
Selección. En el Mundial "somos todos argentinos", aunque no esté integrada por locales
Por Sergio Sinay (*)
Albert Camus (1913-1960), premio Nobel y autor de novelas como El extranjero, La peste y El primer hombre, de ensayos imprescindibles, como El mito de Sísifo y El hombre rebelde, y de obras de teatro de poderosa vigencia, como Calígula, Los justos y El malentendido, fue un verdadero héroe moral del siglo veinte, y su legado resuena hoy de modo vibrante. Fallecido en un accidente automovilístico cuando viajaba como acompañante de su editor y amigo Michel Gallimard el 3 de enero de 1960, un día antes de ese penoso evento había declarado: “No conozco nada más absurdo que morir en un accidente de auto”.
El absurdo de la existencia, al que Camus consideraba que era necesario enfrentar para encontrar el sentido de la vida, se burlaba impiadosamente de él. Nacido en Argelia, en una familia de inmigrantes franceses conocidos como pied noirs (pies negros), huérfano de padre desde su primer año de vida, fue criado por una madre analfabeta y depresiva, hacia la que sintió siempre agradecimiento y devoción. Desde muy joven Camus se entregó a sus pasiones: un periodismo comprometido y humanista, la filosofía y el fútbol. Decía que los dos lugares en que su alma reposaba y se sentía feliz eran una cancha y una sala teatral. Entre 1928 y 1930 fue arquero del Racing Universitaire de la liga argelina. Tuvo que retirarse prematuramente cuando se le diagnóstico tuberculosis, enfermedad de la que nunca se liberó totalmente. Con el correr de los años afirmaría una y otra vez lo siguiente: “Todo lo que sé de ética lo aprendí en el fútbol”.
Otro tiempo, otros hombres, otro fútbol. Hoy el fútbol es un fabuloso negocio internacional que mueve voluntades, influye en la política, desconoce fronteras y normativas jurídicas de los países en los que se juega y, en el ámbito profesional, carece de todo principio moral o se burla de él. Nada de lo que Albert Camus mamó en este hermoso deporte hoy devastado por la codicia, los procedes mafiosos y las reglas impiadosas y deshumanizadas del capitalismo tardío podría ser transmitido como le fue ofrecido a él. Aunque el fenómeno es mundial, en la Argentina de los Chiqui Tapia, los Toviggino y su corte de dirigentes oportunistas y obsecuentes y de jugadores y técnicos funcionales a la depredación, adquiere características brutales y grotescas, que ya no se disimulan y son imposibles de disfrazar, como se vio en las últimas semanas. La inmoralidad iguala a todos, campeones del mundo incluidos, en una feria de arbitrajes espurios, campeones de escritorio, caballos de comisario que ganan sin correr y otras atrocidades. Nada que no se hubiera cocido a fuego lento, durante años, con la colaboración también de la política y de las barras bravas, siempre útiles para los servicios más siniestros. Incluso las hinchadas agregaron lo suyo aplaudiendo lo peor, o callando si eso convenía a su equipo.
En un país que nació fragmentado, cuya historia está atravesada por las grietas, los enfrentamientos y la intolerancia, donde nunca la diversidad se integra en una visión común y convocante, el fútbol ofrece fugaces simulacros de unidad. En el Mundial “somos todos argentinos”, aunque la Selección no esté integrada por jugadores del fútbol local, el fútbol triste, violento y corrompido de cada semana. Esos jugadores que visten la camiseta juegan en otro fútbol, juegan a otra cosa, su representatividad es una ilusión. Cuando vuelven entran rápidamente en las trampas y en la identidad de un fútbol amañado, mafioso, ventajero, tan parecido a la política, tan conectado a ella, tan generadores el uno y la otra de desesperanza, de desaliento, de goles en contra en la cancha y en la vida. Nadie dirá que en este fútbol y en esta política aprendió a forjar una ética basada en valores morales.
(*) Escritor y periodista
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