viernes, 29 de septiembre de 2023

La lejana posibilidad de hacer un “pinochetismo civil” en la Argentina

 Por Loris Zanatta

¿Se puede hacer con las urnas lo que otros hicieron con las armas? ¿Con consenso popular y respeto a la democracia lo que en otros lugares se hizo con hierro y fuego, muerte y tortura? Está claro que Javier Milei sueña con la réplica argentina de la vía chilena a la economía abierta, con una especie de pinochetismo civil destinado a abrir de par en par las puertas de la libertad y el progreso. Pero ¿será posible? ¿Deseable, oportuno, correcto? ¿O la forma cambia el contenido, el contenido debe adaptarse a la forma? 

Lo que es factible en las condiciones asépticas de un laboratorio autoritario no lo es tanto en las condiciones impuras de la cotidianidad. Dicho de otro modo: lo que se hace en una dictadura no se puede hacer igual en una democracia, lo que es fácil con un Parlamento cerrado y una prensa censurada, unas cárceles atiborradas y unos sindicatos reprimidos no lo es donde la sociedad es abierta. Así de simple.

No es cuestión de ensañarse contra el Milei potencial cuando aún reina la hecatombe del peronismo real. Pero su éxito llama a la reflexión. Observo que los mileístas hablan siempre de liberalismo y nunca de democracia, mucho de economía, a lo sumo de filosofía, poco de política, casi nada de historia. No creo que sea deliberado, supongo es espontáneo, el reflejo coherente de una cultura política. ¿Cuál? El dilema del liberalismo argentino, del liberalismo latinoamericano todo, es, grosso modo, el mismo que el del liberalismo italiano o español. Un brillante historiador lo llamó “el mandato imposible”: trasplantado en un terreno árido, criado en un medio hostil, voz débil en medio del denso océano del orden corporativo y confesional con que papas y reyes habían moldeado al “pueblo” e inhibido el nacimiento del ciudadano, el liberalismo latino se abrió a menudo paso a machetazos, utilizó al Estado para imponer la libertad a las patadas, el progreso por la fuerza. ¿Cómo hacerlo si no, cómo evitar las tácticas de mano dura y los métodos autoritarios para desquiciar la coraza de la cristiandad contrarreformista?

No es casual que el liberalismo clásico, fruto de la Ilustración escocesa de la que se nutrió la democracia parlamentaria británica, arraigara tan poco en América Latina; no es casual que pronto fuera suplantado por el liberalismo positivista, mucho más positivista que liberal: tan popular y pragmático el primero como elitista y dogmático el segundo, uno escéptico y desencantado, el otro tecnocrático y mesiánico. El positivismo sacrificaba la política a la economía, la imperfección de la historia a la perfección de la ciencia, la ignorancia del pueblo a la cultura de los sabios, el caos de la vida al orden del laboratorio. Se entiende así que aquel liberalismo tuviera problemas con la democracia, que se peleara con sus rituales, que le costara ganarse los corazones y las mentes del “pueblo”. De hecho, prosperó mientras la política fue política de pocos y se desvaneció cuando la política se convirtió en política de todos. Cuando, en definitiva, debió incluir a las masas, pasar del liberalismo a la democracia, a la democracia liberal. La gran ilusión de las elites liberales positivistas se derrumbó entonces como un castillo de naipes, los “bárbaros” irrumpieron en el laboratorio arrasando sus instrumentos y muebles, la resaca nacional-popular lo inundó todo: fascismo y peronismo, franquismo y varguismo, cardenismo y salazarismo consumaron la revancha del viejo orden corporativo, del viejo sueño confesional, el retorno de Dios, patria y pueblo.

Podemos maldecir el destino cínico y tramposo, si nos anima, idealizar ese pasado lejano, si nos consuela, culpar al peronismo y a los peronismos de destruirlo, por tener razón. ¿Pero qué? ¿No será más útil sacar lecciones de ello? Si aquel liberalismo fue aniquilado limpia y rápidamente, ¡debió tener raíces muy frágiles, cimientos populares muy pobres!

Lo que se les escapó a los positivistas lo había entendido Alberdi, que sembró la planta constitucional, que confió en el lento trabajo de las instituciones. Lo mismo Sarmiento, que apostó a la educación, la inclusión, a la gradual y liberal difusión de las ideas liberales. Habían intuido lo que los positivistas negarían, que no hay camino tecnocrático al liberalismo, camino no democrático a la libertad, camino elitista al progreso; que el “hombre nuevo liberal” no es menos mítico e irreal que el “hombre nuevo” socialista. No hay atajos. Y quien los tome creyéndose más genio que los demás, más profeta que todos, oirá un día llamar a la puerta, será alguien o algo que lo empujará al punto de partida, o más atrás, que lo obligará a recomenzar el largo e imprevisible camino que creía haber esquivado, con menos prestigio que antes, con menos credibilidad que nunca.

Así como la némesis de los liberalismos del siglo XIX fue la ola populista que los barrió, la marea populista de las dos últimas décadas, tan oscura y violenta, bruta y trivial, lo fue de las dictaduras “liberales”, un oxímoron, de los tecnócratas uniformados, de los economistas de escritorio, tantos libros y poco sentido común. Lastre argentino, el kirchnerismo es un ejemplo paradigmático. Como lo es el estallido social chileno de hace apenas tres años, ilógico pero comprensible, contraproducente, pero previsible: no hay abuso que antes o después no pase factura, a veces una factura mayor que el abuso mismo.

¿Qué tiene que ver todo esto con Milei? O, mejor dicho, con el fenómeno Milei, más Charlie Chaplin que Hitler, más poseído que profeta, aprendiz de caudillo, lector dogmático, importador de torpes liturgias plebiscitarias, el honrado y la casta, el puro y “los zurdos”, el bueno y el malo, entre coros de estadio y consignas de bar, una ofensa al buen gusto y a la inteligencia. Tiene que ver, ¡tiene que ver! Tiene que ver porque, aunque muchos crean que el mundo cambia cada diez minutos, el hombre es más o menos lo que siempre fue y para el hombre argentino el dilema no cambia: el “mandato imposible” es aquí lo que para Natalio Botana y Ezequiel Gallo, demasiado sabios para interesar al liberalismo 4.0, fue el dilema entre república posible y república verdadera, de la muerte de una en el altar de la otra.

Visto así, en la perspectiva histórica de la que dudo tenga noción, el liberalismo mileísta no es heredero del humanismo sarmientino o alberdiano: es heredero del positivismo autocrático, del liberalismo predemocrático. De ahí la tentación de reivindicar las dictaduras “liberales”. Puede que gane las elecciones, no lo sé. Pero si cree que de repente ha convertido al “pueblo” a la libertad, a su idea de libertad, se engaña a sí mismo. Repito: no hay atajos. Un día llamarán a su timbre y no le traerán buenas noticias: héroe hoy, villano mañana.

© La Nación

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