sábado, 11 de febrero de 2023

Una historia de Europa (XLVII)

 Por Arturo Pérez-Reverte

El siglo XV, que los italianos llaman Quatroccento, alumbró una Europa que dos o tres centurias atrás no habría imaginado ni la madre que la parió. Los cambios se venían dando desde unos siglos antes, cuando del limitado baluarte intelectual de los monasterios medievales (ora et labora) se pasó a las primeras universidades, y cuando el arte románico de muros espesos y bóveda de cañón, oscuro y con aire de fortaleza, que difundido desde la abadía francesa de Cluny había dado unidad de estilo a Europa, cedió lugar a una nueva arquitectura impulsada por los monjes del Císter (también ésos eran gabachos), con su luminosa verticalidad, bóvedas de crucería y decoración innovadora que pronto se extendió a lo civil. 

Así, entre los siglos XII y XIII y coleando hasta el XIV, el occidente europeo se llenó de esas extraordinarias biblias de piedra y cristal llamadas catedrales góticas (Nôtre Dame, Burgos, Colonia, Milán y numerosos etcéteras), que hoy siguen dando personalidad y postín a las afortunadas ciudades que cuentan con ellas. El caso es que soplaban aires nuevos en la política, la sociedad, la ciencia, el arte y la literatura. Después de los estragos causados por la Peste Negra y la escabechina de los Cien Años, con la frontera oriental (Bizancio) a la defensiva ante el Islam y la frontera occidental (España) a la ofensiva y ganando terreno a espadazos a la morisma, Europa entraba en un período de equilibrio dentro de lo que cabe: afianzamiento de nacionalidades, aumento de población (lo que beneficiaba a una burguesía cada vez más poderosa y con pasta), y secularización de la cultura, poco a poco menos dependiente de la Iglesia. Lo que hoy llamaríamos modernidad estaba a punto de caramelo (invento de la brújula, invento de la pólvora aplicada al arte militar, invento de la imprenta de tipos de madera que permitía mejorar la producción de libros). Numerosos indicios anunciaban, o confirmaban, ese nuevo ambiente que se colaba por todas partes; y uno de tales indicios tenía nombre y apellidos, pues se llamó Marco Polo: un veneciano que iba a cambiar mucho la concepción que los europeos tenían del mundo. Hasta entonces, más o menos, Oriente y en concreto China se consideraban en el quinto carajo. Lejísimos, o sea, y no sólo en sentido geográfico. Quienes mantenían los tenues lazos de Occidente con aquella remota parte del mundo eran los comerciantes, italianos muchos de ellos, que iban y venían buscándose la vida con viajes atrevidos y aventureros. Una de aquellas familias comerciantes era de Venecia, se apellidaba Polo, y tres de sus miembros (un padre, un hermano y el hijo del primero) tuvieron las santas agallas de aventurarse tan al este que acabaron llegando a Pekín, donde reinaba el emperador Kublai Kan. No fueron los primeros que llegaban allí, pero sí los más afortunados. Le cayeron simpáticos al emperata de allí, pasaron veintitrés años con él y regresaron a Venecia cargados de mercancías y novedades por contar; cosa que Marco, hijo y sobrino de los que realizaron el viaje, que había ido con ellos, hizo en un libro (Los viajes de Marco Polo o libro de las maravillas) que se convirtió en el pelotazo más leído de su tiempo, dio a conocer las tierras, gentes y civilizaciones de Asia, y alentó que, olfateando las posibilidades lucrativas del asunto, los comerciantes europeos (sobre todo de Génova, Venecia y Pisa, pero también de la corona de Aragón, que se expandía con rapidez por el Mare Nostrum) aumentaran la importación de seda, especias y otros productos a través de la llamada ruta de la seda, que discurría a través de las tierras ocupadas por el Islam y cruzaba el Mediterráneo hasta los puertos de Italia. Eso propició un auge del corso y la piratería del que hablaremos en otro episodio; pero sobre todo enriqueció a la burguesía de algunas ciudades italianas (sobre todo a las grandes familias de comerciantes y banqueros, acostumbradas a conchabarse entre ellas concertando matrimonios), que establecieron consulados y colonias por todo el Mediterráneo oriental. Y como cuando sacas destacas, en las urbes con viruta fraguó al fin aquella modernidad que llevaba tiempo queriendo romper aguas. Lo hizo encarnada, o simbolizada, en una figura social decisiva para el futuro intelectual de Europa, la del mecenas (nombre inspirado en el romano Mecenas, protector de literatos en tiempos del emperador Augusto): fulanos podridos de pasta que, aunque sin condiciones personales para ser genios de nada, amaban la ciencia y la cultura (o el prestigio social que éstas daban) lo suficiente para costear la carrera y obra de científicos y artistas de los que se convertían en protectores. Y eso, vinculado a la bella palabra Renacimiento, iba a hacer famosos los nombres de la ciudad de Florencia y de una familia de banqueros apellidada Médici.

[Continuará]

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