lunes, 2 de enero de 2023

El lugar de los porteños en el relato K

 Por James Neilson

No es ningún secreto que, en opinión de Cristina Kirchner, la Corte Suprema y la Capital Federal encarnan el mal. La señora odia a los jueces del tribunal máximo que la tienen en la mira por causas de corrupción y desprecia a los porteños que, además de ser demasiado proclives a votar por sujetos macristas, a su juicio son tan perversos que, como señaló en una oportunidad, se preocupan más por el bienestar de los helechos que por aquel de sus vecinos bonaerenses.

Fue de prever, pues, que el fallo unánime de los cuatro jueces a favor de la Ciudad de Buenos Aires le motivaría indignación y que Alberto Fernández se sentiría obligado a tranquilizarla, lo que hizo desairando primero a la Corte y, horas más tarde, al gobierno porteño al ofrecerle bonos en lugar de pesos.

Huelga decir que el conflicto entre el gobierno nacional y el de la Capital Federal que casi dio lugar a un choque de poderes de consecuencias nada gratas se debe a algo más que la decisión de Alberto de quitarle a Horacio Rodríguez Larreta un trozo sustancial de los fondos de coparticipación para beneficiar al muy kirchnerista Axel Kicillof cuando el gobernador necesitaba dinero para poner fin a una rebelión de la policía bonaerense.

Sucede que, en la mente oficial, se ha instalado la idea de que la Ciudad por antonomasia es una aberración parasitaria que chupa riqueza del resto del país. Los kirchneristas más fogosos insisten en que los porteños viven del trabajo ajeno.

Después de todo, dicen, no son agricultores ni fabricantes sino comerciantes, oficinistas o burócratas, es decir, burgueses que morirían de hambre sin lo aportado por sus compatriotas abnegados que sí trabajan como Dios manda.

Se trata de un prejuicio que está ampliamente difundido no sólo aquí sino también en otras partes del planeta en que, para envidia de los demás, las grandes metrópolis prosperan enormemente mientras regiones del interior se hunden en la pobreza. A muchos les parece lógico atribuir la opulencia insultante de Londres, París, Nueva York y, desde luego, Buenos Aires, a una gran estafa. Por cierto, mientras duró la pandemia no faltaban oficialistas que rabiaban contra los porteños que supuestamente se contagiaban los unos y los otros corriendo desaforadamente por las calles y parques o pidiendo que se reanudaran las clases cuanto antes. “Asesinos de abuelos”, les gritaban.

Pues bien: ¿Por qué suelen ser más ricos los grandes centros urbanos que zonas alejadas en que, por lo común, se concentra la pobreza? Por una razón sencilla: cumplen funciones esenciales al aplicar de un modo u otro la inteligencia humana para coordinar las actividades productivas y estimular el intercambio comercial.

Como la oficina central de una gran corporación, desempeñan un papel que es imprescindible. Asimismo, desde que el mundo es mucho, atraen a los más ambiciosos y una proporción notable de los más capaces.

El futuro de la brecha

Es lógico, pues, suponer que en una época en que, se prevé, aumente muchísimo el valor relativo de los recursos intelectuales de una comunidad, es decir, su capital humano, se ampliará aún más la brecha económica que se da entre las urbes más dinámicas y las zonas circundantes, pero puede que ello no ocurra.

Gracias al progreso tecnológico que se ha visto posibilitado por la propensión de hombres y mujeres talentosos a agruparse en ciudades determinadas, las distancias físicas tienden a importar cada vez menos.

Entre muchas otras cosas, la pandemia dio un impulso muy fuerte al teletrabajo, de suerte que, además de poner de moda la oficina virtual, está llevando a la creación de ciudades virtuales cuyos habitantes pueden disfrutar de la vida campestre, lejos del ruido urbano, en su propio país o en otro, sin correr el riesgo de ser contaminados por lo que Karl Marx llamaba “la idiotez rural”.

Ya está produciéndose una diáspora porteña parecida a las protagonizadas por londinenses, parisinos y neoyorquinos al mudarse familias hartas del ajetreo típico de las ciudades no sólo a suburbios residenciales sino también a lugares mucho más alejados de la Capital. Por ahora, es cuestión de un fenómeno muy minoritario, pero es probable que se intensifique mucho en los años venideros.

¿Ayudaría lo que está en marcha a cambiar la actitud de quienes dicen creer que las ciudades son aglomeraciones nefastas?

Desde luego que no, ya que lo que les molesta no es el poder supuestamente desmedido de la metrópoli más cercana sino el hecho de que a partir de fines del siglo XVIII, cuando las ideologías que andando el tiempo se harían dominantes estaban conformándose, actividades que no requieren mucho esfuerzo muscular hayan sido mejor remuneradas, y más prestigiosas, que las tradicionales.

© Diario Río Negro

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