El jefe del Ejército
es el preferido de CFK y el nuevo mandamás
de los espías del Gobierno.
Por James Neilson |
Si no fuera por la voluntad evidente de Cristina de
respaldarlo, César Milani ya estaría compartiendo el destino ingrato de
centenares de camaradas que están pudriéndose en la cárcel; en la Argentina
kirchnerista, los militares juzgados culpables de haber violado los derechos
humanos ajenos hace más de treinta años suelen verse privados de los propios.
Pero, felizmente para Milani, la Presidenta se resiste a soltarle la mano.
Para
incomodidad de los integrantes de las agrupaciones izquierdistas que se han
apropiado del tema de los derechos humanos, extrañeza de otros y, hay que
decirlo, regocijo de muchos opositores, Cristina optó por minimizar la gravedad
de los cargos en contra del teniente general, el que, por su parte, no ha
vacilado en declararse un militante de la causa nacional y popular, lo que,
según parece, ha sido más que suficiente como para asegurarle un grado de
impunidad que ha sido negado a los demás uniformados.
Aníbal Fernández insiste en que, si Milani es procesado,
como parece probable ya que un fiscal federal tucumano lo tiene en la mira,
Cristina lo pasará a retiro. ¿Lo hará? Es posible, pero no le gustaría para
nada sentirse obligada a resignarse a lo que, de acuerdo común, sería una
derrota sin atenuantes, una manifestación de debilidad que tendría
repercusiones muy fuertes en su propio entorno donde hay muchos personajes,
como Amado Boudou, que dependen de la protección que les brinda. Tal y como
están las cosas, Cristina podría decidir que no tiene más alternativa que la de
ser intransigente, ya que, de ceder un solo milímetro, todo podría derrumbarse
en un lapso muy pero muy breve.
En el mundo político, manda el pragmatismo. Todo depende de
las circunstancias. Los más interesados en ver entre rejas a Milani por lo que
hizo o no hizo en 1976 son referentes que desaprueban la forma, en su opinión
vengativa, que ha caracterizado la campaña kirchnerista contra los militares
acusados de participar de la represión ilegal, mientras que los más dispuestos
a defenderlo incluyen a quienes no soñarían con perdonar a ningún reaccionario
por lo hecho en su juventud cuando estaba de moda coincidir en que, como decía
Mao Tse-tung, “el poder político brota del cañón de un fusil” y, para más
señas, los biempensantes festejaban las hazañas sanguinarias de sujetos como el
“Che” Guevara y Fidel Castro. Asimismo, es por motivos que no tienen nada que
ver con los principios morales que reivindican que personas como Cristina, que
obraron para expulsar a los militares de la arena política y avalaron con
entusiasmo la Ley de Defensa Nacional que les prohíbe realizar tareas de
espionaje interno, han querido hacer una excepción de Milani.
¿Por qué? Parecería que solo la Presidenta sabría la
respuesta a dicho interrogante. Cristina elige a sus favoritos –el guitarrista
aficionado Boudou, el chiquito marxokeynesiano Axel Kicillof, César Santo
Gerardo del Corazón de Jesús Milani– según criterios que para todos salvo sus
íntimos son misteriosos. ¿Privilegia la estética, detecta en individuos
determinados cualidades que ignoran los demás, los cree leales? Puede que en el
caso de Milani haya incidido la atávica convicción peronista de que las
revoluciones sociales necesitan contar con la participación activa de caudillos
militares, “comandantes” natos capaces de infundir temor o, al menos, hacer
gala de cierta autoridad, como hacía el fundador del movimiento en el que se
incubó el kirchnerismo.
En tal caso, sería natural que Cristina, al acercarse al fin
no deseado de su gestión y temer caer víctima de aquellos insaciables “poderes
concentrados” que la amenazan, quisiera tener a su lado al jefe del Ejército,
sobre todo por tratarse de un especialista en lo que los militares llaman
inteligencia y que, supondría, sería capaz de desbaratar todas las muchas
conspiraciones que están urdiendo sus enemigos. De ser así, se trata de una
apuesta muy arriesgada; además de inyectar a las fuerzas armadas el virus de la
politización, de tal modo planteando el peligro de que vuelvan a las andadas, a
la Presidenta no le convendría confiar demasiado en intrigantes vocacionales
que, lo mismo que aquellos jueces que, cuando un gobierno está por irse, nos
sorprenden procesando a funcionarios vulnerables, podrían llegar a la
conclusión de que les sería mejor intentar congraciarse cuanto antes con alguno
que otro presidenciable opositor.
A Cristina y sus simpatizantes más fervorosos les ha costado
adaptarse a la democracia, un orden sociopolítico que a su entender es
grisáceo, insulso y nada heroico. Sienten nostalgia por los años “de lucha” que
culminaron inevitablemente con la dictadura militar. Eran tiempos emocionantes
para quienes se imaginaban peleando por un futuro glorioso, razón por la que
quieren perpetuarlos. Así, pues, si bien en la década de los noventa del siglo
pasado las fuerzas armadas dejaron de constituir un “poder fáctico”, los
kirchneristas seguirían hablando como si se vieran rodeados de golpistas,
generales ambiciosos disfrazados de ejecutivos mediáticos resueltos a tomar
nuevamente el poder y otros de la misma calaña. No se trataba tanto de una
estrategia presuntamente astuta cuanto de lo difícil que les resultaba salir
del universo mental al que se habían acostumbrado para internarse en uno
radicalmente distinto, uno democrático en el que tendrían que perder mucho
tiempo dialogando con adversarios en busca del siempre esquivo consenso.
En el mundo al que Cristina y los muchachos ya maduros –en
términos biológicos, se entiende– de La Cámpora quieren regresar, aliarse con
un militar que jura ser tan nac&pop como el que más tiene sentido. En el
que formalmente existe, en cambio, parece inexplicable la voluntad de la
Presidenta de invertir una parte sustancial de su capital político en defender
a un personaje acusado no solo de haber sido un “genocida” (en la Argentina la
inflación afecta hasta a las palabras), que presuntamente tuvo que ver con la
desaparición de un conscripto, sino también de enriquecimiento ilícito.
Atando cabos, los que procuran elucidar el opaco melodrama
político nacional vinculan la negativa de Cristina de abandonar a su suerte a
Milani con la purga que, hacia fines del año pasado, llevó a cabo en la
Secretaria de Inteligencia al echar a dos amigos de Néstor, ubicando en la
cúpula del organismo célebremente incontrolable a quien durante años la había
servido, con la lealtad debida, como secretario de la Presidencia, Oscar
Parrilli. Dan por descontado que lo que Cristina se ha propuesto es movilizar a
los espías tanto civiles como militares para que libren batalla contra las
huestes judiciales que la tienen cercada.
¿Qué harían para defender a la reina contra los insurrectos
que la están atacando? Es de suponer que, por ser espías profesionales, se
pondrían a hurgar en la vida privada de jueces y fiscales molestos, además de
la de los siniestros golpistas mediáticos, con la esperanza de encontrar
evidencia de que son auténticos canallas o, si no hallan nada, de fabricarla.
En efecto, con el propósito de amortiguar el impacto de las denuncias
terriblemente verosímiles dirigidas contra Cristina y sus familiares,
comenzando con Máximo, que según algunos se han alzado con miles de millones de
dólares mal habidos, distintos kirchneristas están esforzándose por hacer creer
que quienes las formulan, entre ellos el juez Claudio Bonadio y la progre
Margarita Stolbizer, también se han enriquecido ilícitamente a costillas de la
buena gente: el magistrado por ser condueño, con el veinte por ciento de las
acciones, de una estación de servicio y la política bonaerense por poseer un par
de casas modestas y un Volkswagen. Como pudo preverse, la torpe contraofensiva
así ensayada solo sirvió para poner en ridículo a los kirchneristas.
Si fuera previsible que los espías de Milani y de la ex
SIDE, reforzados éstos por la incorporación de militantes camporistas, se
limitaran a recabar información que podría resultarles útil, las maniobras
recientes de Cristina no ocasionarían mucha preocupación. En el clima enfermizo
imperante, los secretos que podrían destapar, por tremendos que fueran,
resultarían innocuos, ya que todos salvo los kirchneristas más empedernidos los
atribuirían a la malicia oficialista.
Lo que sí es preocupante es que una presidenta en apuros
haya decidido aliarse con militares y la gente de un organismo tan tenebroso
como la SI, puesto que la diferencia entre las fuerzas armadas y los servicios
de inteligencia del resto de la sociedad consiste en que aquellos, para alcanzar
sus fines, suelen emplear medios violentos. ¿Creerían los ultras del
kirchnerismo que es tan importante su “proyecto”, “modelo” o lo que fuera, para
no hablar del futuro de la Líder Máxima, que podría justificarse cualquier
medida que sirviera para impedir que el país “vuelva para atrás” de resultas de
una elección? Con frecuencia creciente, voceros oficialistas como Jorge
Capitanich y los decididos a hundir a Daniel Scioli dan a entender que, a su
juicio, sería una catástrofe inaceptable que la Argentina se desviara un ápice
del camino trazado por los santacruceños providenciales. Tal vez solo sea
cuestión de las exageraciones retóricas a las que nos tienen habituados, pero
así y todo las profesiones de fe revolucionaria que se permiten ciertos
funcionarios son inquietantes.
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