lunes, 1 de mayo de 2023

Érase un país en el que…

Otros tiempos. El presidente y el ministro de Economía habían jurado no unirse jamás.

Por Sergio Sinay (*)

Érase un país en el que cualquiera podía ser presidente, o ministro de Economía, o canciller, u ocupar un cargo en el gobierno. No era necesario demostrar antecedentes ni capacidad alguna. Bastaba con tener audacia, codicia e irresponsabilidad. 

Esos cargos no se ocupaban para llevar adelante acciones y estrategias destinadas al bien común, al mejoramiento de la vida de las personas y al cumplimiento de lo que, en su libro La promesa de la política, Hannah Arendt consideró como misión y fin de esta actividad humana: asegurar la supervivencia y la convivencia de los miembros de la sociedad para que cada uno tenga paz, tranquilidad y una porción de felicidad, garantizada por un Estado que monopolice la violencia e impida que estén todos contra todos.

Completamente al revés, en aquel país la política y sus cargos se ponían al servicio de intereses personales o grupales de sus ocupantes, socios, amigos y cómplices. El presidente y el ministro de Economía podían negar sus pasados, darse vuelta en el aire como panqueques para terminar en complicidad con quienes habían jurado no unirse jamás. Así un presidente podía ser nombrado por la vicepresidenta, tras haber dicho de ella de todo, menos que fuera linda, ante cámaras de televisión que lo grabaron para siempre, y podía decir y hacer todo lo contrario de lo anterior a partir del momento de su unción. A su vez la que lo había designado podía abjurar de él y, a pesar de ser la responsable de que ese hombre sin atributos ocupara el cargo, pasar a considerarlo un enemigo (lo que había sido siempre). El ministro de Economía, que carecía de cualquier antecedente para el cargo y que no cesaba de cometer errores que llevaban la economía (y el país) al abismo, se aferraba al cargo con el único objetivo de convertirse en candidato presidencial de la alianza oficialista, a la que tiempo atrás había jurado (y firmado ante cámaras) que iba a destruir, llevar a la Justicia y terminar con todos sus ñoquis insertos en puestos pagados por los contribuyentes a través del tesoro público. En aquel país, durante el derrumbe del gobierno, renunciaban los ministros y asesores que supuestamente eran amigos del presidente (tratando de salvar algo de su ropa) mientras se mantenían en sus cargos quienes de manera manifiesta lo despreciaban y desmentían a cada paso.

Los habitantes de ese país se despertaban cada mañana ante un futuro más sombrío, no sabían para cuántos días les alcanzarían sus ingresos y por cuánto tiempo contarían con ellos, quienes querían producir eran castigados con más prohibiciones e impuestos; la libre circulación, un derecho constitucional, era impedida de manera aviesa con trucos infames por el gobierno y este, desesperado por divisas que luego dispendiaba en un agujero fiscal sin fondo, exprimía siempre a la misma minoría de personas que trabajaban. En el país de este cuento una enorme y pesada proporción de sus habitantes se había acostumbrado a vivir de subsidios, planes sociales crónicos y diferentes prebendas estatales (usadas para la compra de votos cautivos) mientras la pobreza y la indigencia crecían, se profundizaban y alcanzaban porcentajes de escándalo. Aun así existía en la mayoría de la población la creencia casi religiosa, y nunca fundamentada por los hechos y la historia, de que era un país elegido para la grandeza y la gloria y que el mundo entero estaba pendiente de que eso ocurriera. En función de esa creencia (casi un dogma) se esperaba interminablemente la llegada de un mesías, una figura providencial que se encargaría del cumplimiento de esta promesa de origen desconocido. Por lo tanto, nada había que hacer, ningún sacrificio era necesario, solo depositar cada cuatro años en la urna un voto por ese enviado divino, que podía encarnar en las figuras más insólitas e imposibles, en las más corruptas o desquiciadas, en las más mentirosas e indignas, en las más incapaces e inconfiables. En las de peores prontuarios. Érase así una historia sin fin.

Aclaración: el presente es un relato de ficción, nacido de la imaginación del autor, y toda coincidencia con algún país real y su situación es casual.

(*) Escritor y periodista

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