domingo, 9 de julio de 2023

Un libertario en el supermercado del esperpento

 Por Jorge Fernández Díaz

Hay dos herramientas clásicas para explicar la vida de Javier Milei: la literatura fantástica y la psiquiatría. La segunda perjudicó mucho a la primera, que tuvo su apogeo y declinación en la primera parte del siglo XX; juntas se dan cita ahora en los primeros capítulos de “El loco” (Planeta), la asombrosa crónica periodística de Juan Luis González donde se cuentan algunas escenas que parecen surgidas de una película de John Carpenter. La investigación revela, por ejemplo, que un domingo de octubre de 2017 su legendario perro Conan agonizó en los brazos del libertario, y que atravesó ese traumático proceso en su departamento del Abasto junto con un parapsicólogo y una telépata que leían la mente del can y lo “comunicaban” con su amo. Milei mandó hacer en Estados Unidos una serie de clones del animal, a quienes ahora llama sus “nietos”.

“Karina, su hermana, tan indispensable para él como Conan, intentó ayudarlo –refiere el autor–. Estudió para convertirse en médium y empezó a ser ella misma quien comunicaba al recién fallecido can con su dueño, una actividad que al día de hoy es central en la vida de la menor de los Milei: ella dice poder hablar con animales vivos y muertos y que en base a eso toma decisiones importantes”. A continuación, González señala que el líder de La Libertad Avanza les ha hecho una confesión impactante a algunos de sus allegados: comenzó “a tener charlas con el mismísimo Dios. ‘Yo vi tres veces la resurrección de Cristo, pero no lo puedo contar. Dirían que estoy loco’, le narró a un amigo. Hasta que Dios, como había hecho antes con Moisés, le dijo que tenía para él una ‘misión’. Debía meterse en política. Y le dijo algo más: no tenía que parar hasta ser presidente”. Admite el periodista que su propósito inicial era un simple trabajo narrativo para explicar por dentro un fenómeno ideológico fulgurante. No esperaba encontrar situaciones que tampoco hubiese desdeñado Tomás Eloy Martínez, como aquella mítica secuencia de “Lugar común la muerte”, donde Lopecito –paradigma de la derecha esotérica- custodiaba el sueño de Perón y lo protegía de espíritus malignos.

No hace falta explicar por qué resulta pertinente conocer la vida privada de un candidato presidencial: hay una enorme bibliografía periodística sobre el tema y los más prestigiosos diarios del planeta respaldan esa praxis fundamental a favor de la opinión pública. Pero también maticemos para ser justos: no es Milei el único dirigente argento que probablemente no pasaría una pericia psicológica, y este articulista no abre juicios acerca del amor ciego por las mascotas, las creencias místicas o las cábalas personales, por más estrafalarias que le resulten. Todos buscamos refugios para atemperar de algún modo el dolor y la incertidumbre que produce la intemperie de la vida. Lo que interesa aquí es la lógica íntima y el entorno que explican su talante, y la plataforma de sentido desde las que adopta iniciativas y resuelve entuertos. El libro de marras abunda de hecho en asuntos más terrenales y aún más delicados que mastines espectrales o incluso asesores ocultistas, algo que por cierto no ha sido inhabitual en la política de todos los tiempos. El problema real es que la corta carrera de Milei demuestra una inquietante inclinación por multiplicar enemigos irreductibles, por expulsar a socios y llamarlos traidores, por iniciar razzias dentro de su joven fuerza política, por ordenar violentos ataques piraña en las redes, por una conducción caótica y colérica, y por abrazar propuestas delirantes, como armar a toda la población, habilitar la venta de órganos y de niños, y dinamitar el Banco Central. Extremando sus dogmas, ha instalado –tal vez involuntariamente– la premisa de que todo se vende y todo se compra. Esa idea conduce, por paradoja, a un apotegma secreto de la “casta”: todo tiene precio. Y ese ánimo, que no es promercado sino mercantilista y con tintes amorales, incluye muy especialmente los lugares en las listas de candidatos a legisladores de todo el país, algo que ha provocado un serio escándalo esta misma semana. El resultado de esa subasta surrealista permitió que se hayan colgado de su fama y puedan eventualmente acceder a legislaturas oscuros personajes descartados por partidos tradicionales, inescrupulosos con sellos de goma, procesados buscando fueros, autoritarios oxidados y vergonzosos, y en general “clientes” a los que no les ha importado poner miles de dólares para acceder a ese supermercado del esperpento, porque quizá imaginan luego amortizar su inversión ofreciendo servicios desde sus bancas a quienes convenga. Ingresar en la rosca, aunque sea con el discurso de venir a romperla, tiene sus beneficios. Y hombres y mujeres sin recursos, por favor abstenerse: la representación libertaria no necesita de los humildes, aquí solo entran mercenarios con bolsa de oro. Que venga el que quiera, siempre que traiga termosellados. Y todo eso con un agregado: el massismo ha operado desde afuera en ese armado abierto con el objetivo de colocar dobles agentes. Los baquianos saben además que los amigos de Sergio Massa barrenan día y noche a favor de Javier Milei en los municipios del conurbano para debilitar a la oposición republicana. Está lleno de incongruencias, como se ve, el camino del libertario. En nombre del mercado acopia mercachifles, para limpiar esta política la ensucia con impresentables y en guerra contra el statu quo acepta una mano del peronismo rapaz.

Cuesta creer, sin embargo, que esta vuelta de campana se deba a la mera ambición personal o a una supuesta perversión del caudillo de “la nueva derecha”; más bien parecen torpezas de un amateur que ha estudiado a los teóricos del anarcocapitalismo, pero que no ha reflexionado profundamente acerca del oficio que está encarando, ni ha estudiado con serenidad el escenario que pisa. También parece el resultado de un “petit comité” endogámico y sin la mínima experiencia, un grupúsculo comandado por su propia hermana, que toma decisiones peregrinas y estrambóticas sin consultar a casi nadie, como no sean las fuerzas del más allá, que susurran en sus oídos. Fue relativamente fácil lanzar diatribas y tesis economicistas en la burbuja de los canales noticiosos y al calor del rating, que ama las hipérboles. Pero muchas de esas ideas extravagantes no resisten la exposición a la realidad, se derriten a plena luz del día y naufragan a la hora de los bifes. Milei fue una voz valiosa contra el estatismo cerril, pero malversó la palabra “liberal” con ocurrencias que no puso en práctica ninguna nación exitosa donde se practica plenamente el liberalismo político. Propone acabar con un mesianismo “nacional y popular” encarnado por la arquitecta egipcia con otro mesianismo de sesgo antagónico, que curiosamente también descree de las instituciones, o al menos le resultan sospechosas, dado que traban el decisionismo y ocasionan gasto público. El ensayista José Benegas, que estudió el vínculo de los libertarios con modelos fascistas, lo explica en la página 195: “Los liberales queremos que haya Estado para que haya seguridad y justicia. ¿Podríamos tener eso sin Estado? El supuesto del anarcocapitalismo es que sin Estado la gente se arreglaría para colaborar y protegerse, y entonces el crimen no aparecería y nadie te podría robar o atacar porque eso tendría consecuencias. Es un disfraz perfecto. No quieren que deje de haber Estado para poder colaborar, quieren que deje de haber Estado para poder segregar”. Durante todo este estudio, Juan González se pregunta una y otra vez cómo hizo Milei para llegar tan rápido y tan lejos. Yamil Santoro, que trató al mesías libertario, intenta una explicación: “Hubo una tormenta perfecta entre lo bizarro, lo kitsch, el odio y el desequilibrio. ¿Cuántos políticos tenés que pongan un sentimiento de verdad arriba de la mesa? Javier es psiquiátrico, está humanamente roto y por eso es tan potente: la gente empatiza con él porque está enojada”. Otra posible respuesta habrá que seguir buscándola en la literatura fantástica, o en esa rama específica que es el realismo mágico, donde realidad y alucinación son lo mismo. Para muchos argentinos rotos, un médico es igual que un nigromante.

© La Nación

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