sábado, 8 de septiembre de 2012

Despecho de acero

Por Roberto García
La primera señal no fue la palabra. Sí un gesto. Cuando Paolo Rocca decidió no asistir a esa extraña fiesta de la industria que organizó la Casa Rosada en Tecnópolis –de haber concurrido, la señora Cristina seguramente lo habría acomodado en la mesa principal, a su vera–, debía saber que levantaba los puentes con el Gobierno. Su ausencia podía más que mil discursos críticos, afectaba el imponente orgullo femenino, la tradición del nunca despreciado poder kirchnerista; reducía, también, el volumen de la escenografía a televisar y la infalible convocatoria oficial, esa misma que no supieron imponer en esta ocasión De Vido, Moreno y Parrilli. Ni otros entusiastas voluntarios privados como Madanes, de Aluar, uno de los más conspicuos reclutadores de invitados. Siempre habrá un premio para el colaboracionista.

El faltazo de Rocca, como el de otros CEO conocidos del sector, dejaron a la Ejecutiva en el desierto o, más propiamente, con la compañía deslumbrante de Cornide, De Mendiguren y Lascurain, personajes que por historia, declaraciones e intereses hasta provocan risueños comentarios en el entorno de la propia administración. Hay que evitar el ingreso a ese grotesco cotilleo aunque se supone que Ella habló tanto esa noche, por la cadena, para poder escaparse del agobio de ese trío meloso que la vanagloria con requiebros y galanterías, por no citar la reiterada obsecuencia intelectual, el grupo Los Panchos ya convertido en la insoportable levedad de la insignificancia. Hasta el extendido ego de la mandataria se resiente a veces con tamaña zalamería.

Le quedaban, para cubrir la ausencia de Rocca y otros, los brasileños de Camargo Correa (dueños de la cementera Fortabat), que parecen nerviosos con la inclusión de su directorio en las causas por violaciones a los derechos humanos en los 70, episodios judiciales que también afectan a Rocca a pesar de que en esos tiempos vivía en Italia y no se caracterizaba por su inclinación a favor del establishment.

Saludó Cristina a los comerciantes en drogas personificados en Hugo Sigman, cercano como interlocutor cuando lo requiere, vinculado a ciertos medios periodísticos, conocedor e inversor en arte, quien todavía no apareció como protagonista en el affaire de la Banelco que el denunciado Fernando de la Rúa y otros le atribuyen haber motorizado. Participa, eso sí, en un proyecto de 80 millones de dólares (algunos consideran exagerada esa cifra) que cubrirá el Estado con la compra de las vacunas que salgan de ese laboratorio, integrado por varias empresas replicando emprendimientos que el finado Alfredo Yabrán consideraría admirables.

Menos difusión pública le otorgó la Presidenta al líder de La Salada, quien iluminó la velada con una compañía femenina –uno de los pocos que llevaron el género a la reunión–, ajustada y despampanante, observada por los l.500 varones presentes, sin pareja todos, algo ansiosos porque no tenían muchas mujeres para mirar. Ya que a Ella se la mira, atributos aparte, como a otro CEO.

En ese mismo momento, junto a otros ingenieros y en otro domicilio, Rocca se despachaba contra el curso económico del Gobierno, discurso que algún tenaz periodista se encargó de difundir. Prefirió, el empresario, ese encuentro gremial al de Cristina con la industria oficial, justo el que presuntamente encarna a la industria. Ni se reparó en que, una semana antes, con otra elegancia pero con el mismo fundamento, también había objetado al Gobierno en la entrega de premios de la revista Fortuna. Para la mandataria, una afrenta triple, con el adicional de la gente de Inteligencia que la asesora de que Rocca recibe ideas de Roberto Lavagna (justo en la semana que el ex ministro dijo, graciosamente, que este modelo es un “Rodrigazo en cuotas”). Y el comienzo de una represalia oral comprensible en quien, como gusta decir, le parece que debe regodearse por inspirar “un poquito” de miedo en los otros que no la complacen, la entienden y se quejan. Hablaron en esa carga De Vido, Kicillof –creyente en aquello de que más se crece en el Gobierno cuanto más se agrava al rival–, se denunciaron facetas monopólicas de Techint como si fueran recientes que sólo habían delatado las automotrices (otro sector que también goza de preferencias estatales, como hace apenas unos meses descubrió la propia Cristina), adquirió Paolo el rol de enemigo público luego de haber sido el amigo público durante años, cómplices en parte sea por la vinculación con Hugo Chávez, el megagasoducto absurdo, la instalación de una universidad o la incidencia decisiva de su grupo para el esplendor del crecimiento industrial en el kirchnerismo. De preferido a odiado en menos de un mes, algo habrá hecho.

Como cualquier guerra, se sabe cómo empieza. Se inicia con el temor de las partes (una posible expropiación, como ya ocurriera en Venezuela, por un lado; la alianza de Techint con Clarín y los poderes concentrados para desestabilizar a Ella, por el otro) y se multiplica por el aporte de vocacionales y profesionales (curiosa la forma en que algunos, antes felices de poder saludar a Rocca –o que éste los salude–, ahora difunden sus malas notas en el primario o si su abuelo Agustín, el emprendedor y creador de Techint, registra máculas por haber desarrollado en la Italia mussoliniana un imperio de acero en cincuenta años de vida y otro semejante en la Argentina en sus últimos treinta años de existencia). En fin, un conflicto inútil como toda guerra, otra baja eventual como YPF en la Bolsa –recordar que ese instituto es ya l9 veces más chico que la de Chile y l00 que la de Brasil–, un golpe tal vez a la primera multinacional argentina, con gusto italiano claro, con más de l00 mil operarios directos en el mundo y con management argentino en casi todas las partes de ese mundo. Mal momento para Rocca, Paolo, que no leyó a Carl Schmitt. No es el único.

© Perfil

0 comments :

Publicar un comentario