lunes, 15 de enero de 2024

Entre el cielo y el lodo terrenal

 Por James Neilson

Además de las fuerzas del cielo que, a través de los siglos, han repartido sus favores de manera muy caprichosa entre quienes creían merecer su ayuda, Javier Milei cuenta con el respaldo, que acaso resulte ser pasajero, de la mayoría que no quiere que la Argentina siga atada a un “modelo” que sólo ha servido para generar pobreza para millones y fortunas para ciertos miembros de “la casta”. Sus adversarios más beligerantes esperan que quienes lo apoyan se sientan tan golpeados por la tormenta inflacionaria que está provocando estragos en los exiguos presupuestos familiares, que pronto decidan abandonarlo a su suerte, pero otros, que se creen más moderados, entienden que no les convendría en absoluto que cayera antes de que la economía se haya estabilizado.

Lo mismo que los populistas de generaciones anteriores que no disimulaban el alivio que sentían cuando, como era rutinario en el pasado no tan remoto, los militares se apropiaban del poder, prefieren que personajes presuntamente ajenos a los partidos establecidos se encarguen del “trabajo sucio” que saben necesario.

La irresponsabilidad que se ve reflejada por la convicción de que le tocará a un aspirante a salvador de la patria que no pertenece a “la casta” tomar medidas antipáticas toda vez que el país corre peligro de precipitarse en un abismo sin fondo, nos ayuda a entender la conducta crasamente miope de tantos gobiernos elegidos, incluyendo, claro está, a aquel de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa, que hicieron de la irresponsabilidad principiará una filosofía de vida.

En la Argentina, políticos de virtualmente todos los pelajes se han acostumbrado a creer que ellos mismos nunca tendrán que enfrentar las consecuencias de sus propios errores porque siempre llegará alguien desde fuera del sistema que estará dispuesto a hacerlo. Apostaban a que, andando el tiempo, el intruso tendría que pagar un precio político muy alto por haberse comprometido a poner fin al brote inflacionario de turno. Es lo que en efecto sucedió con tantas dictaduras militares que, a diferencia de la chilena de Augusto Pinochet, no lograron reencauzar la economía. Puede que sea antipático decirlo, pero la caída del régimen castrense que abrió la puerta para la restauración de la democracia no se debió a los abusos de los derechos humanos o la aventura bélica desafortunada que emprendió con la esperanza de reconciliarse con la población, sino a su fracaso en el ámbito económico.

La noción de que sólo a un tirano se le ocurriría hacer algo tan inhumano como aplicar un ajuste con el pretexto de que no hay plata y que la hiperinflación está a la vuelta de la esquina está firmemente arraigada en la tradición política nacional. A los kirchneristas y sus aliados de la izquierda trotskista les parecía perfectamente lógico gritar “Macri basura, sos la dictadura” porque el gobierno del ingeniero quería reducir algunos gastos. Como no pudo ser de otra manera, algunos ya están tratando del mismo modo a Milei. De conseguir quienes piensan así derrocar al libertario, sería más que probable que, como advierte el Presidente, la Argentina que conocemos compartiera el destino trágico de Venezuela. Mal que nos pese, en ocasiones no hay alternativas a un ajuste severísimo como el que está en marcha aunque, claro está, puede haber distintas maneras de llevarlo a cabo.

Milei sabe que el destino de su proyecto dependerá de la evolución del costo de vida. Reza para que la conflagración inflacionaria que fue provocada por el gobierno kirchnerista se apague luego del fogonazo que siguió a la eliminación de un sinnúmero de controles, pero por razones electoralistas el pirómano Massa alimentó el fuego echándole tanta nafta que el incendio podría continuar por varios meses más. Por ahora, la mayoría atribuye el caos inflacionario a la locura voluntarista de los kirchneristas, pero, por injusto que les parezca a los liberales, muchos no tardarán en culpar al gobierno actual, acusándolo de anteponer los números al bienestar de la gente.

De más está decir que, para integrantes de “la casta” es un problema mayúsculo el que la eventual caída de Milei los obligara a gobernar un país en bancarrota, sin reservas ni acceso al crédito. Por razones evidentes, los más realistas quieren que el presidente libertario permanezca en el poder hasta que las perspectivas frente a la economía se hayan hecho más prometedoras de lo que actualmente son, pero también quieren que deje de procurar desmantelar el sistema corporativista del que tantos dependen. Están presionándolo para que se conforme con algunos cambios cosméticos que no afecten a sus intereses, pero Milei se niega a complacerlos. Lo suyo es todo o nada.

Como los revolucionarios izquierdistas, el Presidente es un ideólogo convencido de que, dadas las circunstancias, su propio programa es el único que merece ser tomado en cuenta. Aunque tanta intransigencia ofende a quienes quisieran que las medidas desreguladoras que atiborran la ley ómnibus y el DNU sean debidamente debatidas en las cámaras legislativas, Milei puede señalar que el país no está en condiciones de darse el lujo de perder meses, tal vez años, discutiendo todos los detalles en un Congreso que está dominado por sujetos que están más habituados al intercambio de insultos guarangos que al análisis racional de las opciones disponibles.

Desde el punto de vista presidencial, el que haya indicios de que el mercado cambiario está por entrar en una nueva fase tumultuosa se debe a la sensación creciente de que legisladores y operadores judiciales conseguirán hacer naufragar a la ley ómnibus y el DNU o, por lo menos, demorar tanto su eventual aplicación que no sirvan para producir los cambios deseados.

Por ahora cuando menos, Milei se ve beneficiado por el escaso prestigio de los más resueltos a oponérsele. Muy pocos creen que a los jefes sindicales inamovibles, los llamados “gordos”, les preocupe la depauperación de los afiliados; obligada a elegir entre Milei y los Moyano, una mayoría abrumadora respaldaría al Presidente. Tampoco cuentan con mucha simpatía popular los ñoquis que han proliferado en las reparticiones estatales, los empresarios que son expertos en mercados regulados, los voraces militantes de La Cámpora, los piqueteros y otros que se perciben como líderes de la resistencia.

Si bien hay algunos grupos cuyas quejas no motivarán el repudio mayoritario, la impresión difundida de que la oposición más dura a las reformas que el Gobierno está tratando de impulsar proviene de quienes tienen motivos materiales apenas confesables para aferrarse al statu quo, seguirá debilitando a los resueltos a frenarlas.

La conciencia de que, si Milei se viera constreñido a batirse en retirada y pactar con quienes defienden el statu quo, se desataría una crisis sociopolítica y económica aún más fenomenal que la que le permitió derrotar a los candidatos presidenciales de las dos coaliciones que durante años habían dominado el escenario político nacional, debería asegurarle la solidaridad, aunque fuera crítica, de todos salvo los irremediablemente comprometidos con el modelo populista. Para el libertario, el temor a lo que podría ocurrir si los legisladores consiguen frustrar su proyecto es una carta de triunfo que no vacila en aprovechar.

De más está decir que la Argentina dista de ser un país congénitamente liberal. Antes bien, es producto de una tradición cultural vinculada con la contrarreforma que, desde hace medio milenio, lucha contra todo cuanto sabe a liberalismo y que, con cierta frecuencia, se ha manifestado a través de la aceptación de gobiernos muy autoritarios cuyos voceros hablaban mucho de las bondades de la unidad nacional y por lo tanto procuraban marginar a quienes se animaban a criticarlos.

Si bien a menudo Milei mismo parece representar a una variante herética de dicha forma de pensar, ya que no se destaca por su voluntad de tolerar el disenso, de prosperar los cambios que se ha propuesto el país experimentaría una revolución cultural que no podría sino incidir en la mentalidad de casi todos sus habitantes. ¿Sería positiva? Puesto que, por ahora cuando menos, los países más liberales conforman una especie de elite mundial, una Argentina más libre, para no decir libertaria, tendría una mayor posibilidad de prosperar que una en que es normal pedirle al Estado elegir entre ganadores y perdedores.

Con todo, aunque Milei nunca ha vacilado en satanizar a quienes califica de “colectivistas”, por lo que quiere decir los marxistas, peronistas, radicales y aquellos miembros del PRO que están convencidos de que el Estado debería desempeñar un rol más activo que el previsto por los economistas austríacos que venera, no parece preocuparse mucho por la corrupción que ha sido una de las características más llamativas del “modelo” populista. ¿Será porque cree tan firmemente en la separación de poderes que no quiere que el Ejecutivo procure influir en una tarea que a su entender corresponde al Judicial, o es que prefiere no brindarles a los kirchneristas más motivos para querer desensillarlo? Sea como fuere, su negativa a agregar su voz al coro de quienes siguen denunciando a Cristina y sus cómplices por lo que perpetraron cuando se imaginaban impunes de por vida, le está costando la simpatía de sectores que, de otro modo, estarían más que dispuestos a brindarle el apoyo que necesita en el Congreso.

(*) Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986)

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