jueves, 10 de noviembre de 2022

La cátedra del “profesor” Fernández


Por Luciano Román

A la mañana embiste contra los jueces, violenta la división de poderes y atropella a la Corte Suprema. A la tarde se pone el traje de profesor y dicta cátedra en la Facultad de Derecho, donde se supone que debería enseñarse el respeto a la independencia y a la autonomía judicial. El protagonista de estas escenas contradictorias (registradas, una vez más, la semana pasada) es el presidente de la Nación, y por eso quedan expuestas y adquieren notoriedad pública. 

Pero ¿cuántos militantes de la doctrina del lawfare y del resentimiento contra la Corte ocupan hoy las cátedras de Derecho en las universidades nacionales? Formulada de otro modo, la pregunta de fondo sería esta: ¿cómo se están formando los abogados, los jueces y los fiscales de mañana? ¿Con apego a las normas y a los pilares del derecho o con una actitud combativa y militante que busca, precisamente, arrasar con la independencia judicial?

Las consecuencias de la enseñanza sesgada e hiperideologizada en las aulas universitarias suelen verse cuando ya es demasiado tarde. En las últimas décadas, por ejemplo, se advirtió el impacto –en juzgados y tribunales de todo el país– de las teorías zaffaronianas que se enseñaron con espíritu militante entre las décadas del ochenta y el noventa. ¿Se están formando ahora generaciones de discípulos de Justicia Legítima?

La imagen del Presidente al frente de un aula de Derecho justifica varios interrogantes. Uno de ellos (que tal vez parezca periférico, pero no lo es) pasa por esta suerte de “turismo docente” de alguien que, cada tanto, se hace “una escapada” a la facultad, siempre con fotógrafo y anuncio oficial, como si tomara la función de profesor universitario como una distracción personal o una operación menor de marketing político. La docencia –no es necesario decirlo– exige preparación, constancia, continuidad y método. A simple vista, todo eso parece ausente en el caso del Presidente, que, lejos de dar el ejemplo, mantiene su cargo universitario como una especie de hobbie mal atendido. ¿Firma alguna planilla de asistencia? ¿Desarrolla una parte del programa? ¿Prepara algún material didáctico? Tal vez sean preguntas que debería contestar la facultad. Distinto sería que fuera a dar “una charla”, pero –de acuerdo con la información oficial– el jefe del Estado concurre a “dar clase” y a tomar exámenes, aunque lo haga de manera ocasional. ¿Se honra la función docente con esa mezcla de improvisación y ligereza? ¿Hay una suerte de privilegio que exime a un “profesor vip” de las exigencias administrativas y académicas que rigen para cualquier adjunto?

Las preguntas de fondo, sin embargo, no pasan tanto por las formas (siempre importantes), sino por el contenido y el mensaje que el Presidente pueda transmitir a los estudiantes que se preparan para administrar justicia. Después de una extraña acrobacia que lo ha llevado a contradecir todo lo que criticó durante los gobiernos de Cristina Kirchner, Alberto Fernández se ha convertido en una especie de cruzado contra la división de poderes. Al ritmo de sus necesidades políticas, ha avanzado contra magistrados que fallan en contra de sus opiniones e intereses (siempre cambiantes y volátiles) y ha promovido a las apuradas reformas institucionales que apuntan a debilitar o suprimir la independencia del Poder Judicial. ¿Se pueden escindir las condiciones de militante contra la Justicia y profesor de ciencias jurídicas? El Presidente ha ofrecido, además, pagar una importante suma de dinero para cerrar una causa penal en la que confesó la violación de una norma que él mismo había dictado en medio de la pandemia. El hecho conecta con otro interrogante de naturaleza ética: ¿se puede enseñar leyes y al mismo tiempo transgredirlas?

Muchos dirigentes políticos han sido y son profesores de derecho o de otras disciplinas. Si lo hacen con responsabilidad y compromiso, por supuesto que una cosa no es incompatible con la otra. La condición docente (con su carga de estudio, de reflexión y de conocimiento) debería mejorar la acción política en aquellos que ejercen ambos roles. El problema es cuando se produce una influencia inversa y el interés político contamina la función docente. El problema es aún mayor cuando se milita “en contra” de lo que se debería enseñar.

El caso del Presidente no hace más que llamar la atención sobre un fenómeno mucho más amplio y generalizado: el de la cooptación militante de cátedras universitarias, sobre todo en carreras humanísticas o de las llamadas “ciencias blandas”.

Para dimensionar el alcance del problema vale la pena reparar en una declaración firmada por 65 profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata en relación con la causa Vialidad, en la que se juzga, entre otros, a la expresidenta Cristina Kirchner por hechos de corrupción. Buena parte del plantel docente salió a suscribir la tesis de “la persecución judicial” contra la exmandataria. Afirman, entre otras cosas, que se la está juzgando “sin perspectiva de género” y acusan a la Justicia de transformarse en “venganza patriarcal” (sic). Dicen, en una directa alusión al fiscal Diego Luciani (aunque se ocupan de no mencionarlo), que “la colonización de la subjetividad, operada por los grupos concentrados de comunicación, ha naturalizado que jueces y juezas, fiscales y fiscalas (sic)… naturalicen la violación flagrante de garantías constitucionales durante el proceso, la aplicación arbitraria e irracional de figuras penales de contenido elástico que utilizan como formidable instrumento de persecución política, todo ello en marco de claros indicios de sospecha (sic) de parcialidad y falta de independencia de los cuadros judiciales intervinientes”. Si se pasaran por alto las burdas desprolijidades de la prosa (que no deberían ser un dato irrelevante en un texto de profesores universitarios), nos queda la desolación frente a una arquitectura argumental que parece subordinada a la militancia política y apartada del respeto a la independencia judicial. Se les escapa, en el fervor, la curiosa definición de “cuadros judiciales”, un concepto que remite al de “cuadros políticos”, que resulta familiar en la dialéctica de la nostalgia setentista.

La declaración de los profesores de La Plata revela que la cátedra de Alberto Fernández no es una isla en el actual sistema de enseñanza del Derecho. El discurso del “lawfare”, la coartada de “la persecución” y la extravagancia de la “justicia de género” han colonizado el universo académico, donde se practica una “bajada de línea” con peligrosas consecuencias para el futuro institucional.

Siempre conviene releer al maestro Fernando Savater: “Si la justicia es ‘de género’, o ‘de raza’, o ‘de clase’, deja de ser justicia para ser justificación”. El texto de los profesores de Derecho se lee, desde esa perspectiva, como una confesión.

Por supuesto que los jueces y fiscales son susceptibles de críticas y están expuestos al debate. La Justicia es un sistema con enormes fallas y necesidad de cambios. Hay límites, sin embargo, entre la crítica y el atropello, entre querer reformar y querer doblegar al sistema. Detrás de la máscara militante subyace, además, una posición profundamente autoritaria y antijurídica: la justicia es a favor o no es justicia. Las pruebas no importan, importa la ideología. Cualquier alegato o fallo “contrario a los intereses populares” es un acto de persecución. Esto es lo que se transmite, sin ninguna sofisticación intelectual, en cátedras que se dicen de derecho.

Los estudiantes universitarios no son un rebaño disciplinado al que se puede arrear en una u otra dirección. Muchos se rebelan contra las simplificaciones y los intentos de adoctrinamiento. El comportamiento en las elecciones de claustro muestra, en varias casas de estudios, un sano distanciamiento de las ideologías maniqueas y facciosas. Sin embargo, la atmósfera académica parece cada vez más contaminada de una concepción que subordina la docencia a la conveniencia y los intereses de la militancia partidaria. Y el mensaje, aunque no en todos, permea (por conveniencia, comodidad o afinidades) en amplias franjas de los futuros profesionales.

Se forman abogados desde el resentimiento hacia la Justicia, como si en Medicina formaran médicos desde una militancia antivacunas.

Zaffaroni se convirtió en un referente universitario con la audacia de proponer, como ideal, la supresión (no el perfeccionamiento) del sistema penal que estudiaba y enseñaba. Alberto Fernández parece proponer el estudio de la ley y del sistema institucional, no para aplicarla y mejorarlo, sino para vulnerarla y avasallarlo. El derecho implica una dimensión moral, un apego a la lógica kelseniana y un compromiso con la institucionalidad. No es pura técnica y procedimiento, como tampoco pura ideología e intereses. Ser “profesor” no es pararse de vez en cuando al frente de un aula, sino enseñar y practicar el equilibrio, el compromiso ético y el amor por la norma que debería ser el ADN de todo abogado. Las excursiones de Fernández a los claustros universitarios se parecen más a una fachada pretenciosa y pour la galerie que al modelo que debería encarnar un buen docente: el de enseñar con el ejemplo valores republicanos, sin estridencias, con humildad y en silencio. Como debe ser.

© La Nación

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