Por Martín Risso Patrón |
Mi mamá me lo relató ahí nomás, en el ‘52, convencida de la realidad de su relato. Y yo le creí, fascinado, y hoy también le creo y le seguiré creyendo, porque tengo la seguridad de que se la llevaron los ángeles y que algún día volverá...
Mi
madre despertó cuando se le abría el techo y miró confundidos ángeles que
pasaban en bandada cantando o lamentando: Evaaa...
Evaaa. Evaaa...
[Cuando uno tiene seis años cumplidos, la
llovizna de invierno lo llama para que corra por el parque oscuro de las ocho
de la noche: y en el cincuenta y dos quedará una cascarilla con leche caliente
grabada para siempre]. Ese chocolate barato y rico que compraba mi padre en
el mercado, en bolsas grandes. Lo tomábamos al atardecer, con la radio
encendida, mirando el frío por la ventana.
Dijo,
ella se ha muerto.
-¿Quién?
-La Eva.
Se ha muerto; he
visto los ángeles cantando perplejos, pasando en bandadas mientras los miraba
por el techo que se había abierto; creo que se la llevaron.
No
recuerdo el día de la semana, pero era oscuro y frío, de cascarilla y pan chanchito; la radio entró en cadena y mi
padre la apagó de un manotazo. Recién el domingo siguiente fuimos al cine para
ver el noticiero Sucesos Argentinos, y vimos las coronas en blanco y negro, de
flores enormes y la gente desolada bajo la lluvia.
Entonces
supe que había muerto la que oscuramente yo amaba en las fotos de los diarios,
la de la voz de niña de broadcasting
la del coro de negritos la
Capitana. La amé por su voz; recuerdo que por Radio del
Estado transmitían en cadena, y parecía que, desde Buenos Aires a Salta su voz
se hacía de un metal cálido y se perdía a veces, y la radio zumbaba en las
válvulas con su lucecita como un ojo. Nunca supe, hasta ahora, qué decía ella con
su voz. Pero no me importaba. Qué podrá importar a un chico de seis ajeno a sus
adultos, para quienes la voz amada era la Eva. Y
envidié al Ángel Quipildor, que vivía en el conventillo de la Caseros y Lavalle, y un
día se quedó sin jugar a la pelota en el parque porque no quería ensuciar las
zapatillas Pampero que le habían regalado.
Le
pregunté: ¿Quién?
-Evita. Mi mamá fue a la Fundación y trajo ropa y
una máquina de coser nuevita.
Quise
ir a la Fundación
y casi me ligo una paliza; pero en conclusión no tuve zapatillas nuevas ni mi
mamá una máquina de coser.
Un
poco comprendí, un poco nomás, para mi edad... que era como si estuviéramos
divididos. No sabía muy bien, pero notaba que mi padre pertenecía a una mitad
odiada por la otra mitad a la que él odiaba, de la sociedad, del mundo. Mi
madre también.
Recuerdo
enfermeras morenas, de punta en blanco desfilando con una bandera argentina, y
una multitud de gente con banderas mitad y mitad: blanca y azul y el rostro de
una mujer rubia de trenzas recogidas y una sonrisa que me estremecía. Y me
quedó la eterna imagen de las multitudes.
Siempre
se me aparecían las dos mitades y yo estaba al medio. Mi tía peronista,
almidonada y maestra de campo se venía con el escudo del Partido en el pecho y
mi papá se encerraba y mi mamá decía la Eva y mi tía, Evita. En qué pequeñas cosas como un
nombre tan breve, tan chiquito, se me aparecían las dos mitades del mundo.
Entonces la amé también por su piel.
Mi
madre nunca pudo evitar acordarse de cuando se le abrió el techo y una bandada
de ángeles pasaba diciendo Evaaa...
Evaaa. Evaaa..., mientras yo busco en la broadcasting su voz, su piel, magnolia
que mojó la luna, no habrá ninguna igual, no habrá ninguna... ninguna con tu
piel ni con tu voz... En esta mucha y trágica parodia de querer parecerse a
vos que tanto me entristece. Pero hay un niño tras de mí que me tira del saco
diciéndome que volverás con dos lagrimones y bigotes de cascarilla con leche
mientras me estremece el mismo frío del parque, del julio aquel en que la tragedia
no fue tu muerte, sino ese mundo que por mitades se odiaba a sí mismo, y hoy igual...
© MRP
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