la calle), y han tenido escasa capacidad para
brindar un mensaje de esperanza a los que desesperan de la democracia ante la
muerte de Alberto Nisman. Nuestros partidos son expertos en el lamento y la
queja, pero cuando llega el momento del coraje y el riesgo suelen dar la
vuelta. Quizá se trate de ayudar a la presidenta actual para que termine en paz
y con legalidad su mandato, sin que sea necesario anticipar las elecciones.
Quizá se trate, por fin, de construir un frente que sea capaz de concluir con
años de corrupción y enfrentamientos.
No les pedimos esfuerzos sobrehumanos. Sólo actuar con
lucidez, con pleno raciocinio y sin prejuicios personalistas. Es difícil de
pensar ahora, pero podría estar cerca el momento en que la oposición eligiese,
en una gran interna, a un candidato único para la próxima presidencia, cuyo
sendero estará sembrado de dificultades. Casi imposible no significa imposible.
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