domingo, 19 de marzo de 2023

La puerta que nadie quiere abrir

 Por Jorge Fernández Díaz

Uno de los misterios más singulares de la literatura nacional tiene que ver con un hotel, un viajante solitario y unos ruidos sobrenaturales. Una increíble casualidad del destino provocó que, más o menos por la misma época, pero sin enterarse uno del propósito del otro, Cortázar y Bioy Casares escribieran el mismo cuento: un argentino cruza en barco al Uruguay, pide ser conducido al sombrío hotel Cervantes, se hospeda en un cuarto y por la noche comienza a oír sonidos molestos, provenientes de la habitación contigua. Cortázar establece enseguida que es el llanto de un bebé, Bioy que se trata de una pareja haciendo el amor a los gritos. 

El desenlace, en uno y otro relato, es mágico o tal vez fantasmagórico, y alrededor precisamente de esa coincidencia enigmática –dos cuentistas de un mismo país pergeñan y ejecutan en los mismos años una misma trama– un tercer escritor –el español Enrique Vila-Matas– articula y publica ahora una novela llamada “Montevideo” (Seix Barral). Su indagación, de aliento ensayístico, parte de una frase de Beatriz Sarlo acerca de esa “puerta condenada”, que estaba oculta por un armario con espejo en la habitación descripta por el autor de “Rayuela”: “Ése es el lugar exacto en el que irrumpe lo fantástico en el cuento de Cortázar”. Vila-Matas se siente tan intrigado por todo este extraño asunto que declara la intención de viajar a Montevideo y dormir en el mítico cuarto de la segunda planta del hotel Cervantes. La anécdota le sirve como excusa, en verdad, para escribir sobre esos raros umbrales literarios y metafísicos donde ocurren pequeños milagros de la vida, del arte y de la historia, y donde se desnudan sus grandes ambigüedades. Esta flamante novela, solo parcialmente autobiográfica, tiene una tapa que le hace justicia: las puertas como metáfora esencial. Y sin quererlo –nada más lejos de este autor vanguardista que descender al barro de la política– el tema parece útil para descifrar el sentimiento profundo, quizá incluso inconsciente, que atornilla y atormenta al “argentino promedio”, comprendiendo dentro de ese amplio colectivo a millones de indecisos tácitos o confesos, antiguos votantes de todo el espectro, que puestos a jugar al multiple choice con los encuestadores de turno declaran “no sabe, no contesta” o arriman tímidamente su apoyo a un candidato o a un partido o a una coalición, pero sin ninguna convicción firme. Algunos sienten vergüenza por no tenerla, y es por eso que condescienden a una dinámica de casino, como ese jugador que tras una mala noche espolvorea sin pensar las últimas fichas por toda la mesa. Es claro que, más allá de los convencidos –aquellos que simpatizan o militan en las trincheras–, casi todos los independientes comprenden en la intimidad que el modelo argentino ha fracasado y que avanzamos hacia una dramática definición, hacia un nuevo umbral. El punto es que esos argentinos creen haber probado ya todas las puertas. Y haber descubierto que todas ellas dan al patio del infierno. Aquí han fracasado los que sabían y los ineptos, los tecnócratas y los analfabetos económicos, los peronistas y los republicanos, los socialdemócratas y los desarrollistas, los chavistas y los neoliberales. El ciudadano presiente que deberá igualmente darle una oportunidad a alguien que en el pasado le falló y aguantar con estoicismo la chance de que vuelva a intentarlo. Y aunque haya encontrado por el camino a Javier Milei –figura virginal de todo pecado gestionario–, barrunta también que esa puerta da al vacío. Milei puede recoger ira y desencanto en cantidades industriales –hoy funge más como un grito que como un hecho–, pero no es capaz todavía de presentarle a la sociedad un programa de gobernanza que haga mínimamente factibles sus ideas hiperbólicas. Cuando deben justificar su simpatía por ese nuevo líder antisistema e imaginar su “día después”, algunos encuestados confiesan que su elección es básicamente emocional y hasta modulan una sentencia autoindulgente: “De todos modos Milei no puede ganar”. ¿Y si al final puede? ¿Y si aun sin ganar, quiebra la performance electoral de la oposición republicana y mantiene en el poder a la calamitosa coalición gobernante? Un voto testimonial casi nunca es inocuo, y a veces incluso puede ser suicida.

Otro sentimiento que despierta este vestíbulo incendiado –con más de 100% de inflación y más de 50% de pobreza real– y rodeado de puertas tentadoras aunque peligrosas, se vincula con la certeza más o menos explícita de que la mejor de todas ellas conducirá a más sudor y a más lágrimas. “Nos han quitado todo y nos han enfermado, y resulta que ahora para curarnos ¿nos seguirán quitando lo poco que nos queda?”, se interroga en silencio la mayoría. Es, desde ya, una pregunta retórica; todos conocen o intuyen la respuesta. Hay dirigentes que para lidiar con un adicto prefieren seguir suministrándole droga y dejarlo agonizar, o directamente encarcelarlo; cualquier cosa antes que ofrecerle el difícil pero sanador calvario de una terapia y una abstinencia. Pero “sufrir para dejar de sufrir” tampoco será sencillo de explicar públicamente, aunque el “argentino promedio” vislumbra que ése es el tifón que le espera a su barquito, y todo eso en el mejor de los casos, puesto que la alternativa al sacrificio de seguir remando es continuar hundiéndose en el medio del océano: todos tenemos a esta altura el casco perforado, y lo sabemos de sobra.

Tampoco faltan –nunca lo hacen– quienes creen en la literatura fantástica aplicada a la política y piensan, como el personaje de Bioy, que siempre hay una aventura mágica. Se trata de la vieja opción por la superchería: curanderos demagogos –como aquellos embusteros de carromato que vendían tónicos contra el desamor y la calvicie– difunden aquí y allá renovadas promesas incumplibles e indoloras, frente a un público que los escucha pensativo, queriendo creer con todas sus fuerzas en ese descomunal camelo: es que los médicos serios hacen doler, sus tratamientos son demasiado exigentes y sus remedios no siempre resultaron eficaces. El cuerpo del inconsciente colectivo, después de tantas heridas y frustraciones, no sabe cómo reaccionar, y permanece inerte y pesimista. Es que el miedo al dolor suma el temor al entusiasmo, y ambos conducen a la renuncia al riesgo y por lo tanto a la esperanza, y es así cómo se explica este estado de ánimo generalizado que tiene las formas de la anomia, la resignación, la tristeza y la decisión de crear burbujas donde aislarse del estropicio y de la conciencia plena. Éste es el magma que explica el inmovilismo de una sociedad para quien las malas noticias ya no son noticia, y para la que no hay puertas claras ni esclarecidos. Se trata de un estado de ánimo inédito, y se diría que potencialmente explosivo, puesto que la mishiadura, la rabia y el desánimo sostenidos en el tiempo suelen desembocar en resentimiento soterrado y diluyente, y no pocas veces hasta en violencia brusca e inarticulada.

Finalmente, quien bucea en ese enorme electorado inactivo se tropieza también con la palabra “grieta”, que no tiene uno sino varios significados. Su crítica es certera, puesto que reprocha la división nacional en la emergencia y le adjudica parte de la culpa de nuestros padecimientos. Luego está la interpretación que cada candidato hace de ese vocablo y cómo utiliza el insumo de la “antigrieta”, que por ahora solo llena la boca de antikirchneristas, un campo donde no están justamente los pirómanos, sino los que apenas han logrado defenderse de sus lanzallamas. Ningún kirchnerista identitario renuncia a la lógica amigo-enemigo, por más que los sondeos así se lo indiquen. Esta semana, sin ir más lejos, un vocero de Cristina Kirchner pareció ponerle un precio al cierre de la grieta y a la futura paz social, al explicar que si a su jefa no se la absuelven antes de la presentación de listas, “el país no será viable”. Con este mismo espíritu de chantaje y discordia se han manejado durante veinte años. El ciclo solo lo podrá cerrar el “argentino promedio” –el voto independiente– y será abriendo una puerta. Y cruzando valientemente ese umbral metafísico donde a veces ocurren, como refiere Vila-Matas, raros milagros del arte y de la historia.

© La Nación

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