miércoles, 12 de octubre de 2022

¿Para dónde va a saltar el gato?

 Por Guillermo Piro

Soy fanático de un dibujo animado que creo que ya nadie mira y que se llama La vida moderna de Rocko. Como ocurre con tantas cosas cuando uno deviene padre, empecé a verla con una de mis hijas y el amor fue casi instantáneo: al segundo capítulo solo quería más y más Rocko. Rocko es un canguro australiano que migra a los Estados Unidos y allí vive, es decir, reside en O-Town, tiene una casa, un auto, un perro y algunos amigos.

Uno de esos amigos es Heffer Wolfe, un buey inmenso, tonto y bueno que lo acompaña en sus aventuras y que es una cantera de malentendidos y situaciones disparatadas. De hecho La vida moderna de Rocko es un dibujo animado sobre la amistad –como la mayoría de los dibujos animados para niños, por otra parte–, y tal vez es por eso que los dibujitos animados me gustan tanto. Hay un capítulo en que Rocko va por primera vez de visita a la casa de Heffer, y allí descubre por qué se apellida Wolfe: su padre, madre, hermanos y abuelo son todos lobos. Es algo que en primera instancia asombra a Rocko, que se mantiene en sus cabales y en un momento pide un vaso de agua. El padre de familia le dice que vaya a la heladera y traiga la botella que está allí dentro, cosa que Rocko hace, pero al abrir la puerta de la heladera se encuentra con una oveja maniatada que le ruega que la salve. Rocko, un tanto incómodo, cierra la puerta de la heladera y vuelve a la mesa con la botella, y allí pronuncia una frase letal: “Heffer, no sabía que eras adoptado”. En fin: Heffer tampoco lo sabía, y así es como se desata la trama de ese capítulo soberbio e inolvidable.

Hace unos días en Twitter alguien intempestivamente –es decir fuera de contexto, sin responder a ninguna declaración ajena o propia anterior, simplemente estallando, como Rocko cuando acaba de cerrar la puerta de la heladera y vuelve a la mesa llevando una botella de agua–, declaró estar harto de lo que llamó esa “literatura de patio de escuela privada que es la literatura argentina contemporánea”. Hacía falta el punto de referencia para entender mejor de qué hablaba, o mejor, hacía falta entender de qué hablaba esa persona cuando lo que leía no era una “literatura de patio de escuela privada”. Y la referencia llegó poco después, cuando ante el pedido de nombres explícitos alegó que se había puesto a leer a Peter Handke y entonces había sentido “que estaba hablando con un adulto”.

Aplausos para el misterioso Juan R. autor de esas breves y lapidarias intervenciones. Lo que Juan R. puso de manifiesto es algo que voy a tratar de describir con palabras propias y por lo tanto menos breves y lapidarias. ¿Qué ocurre en un patio de escuela privada? Bien, hay una cierta levedad, una cierta intrascendencia en las posibles conversaciones que se pueden tener en ese lugar en un tiempo tan corto. Y lo de privada indica, claro está, una cuestión de clase. No bastaba hablar de patio de escuela, porque en un patio de escuela pueden tener lugar conversaciones impredecibles, pero cuando se habla de un patio de escuela privada ya la cosa pierde un poco de imprevisibilidad: la pequeña burguesía acomodada y la clase alta si de algo carece es de imprevisibilidad, y eso se transmite de padres a hijos.

Una “literatura de patio de escuela privada” habla, claro está, de conversaciones infantiles, detalle puesto de manifiesto con la aparición en escena de Peter Handke. Hay algo de cierto en que los sellos independientes se nutren de esas conversaciones de recreo de escuela privada, y de que si algo le hace falta a la literatura argentina actual es de voces adultas. ¿Pero voces adultas qué digan qué? De eso se trata: saber lo que dirían les quitaría imprevisibilidad, y lo que se está pidiendo es justamente sorpresa, sentir la incapacidad de saber para dónde va a saltar el gato.

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