lunes, 5 de diciembre de 2022

Una historia de Europa (XLII)

 Por Arturo Pérez-Reverte

Antes de hablar de las cruzadas (que fueron el acontecimiento más espectacular y peliculero entre los siglos XI y XIII), o para situarlas en el contexto adecuado, hay que señalar dos elementos decisivos para la época: el imperio bizantino y la conquista de Sicilia por los normandos. Lo de Bizancio venía de antiguo: de cuando, dividido el imperio romano en plan tú a Boston y yo a California, la mitad occidental fue hecha bicarbonato de sosa por las invasiones bárbaras, mientras que la oriental aguantaba intacta (y siguió así hasta que en el siglo XV los turcos pasaron a los bizantinos por el filo del alfanje, tomaron Constantinopla y la llamaron Estambul). 

En aquella mitad oriental que se salvó del desastre de Roma se refugiaron la cultura, el pensamiento, las artes y las ciencias, mientras casi todo a poniente se iba al carajo; lo que dio a los bizantinos un aire de niños pijos, sofisticados, que desdeñaban a los catetos de la otra mitad europea. Luego, cuando las nuevas monarquías y el papado de Roma levantaron cabeza, se mantuvieron ese distanciamiento y esa enemistad; acentuados (cómo no) por las cuestiones religiosas, con una división del mundo cristiano que continúa hoy, diez siglos después. Como idiomas cultos y religiosos se establecieron el griego por una parte y el latín por la otra, y frente al papa de Roma se alzó la figura del patriarca de Constantinopla, en plan cada perro con su ciruelo: credo o no credo de Nicea, ritos e iconografías diferentes, hostias de pan sin levadura para unos y con levadura para otros, ideas sobre la naturaleza de Jesucristo (en plan que si era hijo del Padre, no lo era, o sólo pasaba por allí), sexo de los ángeles y otras chorradas que daban de comer a los teólogos. Hubo, en fin, mucho mentarse a la madre y mutuas excomuniones, durante un siglo y medio fracasaron todos los intentos de reconciliación y unidad, y el pifostio acabó en lo que los historiadores llaman Gran Cisma: dos iglesias principales en el mundo cristiano, católica romana y ortodoxa oriental, que todavía colean y, aunque ahora (siglo XXI) se hallan en razonable relación, aún se miran por encima del hombro. En cuanto al otro acontecimiento notable de entonces, también relacionado de refilón con Bizancio, es la hazaña impulsada por cuarenta caballeros normandos que, volviendo de peregrinar a Tierra Santa (la gente con pasta viajaba a Palestina en plan turista, visitando los lugares donde había nacido y padecido Jesucristo), decidieron apuntarse por su cuenta a la lucha contra los sarracenos que entonces asediaban Salerno y las posesiones bizantinas de la región. Los cuarenta de marras acabaron tomándole el gusto a la cosa, se corrió la voz por Normandía, y una peña de paisanos ansiosos de aventuras y botín se les fueron uniendo hasta crear unas mesnadas mercenarias que, al servicio de Bizancio o en su contra, según les pagaban, y aprovechando el barullo, se hicieron tan amos del cotarro que llegaron a capturar al papa León IX en la batalla de Benevento, con un par de huevos. Luego, consumado el Gran Cisma y ahora a favor de otro papa romano, Nicolás II, ayudaron a expulsar de Italia a los últimos bizantinos que allí quedaban. Uno de esos normandos, fulano listo, duro y peligroso llamado Roberto Guiscardo, se adueñó de Calabria y Apulia, se metió en Sicilia, que estaba en manos islámicas, tomó la ciudad de Mesina e hizo picadillo a los moros de la isla y sus cercanías (cuando viajas allí y ves a gente rubia y con ojos claros, no puedes evitar acordarte de Guiscardo y el resto de su pandilla). El caso es que en treinta años, con el aplauso de los papas de Roma, los normandos despejaron de musulmanes y bizantinos el sur de Italia, pusieron pie al otro lado del Adriático, en la costa de Albania, y no fueron más lejos porque Roberto Guiscardo palmó en 1085. Aun así, aquel estado militar y aventurero instalado en el corazón del Mediterráneo, encrucijada de tres grandes civilizaciones, tendría enorme influencia. Por esas fechas, los musulmanes habían renunciado a más conquistas y se conformaban con vivir tranquilos pirateando, comerciando y tal; pero se habían extendido demasiado y no tenían fronteras defendibles: Italia, Cerdeña y Sicilia volvían a manos cristianas, en España los nacientes reinos locales les estaban arrimando candela, y cada vez navegaban por el Mediterráneo más barcos genoveses (muy pronto también lo harían los de Venecia y los de la corona de Aragón). Para complicar las cosas, el 27 de noviembre de 1095, en la ciudad de Clermont, el papa Urbano II proclamó la Cruzada para liberar los santos lugares de Palestina. Y la cristiandad casi entera, al grito de «Dios lo quiere», se embarcó en esa portentosa y caballeresca aventura.

[Continuará]

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