viernes, 25 de julio de 2014

Un legado espurio / El fin de la hegemonía deja al desnudo las grietas

Por Natalio Botana
Cualquiera que sea el resultado de esta ronda de negociaciones con los holdouts, el Estado y la sociedad siguen empantanados, no logran avanzar y declinan. Se trata, en efecto, de una doble declinación, como si el Estado no respondiese a las exigencias planetarias de la modernización, y la sociedad, por su parte, comenzara a sufrir las inclemencias del desempleo y la caída de los ingresos carcomidos por la inflación.

Hace más de medio siglo, Jean Monnet, uno de los padres fundadores de la Unión Europea, anticipaba el futuro mediante el aforismo: "Vivir mejor produciendo mejor". La Argentina -es sabido- ha puesto en marcha una revolución productiva en el sector agropecuario, pero la incompetencia para definir una política de inversiones, la erosión de la seguridad jurídica y la incertidumbre y desconfianza que estas deficiencias conllevan están impactando en el empleo y en las oportunidades de ascenso social.

Por gravitación de los hechos, cuando flaquea el proyecto de una hegemonía excluyente, crecen los conflictos sociales, los sectores afectados se movilizan y el espacio público se agita. Reaparece de este modo un país conflictivo, cuyos dirigentes, incapaces de comprender lo que pasa, se aferran al anacronismo y sueñan con realineamientos apoyados en China o en Rusia en el contexto de una supuesta crisis terminal del capitalismo.

En rigor, estas ilusiones geopolíticas carecen de sustento económico porque la realidad nos enseña que la visión de Jean Monnet se ha ensanchado hasta el punto de que la carrera de la productividad abarca hoy a otros actores antaño impensados. China es el ejemplo más citado, no tanto por sus pretensiones de pesar en el tablero internacional cuanto por el vigor que ha mostrado su tasa de acumulación de capital. Deberíamos tomar nota de estos datos que, en ausencia de una mayor modernización y productividad de nuestra parte, podrían desenvolver nuevas relaciones de dependencia.

Estos desplazamientos imaginarios poco tienen que ver con las carencias que a diario nos hostigan y con los sentimientos crecientes de disconformidad, desarraigo y rebelión. ¿En qué medida las nuevas formas de empleo podrán despegar en la Argentina a la par de la productividad y de las grandes corrientes de inversión que hoy circulan por el planeta? ¿En qué medida nuestra sociedad está preparada para alojar en su seno el atributo de la innovación? ¿En qué medida podremos disminuir con trabajo genuino y no con subsidios el núcleo duro de la pobreza que ronda alrededor del 25% de la población?

Las empresas entendidas como lugares capaces de generar capacitación y conocimiento práctico tendrían mucho que aportar al respecto, tanto como la función de un Estado promotor de una alianza constructiva entre lo público y lo privado. Esta matriz deseable está condicionada entre nosotros por una madeja de privilegios y por una estructura estatal anquilosada que reproduce rentas gracias a la protección que ese mismo Estado ofrece, respaldando monopolios o los arreglos propios de un capitalismo de amigos. En suma, pactos oportunistas de conveniencia a despecho de unas políticas de Estado tan necesarias como ahora inexistentes.

Estos legados espurios de una hegemonía en declinación han dado cauce a los escándalos de corrupción, ya en sede judicial, que sacuden a la opinión pública. Son factores que indirectamente inciden sobre el empleo al retacear recursos a la educación y a las organizaciones que deberían garantizar (y no lo hacen) la seguridad física y jurídica de los habitantes.

Estos cuatro objetivos -seguridad jurídica, productividad, empleo, políticas públicas de larga duración- nos señalan el largo camino que tenemos por delante. Habrá que reconstruir, a partir del ejercicio irrestricto de la democracia electoral, un Estado de Derecho que nos abra la puerta para participar en el nuevo mundo del siglo XXI. Hoy no lo hacemos o apenas nos asomamos con torpeza a estas formas inéditas del desarrollo mientras tiemblan las bases de nuestro crecimiento.

Como se ve, en esta tarea de reconstrucción habrá que operar simultáneamente sobre dos dimensiones: sobre la p oblación incluida en los beneficios de la empleabilidad y sobre la población sumergida en la marginalidad urbana. Las políticas de Estado, por ejemplo, que se invocan a menudo en un plano puramente verbal requieren consensos y voluntad para enlazar los intereses de diversos partidos. En el reciente XX Encuentro Anual del Círculo de Montevideo, en Asunción del Paraguay (que se ocupó precisamente del tema del empleo), Julio María Sanguinetti, su fundador y presidente, nos advirtió a los miembros del Círculo y a una numerosa audiencia que las políticas de Estado pueden ser o no ser exitosas.

Para ilustrar esta trama de aciertos y fracasos, Sanguinetti recurrió a su experiencia como presidente de la República Oriental del Uruguay durante dos períodos, entre 1985-1990 y 1995-2000. En el primero, se puso en marcha una política de largo plazo con un programa de forestación que debía proporcionar la materia prima para instalar más adelante una industria de pasta de papel. Ninguno de los gobiernos sucesivos torció ese rumbo, con el resultado espectacular de contar, en estos días, con dos plantas en funcionamiento (la primera despertó el furor de Néstor Kirchner y un reclamo ante la Corte Internacional de La Haya) y una tercera proyectada para los próximos años. Con ello y con el desarrollo de la agricultura, Uruguay ha modificado de raíz su perfil productivo y la composición de sus exportaciones. Al antiguo país ganadero se suma hoy un dinámico complejo agroindustrial.

Más difícil fue llevar a buen puerto, en el segundo período presidencial de Sanguinetti, una reforma con la virtud suficiente para colocar el tradicional sistema educativo uruguayo a la altura de una época afincada en el desarrollo del conocimiento y de la ilustración práctica. Intereses de corto plazo esgrimidos por partidos de oposición y sindicatos dispararon un fuego cruzado que bloqueó el ímpetu modernizador que hubiera podido derivarse del doble turno en la escolaridad y del propósito de modificar los programas con una perspectiva innovadora atenta a las dimensiones científico-tecnológicas de dicha enseñanza.

Fue un alto en el camino, una falla que recién ahora reconocen aquellos que, desde el Frente Amplio, se opusieron y sumaron después su empeño a otras reformas de carácter parcial: un atractivo programa de becas universitarias financiado con un impuesto de los egresados de la Universidad de la República (gobierno de Luis Alberto Lacalle) y una difusión masiva de computadoras en las escuelas (gobierno de Tabaré Vázquez).

Lección de la experiencia crítica aplicada a los procesos históricos. Los avances y retrocesos en la ardua materia de las políticas de Estado son herederos de las tradiciones democráticas y de la mayor o menor propensión al acuerdo de los partidos participantes en esas apuestas de transformación. Sobre todo son una muestra del valor del tiempo en la política: del tiempo largo en el acierto y del tiempo corto que se concentra en encrucijadas en las cuales el veto de las fuerzas contrarias se opone a las intenciones reformistas. Sería aconsejable que alguna vez recuperáramos ese apetito constructivo. Por ahora, lamentablemente, no hay signos en el campo de la oposición.


© La Nación

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