sábado, 7 de julio de 2012

Nace otro heredero


Por Roberto García
Expuso Juan Manuel Abal Medina en Diputados después de que el último jefe de Gabinete pasara por ese recinto hace 22 meses. Se supone que la Constitución obliga a la presencia de ese funcionario cada treinta días, pero no ocurre con el kirchnerismo. Parte de la Argentina distraída, de su escasez institucional. Fue más tedioso que Alberto Fernández, quien se vestía para la ocasión como si le importara y, por supuesto, menos entretenido que Aníbal Fernández, sus antecesores en el atril legislativo. Con inferior sustancia, además.

A estos detalles obvios se agrega otro en la presentación de Abal Medina: hizo un esfuerzo notable por semejarse al Barón de Munchhausen cuando se refirió a la inflación, la inseguridad o las reyertas del peronismo. Al margen de su contribución a la literatura fantástica o infantil –también a los trastornos psicológicos, finalmente el barón representa el síndrome de Munchhausen–, el debut en Diputados importó por otra razón: es el primer miembro de la corte oficialista que decide emerger como eventual candidato a la sucesión de Cristina de Kirchner en la Casa Rosada. Sin provocar escándalo o ira como el aspirante Daniel Scioli, un presunto sapo de otro pozo.

Hay quienes no se manifiestan y están aquellos del sector elegido, como Guillermo Moreno, que lo revelaron apenas en un breve circuito doméstico, como ya se consignó hace un par de meses en este diario. Dicen que lo de Abal Medina proviene –al margen de su ambición ya advertida cuando soñaba con la presea vicepresidencial que obtuvo Amado Boudou– de una infidencia atribuida a la propia mandataria.

Si bien son pocos o ignorados los que acceden a su desconocido círculo de entrecasa en Olivos (ya que también, como cualquier mujer, alguna vez utiliza pantuflas y batón), al parecer ofreció un mohín favorable y una frase en el mismo sentido cuando, en un diálogo vagaroso sobre el futuro, incluyó a Manuelito en una lista de postulantes. Parece que el jefe de Gabinete convirtió en cierta esa anécdota y, cuando habló en Diputados, más que iluminar al auditorio o aclarar sus inquietudes, hizo campaña, dirigió su mensaje a una sola persona e interpretó con fidelidad extrema la leyenda oficial para satisfacción de exclusivos y benévolos oídos femeninos. Son éstos y no las palabras los que comandan el relato. Al menos así lo expresa Italo Calvino en Las ciudades invisibles.

Se inscribe Abal Medina en la misma constelación Boudou: ganar un lugar sin territorio, predicamento, ni siquiera unidad básica. Depender en exclusividad de la simpatía de Ella, de su favoritismo y protección, al igual que Gabriel Mariotto en su momento (aunque el vicegobernador bonaerense disponía de un local con un cuidador en la Provincia), del dedo encantado de la Presidenta. Más restringido incluso que el “dedazo” mexicano que se estila en el PRI desde la Revolución, partido popular de conducción oligárquica que dominó el poder durante décadas y ahora se reinstala. El ogro filantrópico de Octavio Paz.

No es casual la referencia geográfica y literaria, hoy abrumadora en la columna. Ocurre que el jefe de Gabinete vivió un tiempo en esa tierra (de allí el apelativo de “mexicanito” que le endosan algunos), y en ese proceso debe haber aprendido de la estela de su papá, allí exiliado desde los 80, preferido de Juan Perón en los 70, aislado luego del golpe por seis años en la Embajada de México, ahora en Buenos Aires, algo estragado por el cigarrillo.

Abal Medina padre hizo carrera como pocos extranjeros en el PRI, quizá por la confianza que le dispensó “Don Fernando” (Gutiérrez Barrios), jefe invariable de la inteligencia de ese país, casi un John Edgar Hoover del subdesarrollo, quien le consiguió la fachada de ocuparse de “puentes y caminos”. Esa actuación benefició al hijo: tantas relaciones y contactos del padre, por ejemplo en el mundo centroamericano, facilitaron la convocatoria de Néstor Kirchner al joven Juan Manuel para que lo acompañara en Unasur. Por portar el apellido de su colaborador, hasta se aventuró en negociaciones para intentar rescatar rehenes en la selva. Venía entonces Abal Medina hijo de servir a Carlos “Chacho” Alvarez, a Aníbal Ibarra y a Alberto Fernández, con tanta unción como la que hoy le dedica a Cristina: ha hecho un culto de ese servicio personalizado. Sobre esa diligente vocación, de afiebrada obediencia, muchos se regodean con el escarnio.

Su última participación en Diputados también delató un dirigido propósito de mostrarse como exponente de la juventud K, sin serlo, por supuesto. Parecía uniformado en las palabras por La Cámpora –otro cuerpo que carece de candidato presidencial– y, cuando al final se sacó fotos, nunca dejó de mostrar con sus dedos la V de la presunta victoria que caracterizó a las formaciones especiales de los 70. Más letra para Cristina y para su hijo Máximo, también.

Lo ayuda familiarmente en esa intención reivindicativa la historia de su padre y, sobre todo, la de su fallecido tío Fernando, un soreliano que participó en los inicios de Montoneros (con el crimen de Aramburu, por ejemplo). Curiosamente, ambos provenían con saco y corbata de filas católicas y nacionalistas arraigadas y de cabellos engominados, y colaboraron con el finado Marcelo Sánchez Sorondo en una librería del Círculo del Plata o en el semanario Azul y Blanco. Misma cuna, mismo colegio, el Nacional Buenos Aires –que también albergó a Mario Firmenich–, lugar de resentimiento y privilegio para quienes luego balbucearon con el internacionalismo proletario, lo imaginaron cercano a Perón y a su ojo izquierdo,  y les picó la violencia armada justificada en la persecución histórica al movimiento.

Esa etapa y su incursión mexicana en un partido progresista hacia afuera y conservador hacia adentro le valieron al padre una perspectiva que para Cristina constituía expresiones antidiluvianas. Ciertos favores internacionales y el vínculo con el empresario Carlos Slim corrigieron esas opiniones iniciales.

Al hijo, cierto rol obsecuente –como el de repetir hace poco que quienes ganan más de $ 6 mil son aristócratas o negar una reiterada tasa de inflación del 25%– y la contingencia de una sucesión política sin heredero lo han habilitado para deslizarse en la vereda del sol frente a figuras que transitan por la sombra, sean Scioli, Massa, Urtubey, De la Sota. Muchos de ellos, como Abal, también crecieron personificando a vendedores de autos usados, disimulando fallas en el motor, anteriores choques o vicios en la papelería. Pero no les duró la patente lo mismo que hoy parece durarle al Barón de Munchhausen con sus hazañas dislocadas.

© Perfil

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