miércoles, 9 de abril de 2014

La reina del stand up

Por Relato del Presente

Martes por la tarde, el Servicio Meteorológico anuncia descenso de la temperatura después de cinco días de lluvia al hilo, rotación del viento y seis linchamientos. A nadie se le podría haber ocurrido algo mejor para levantar el ánimo que a Cristina. Una buena cadena nacional festivalera que se precie, merece tener teloneros, tipos que están por debajo del talento del artista principal, pero que entretienen al público.

Un croto inviable que se presentó como “activista del hip-hop” y un payaso que dijo estar haciendo “stand up”, precedieron a Cristina en el uso de la palabra. El primero de ellos, representante de lo más bajo de la marginalidad citadina norteamericana. El segundo, un payaso que curraba con chistes que no escuchaba desde los recreos de tercer grado de la primaria. Si algo demuestra que los linchamientos no están realmente de moda es que estos dos ladris llegaron con vida a este 9 de abril.

Luego de tamaño acto de lisergia transmitida a todo el país, la Presi encaró su discurso en defensa de la palabra “en tiempos en que, algunos, quieren que volvamos a la barbarie”, para luego afirmar que no piensa hacer un pomo por la inseguridad, porque es un problema “que es de ayer, de hoy y de mañana”, porque son problemas de la exclusión.

Tamaña afirmación de parte de quien preside una gestión que ya lleva diez años y once meses al mando de los destinos de la Patria, dan como un poquito de nervios. No fueron sólo palabras: durante años nos metieron en la cabeza que la delincuencia es producto de la falta de educación, la carencia de recursos y la ausencia de perspectivas de ascenso social. Hoy, enfrentar la inseguridad implica reconocer una de dos: o que la delincuencia no es producto de la falta de educación, la carencia y bla, bla, bla; o que el triunfo de las políticas de la década ganada es más falso que declaración jurada kirchnerista.

Pleno centro de Flores, dos amigos de lo ajeno roban un local de electrónica, se tirotean con la policía, se dan a la fuga, chocan un taxi y un auto que un pobre boludo dejó estacionado. En La Plata, un kiosquero fue asesinado de un corchazo en el pecho, a pesar de no resistirse al asalto: lo fusilaron después de que entregó el dinero. Por las dudas. En Villa Crespo, un valiente de la vida fajó a una mujer adentro de un cajero automático. La cana tardó una hora en llegar. En Balvanera, otro titán de la vida le dio su merecido a otra mina camino al supermercado. En Recoleta, una pareja de triunfadores intenta un robo mientras los pibes salen del colegio. Un agente de la Prefectura, que para llegar a fin de mes se encontraba manejando un taxi, se prende en el tiroteo. Al hospital. En un centro de jubilados en las afueras de La Plata, mientras un grupo de viejos jugaba a las cartas y a la lotería, dos winners entraron y los encañonaron. La víctima más joven tiene 70 años.

Los hechos del párrafo anterior también son palabras. Los tomé al azar y pertenecen a los últimos dos días. Podría seguir el listado -la señora de 78 años que mataron a palazos en Jujuy, los tres chicos de 14 años que torturaron y aniquilaron a machetazos a un matrimonio de 80 años en Córdoba, y así- pero el texto terminaría en el blog de al lado.

Quienes no se cayeron del barco de esta década de triunfos pagan voluntariamente por servicios que ya pagaron obligadamente. A pesar de sufrir el descuento obligatorio por obra social, el que puede, paga un plan de medicina privada, ya que prefiere que lo atiendan rápido, pasar por la farmacia y volver a casa. La otra opción es hacer treinta y dos trámites por las dudas que alguno se engripe, comprar varios bonos de distinta denominación por si las moscas, chequear el listado de clínicas medianamente aceptables que acepten esa pajereada que le vendieron como triunfo laboral, y never in the puta life olvidarse la chequera para la farmacia.

Obviamente, mejor ni hablar de esos esperpentos que las palabras denominan “hospitales públicos”, que se mantienen con nuestros impuestos, y en los cuales uno puede entrar con una bronquitis y salir con una colostomía, si es que sobrevive a la depresión de edificios grises, con goteras cuando llueve, con radiadores oxidados imposibles de calefaccionar una caja de zapatos, con paredes que no se sabe sin son verdes tristeza porque es el color que conservan de la última mano de pintura de 1963, o sólo están cubiertas de moho.

En materia de educación, al que todavía le quedó algo del riñón vendido, manda a los pibes a un colegio privado. En cambio, el que ya está achinado de comer arroz todos los días, no tiene otra opción de mandar al pibe a un colegio público en el cual saldrá preparado para ser masacrado en la universidad.

En cuanto a la seguridad, las opciones se reducen considerablemente. La clase gobernante cuenta con su policía personal, al que ningunean y hacen cargar las valijas. Otros, como Amado Boudou, no son capaces de mandar una corona de flores al velorio, luego de que el agente asignado a su custodia lo dejara en su departamento de Puerto Madero y llegara a su casa en Lanús a las tres de la mañana, donde lo fusilaron tres pibes que se habían encariñado con su auto.

Luego, el poder adquisitivo se puede medir en relación a las medidas de seguridad con las que se cuenta. En orden decreciente: seguridad privada de agencia reconocida, seguridad privada de agencia de segunda mano, sistema de alarma conectado con la Comisaría -suerte si la necesitan-, sistema de alarma que sólo despierta a los vecinos, puerta blindada, rejas en la ventana y, en el último de los eslabones, una estampita de San Benito y un Padre Nuestro antes de salir de casa.

Hay cosas difíciles de entender, como que en la ciudad de Buenos Aires habiten la misma cantidad de vecinos desde hace 30 años y, a pesar de haber récord de uniformados en actividad en la Federal, más la Metropolitana, no puedan cumplir con una vigilancia mínima. El policía de la esquina -a no ser que se tenga la suerte de vivir a la vuelta de un funcionario del gobierno o de un testigo custodiado- es una imagen que pertenece al arcón de los recuerdos, como la Bidu-Cola, la radio a transistores y el acceso a la vivienda propia de la clase media.

En la provincia de Buenos Aires, en cambio, te la regalo: casi 900 villas repartidas en el conurbano, la inmensa mayoría de ellas llevan el sello “Modelo de redistribución con acumulación e inclusión social”, como CopyRight. Si a ello le sumamos que la provincia más grande del país tuvo que sobrevivir a dos gestiones de León Arslanian al frente de la seguridad, es demasiado.

Encasillar a la villa con la delincuencia es, obviamente, erróneo. El problema no es la villa, es la marginalidad. Y en este país se ha convertido a la marginalidad en “parte de la cultura que no debemos negar, porque es un reflejo de la sociedad en la que habitamos”. O sea, para qué arreglarlo, si con las palabras les podemos dar estatus y todos contentos. Si alcanzara con urbanizar las villas, el barrio Ejército de los Andes no sería conocido como Fuerte Apache.

Y así andamos, con pibes bien que se deliran con cumbianchas y reggaetones, mientras desprecian a los monchos. El desprecio incoherente es recíproco, dado que el marginal de turno odia a los ricos -que en su cosmovisión, engloba desde Goyo Perez Companc hasta una jubilación mínima- pero desea todo lo que tiene. Ni siquiera estamos en condiciones de hablar de “guerra de clases”, dado que no hay un objetivo en común: unos quieren el patrimonio de otros, los otros sólo quieren que no les rompan las tarlipes.

Y si hablamos de palabreríos, Daniel Scioli decretó la “emergencia en la seguridad pública” y fundamentó su decisión en “la violencia sin precedentes de los últimos hechos”. Pragmático como nadie, en tan sólo siete años de gestión gubernamental notó que la delincuencia se estaba descarriando. Al gobernador le llevó casi 76 meses darse cuenta que la inseguridad es un problema. En menos de dos mil doscientos ochenta y cinco días de gestión, el que quiere ser presidente encontró un problema y decidió afrontarlo. Y con todo, eh.

Convocó a prestar servicio obligatorio a cinco mil agentes de la Bonaerense que, hasta el viernes, estaban en sus casas secando yerba al sol para tomar mate. También decidió avanzar en la creación de fiscalías, siguiendo el patrón que dejó demarcado Arslanian cuando creó ese código procesal que funciona desde 1998. Cualquier coincidencia con el inicio de la escalada dramática año a año del delito podría ser coincidencia, pero Scioli está para otras cosas.

Uno de los mayores problemas de la lucha contra la delincuencia es que son demasiados los miembros de la policía que viven en zonas que ningún ingeniero civil se atrevería a denominar “urbanización”, no al menos en los parámetros occidentales. Hambreados, cobrando dos mangos en blanco, trabajando 24 horas para sumar adicionales en el mejor de los casos, cortando boleto a los automovilistas, sin posibilidad salarial de poder comprar una casa en algo que se asemeje a un barrio, y cumpliendo con los caprichos de tipos que empilchan trajes equivalentes a un año de sueldos policiales. El uniforme rara vez es la vocación, sino la única salida a un sueldo fijo y una obra social pedorra.

Forman parte de la misma cultura marginal a la que los políticos, ahora asustados por la pérdida de imagen, pretenden controlar. Pero nuestros queridos funcionarios tampoco son idiotas y fijaron la “emergencia” por tan sólo 12 meses. Después, los controlados serán necesarios para votar.

A todo esto, hay que sumarle un Poder Judicial corporativista a nivel magistrados, e incoherente a nivel empleados, en el que personal con causas penales por ocultar a sus hijos, son empleados en fiscalías y juzgados de familia, donde entienden en casos en los que el culpable hace lo mismo que ellos.

Tuve más fe en que le llegara mi inversión al niño somalí que tocaba el piano con las costillas mediante los 0,003 centavos de australes que donaba AOL por cada mail reenviado, que la que podría llegar a tenerle a esta manga de analfabestias al hacerse cargo de la inseguridad.

No es que desconfíe, pero en siete años Cristina dio 835 discursos, y no cuento los bises de las últimas apariciones en la Rosada. Me acostumbré más a las palabras que me dicen que los hechos no son como los veo. Así es que podemos llegar a verla festejar la educación universitaria integradora como logro de su gestión porque un wichi salteño se recibió de enfermero, en un país en el que Justo José de Urquiza, Hipólito Yrigoyen y Victorino de la Plaza ejercieron la presidencia con sangre indígena y sin delirios progres.

Y aunque parezca ridículo, que un gobierno sostenido sobre los pilares del verso y el chamullo homenajee a la palabra como “lo más importante de la democracia”, tiene lógica. Porque para algunos, la democracia se sostiene sólo en las palabras, lo que deriva en que el un gobierno sea considerado el mejor de la historia intergaláctica sólo en base a sus discursos.

Porque, como bien citó Pepe Soriano a Pablo Neruda, “se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.

Y el relato, Pepe. Se llevaron todo y nos dejaron el relato.

 Miércoles. “La diferencia entre la palabra casi correcta y la palabra correcta es como la diferencia entre el bichito de luz y el relámpago“, decía Mark Twain mientras pelotudeaba en Twitter.

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