Un texto del pensador
y ensayista
mexicano escrito en 1981
Por Octavio Paz |
Los herederos de los rebeldes juveniles han sido las bandas
terroristas. Occidente dejó de tener disidentes y las minorías opositoras
pasaron a la acción clandestina. Inversión del bolchevismo; incapaces de
apoderarse del Estado y establecer el terror ideológico, los activistas se han
instalado en la ideología del terror. Un portento de los tiempos: a medida que
los grupos terroristas se vuelven más intransigentes y audaces, los Gobiernos
de Occidente se muestran más indecisos y vacilantes.
No es que sean menos fuertes, sino que han perdido autoridad
moral para ejercerla fuerza. Este es uno de los signos de los tiempos. En la
década de los sesenta, la rebelión estudiantil los desconcertó y no supieron
oponer a las demandas y acusaciones de los jóvenes sino fórmulas hueras. Hoy
pagan las consecuencias.
Así estamos ante dos expresiones complementarias del
nihilismo contemporáneo: los Gobiernos no pueden oponer al fanatismo de los
terroristas sino su escepticismo. La más franca justificación de la necesidad
del Estado la dio Hobbes: «puesto que la condición humana es la de la guerra de
todos contra todos», los hombres no tienen más remedio que ceder parte de su
libertad a una autoridad soberana que sea capaz de asegurar la paz y la
tranquilidad de todos y de cada uno.
Sin embargo, el mismo Hobbes admitía que «la condición de
súbdito es miserable». Por tanto, la erosión de la autoridad gubernamental en
los países de Occidente debería regocijarnos a los amantes de la libertad; el
ideal de la democracia puede definirse sucintamente así: un pueblo fuerte y un
Gobierno débil.
Pero la situación nos entristece porque los terroristas
parecen empeñados en darle la razón a Hobbes. No sólo sus métodos son
reprobables, sino que su ideal no es la libertad, sino la instauración de un
despotismo de sectarios. De ahí que la blandura de los Gobiernos, lejos de
desarmarlos, los haya vuelto más intolerantes y audaces. No obstante, por más
nociva que sea la acción de estos grupos, el verdadero mal de las sociedades
capitalistas liberales no está en ellos, sino en el nihilismo predominante.
Es un nihilismo de signo opuesto al de Nietzsche: no estamos
ante una negación crítica de los valores establecidos, sino ante su disolución
en una indiferencia pasiva. Más que de nihilismo, habría que hablar de
hedonismo. El temple del nihilista es trágico; el del hedonista, resignado. Es
un hedonismo muy lejos también del de Epicuro: no se atreve a ver de frente a
la muerte, no es una sabiduría, sino una dimisión. En uno de sus extremos es
una suerte de glotonería, un insaciable pedir más y más; en el otro, es
abandono, abdicación, cobardía frente al sufrimiento y la muerte.
A pesar del culto al deporte y a la salud, la actitud de las
masas occidentales implica una disminución de la tensión vital. Se vive ahora
más años, pero son años huecos, vacíos. Nuestro hedonismo es un hedonismo para robots y espectros. La identificación
del cuerpo con un mecanismo conduce a la mecanización del placer; a su vez, el
culto por la imagen -cine, televisión, anuncios- provoca una suerte de voyeurisme generalizado que convierte a
los cuerpos en sombras. Nuestro materialismo no es carnal: es una abstracción.
Nuestra pornografía es visual y mental, exacerba la soledad y colinda, en uno
de sus extremos, con la masturbación, y en el otro, con el sadomasoquismo.
Lubricaciones a un tiempo sangrientas y fantasmales.
El espectáculo del Occidente contemporáneo habría fascina
do, aunque por razones distintas, a Maquiavelo y a Diógenes. Los
norteamericanos, los europeos y los japoneses lograron vencer la crisis de la
posguerra y han creado una sociedad que es la más rica y próspera de la
historia humana. Nunca tantos habían tenido tanto. Otro gran logro: la
tolerancia. Una tolerancia que no sólo se ejerce frente a las ideas y las
opiniones, sino ante las costumbres y las inclinaciones. Sólo que a estas
ganancias materiales y políticas no ha correspondido una sabiduría más alta, ni
una cultura más profunda. El panorama espiritual de Occidente es desolador:
chabacanería, frivolidad, renacimiento de las supersticiones, degradación del
erotismo, el placer al servicio del comercio y la libertad convertida en la
alcahueta de los medios de comunicación.
Pero el terrorismo no es una crítica de esta situación: es
uno de sus síntomas. A la actividad sonámbula de la sociedad, girando
maquinalmente en torno a la producción incesante de objetos y cosas, el
terrorismo opone un frenesí no menos sonámbulo, aunque más destructivo.
Es lo contrario de una casualidad que el terrorismo haya
prosperado, sobre todo, en Alemania, Italia y España. En los tres países, el
proceso histórico de la sociedad moderna -el tránsito del Estado absolutista al
democrático- fue interrumpido más de una vez por regímenes despóticos. En los
tres la democracia es una institución reciente. El Estado nacional -necesario
complemento de la evolución de las sociedades occidentales hacia la democracia-
ha sido una realidad tardía en Alemania e Italia.
El caso de España ha sido exactamente el contrario, pero los
resultados han sido semejantes: los distintos pueblos que coexisten en la
Península ibérica fueron encerrados desde el siglo XVI en la camisa de fuerza
de un Estado centralista y autoritario. Esto no quiere decir, por supuesto, que
los alemanes, los italianos y los españoles estén condenados, por una suerte de
falta histórica, al terrorismo. A medida que la democracia y el federalismo se
afirmen (y con ellos, el Estado nacional), el terrorismo tenderá a declinar. En
realidad, ha desaparecido ya casi enteramente de Alemania. No es aventurado
suponer que en España, a pesar del recrudecimiento de los atentados en los
últimos meses, también va a decrecer. No será la represión gubernamental, sino
el establecimiento de las libertades y autonomías locales y regionales lo que
acabará con el terrorismo vasco. ETA está condenada a extinguirse, no de golpe,
sino a través de un paulatino, pero inexorable, aislamiento. Apenas deje de
representar una aspiración popular, la soledad la llevará a la peor de las
violencias: el suicidio político.
El problema de Italia es de más difícil solución, porque las
actividades de los terroristas son más que nada la consecuencia de la crisis
del Estado italiano, resultado a su vez de la doble parálisis de los dos
grandes partidos, la Democracia Cristiana y los comunistas. El Gobierno gira
sobre sí mismo sin avanzar, porque el partido en el poder, la Democracia
Cristiana, no tiene ya más proyecto que mantener el statu quo. Instalada en el
inmovilismo, vive de expedientes, subterfugios, trampas. No gobierna o, más
bien, ha reducido el arte de gobernar a un juego de manos: lo que cuenta es la
sutileza, la habilidad para el compromiso y la componenda. Por su parte, el
partido comunista no sabe qué camino tomar. Ha renunciado al leninismo, pero no
se atreve a abrazar plenamente el socialismo democrático. Oscila entre Lenin y
Kautsky, sin encontrar todavía su rumbo propio. Otro tanto le ocurre en materia
de política exterior: acepta la necesidad, y aun la conveniencia, de la OTAN,
pero no acaba de romper con Rusia. Así, por estar al mismo tiempo con Dios y
con el diablo, no está con nadie. En suma, la vida política italiana es
agitadísima, y, no obstante, en ella nada sucede. Todos se mueven y nadie
cambia de sitio. La cólera fría y obtusa de los terroristas y de sus pedantes
profesores tampoco es una salida: Italia sufre cruelmente la ausencia de un
socialismo democrático.
¿Y el caso de Irlanda del Norte? Se trata, a mi modo de ver,
de un fenómeno muy distinto. El terrorismo irlandés nació de la alianza
explosiva de dos elementos: un nacionalismo impregnado de religiosidad y la
injusta situación de inferioridad a que ha sido sometida la minoría católica.
La historia del siglo XX ha confirmado algo que sabían todos los historiadores
del pasado y que nuestros ideólogos se han empeñado en ignorar: las pasiones
políticas más fuertes, feroces y duraderas son el nacionalismo y la región.
Entre los irlandeses, la unión entre religión y nacionalismo es inextricable. Por
eso es natural, aunque no sea racional, que los católicos vean a los
protestantes de Irlanda del Norte como doblemente renegados.
Por último, a la inversa de los vascos, que no quieren
unirse con nadie, salvo con ellos mismos, los católicos de Irlanda del Norte se
sienten parte de la República de Irlanda. Pero una cosa es el nacionalismo
católico de Irlanda del Norte y otra el IRA. Dos circunstancias juegan en
contra de esta organización: la primera es que la población católica es la
minoritaria; la segunda, que tanto sus métodos como su programa político (un
socialismo a la moda árabe o africana) le han hecho perder partidarios y
amigos, lo mismo en la República de Irlanda que en Irlanda del Norte. El
asesinato de lord Mountbatten fue reprobado por muchos que simpatizaron al
principio con los terroristas. A medida que el IRA se radicaliza, se aísla. No
obstante, prosigue su lucha y no es fácil que sea abatido. La razón: el
problema no puede ser resuelto por las armas, sino por una fórmula que
satisfaga, al menos en parte, las aspiraciones de los católicos de Irlanda del
Norte. La situación tiene más de una semejanza con la de los palestinos e
israelíes: se trata de satisfacer las aspiraciones contradictorias y
excluyentes, pero igualmente legítimas, de dos comunidades.
Selección: Agensur.info
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