miércoles, 21 de septiembre de 2022

El protocolo, las reglas y la austeridad

 Por Pablo Mendelevich

Algo más de diez mil horas faltan para que termine de gobernar el trípode Fernández-Fernández-Massa. Es un tiempo considerable, sobre todo si se recuerda que el nombre informal que recibe el plan de Massa, en realidad el único nombre que tiene, es Aguantar.

Son 445 días, apenas un poco menos que toda la extensión del gobierno de Duhalde. Al mandato de Alberto Fernández le queda más tiempo del que tuvo la presidencia de Castillo, o las de Ramírez, Levingston, Viola, Galtieri, Lastiri, Lonardi, Cámpora y, por supuesto, Adolfo Rodríguez Saá, quien demostró que aun gobernando la Argentina sólo seis días se puede dejar marca. 

Fernández seguramente la dejará, pero no se sabe si será su ya afianzada debilidad o algo nuevo que desarrolle -más bien que le toque- en las próximas diez mil horas. Es obvio, es perogrullesco, pero hay que decirlo: van a pasar muchas cosas.

Si bien la marca de Rodríguez Saá fue la fiesta que hizo el peronismo al grito de “¡Argentina, Argentina!” cuando él anunció el default, habrá quien prefiera recordar al puntano por la promesa de crear un millón de empleos –meta para la cual, huelga detallarlo, no le alcanzó el tiempo- o por la invención del argentino, la nueva moneda que tampoco llegó a existir. La presidencia de Rodríguez Saá, que inauguró un período peronista que se extendió hasta el interregno de Macri, sin embargo tuvo un rasgo distintivo que hasta pudo haber influido en su derrocamiento, del que se ocupó el mismo peronismo que lo había encumbrado: bajó los sueldos de los ministros a la mitad, redujo ministerios, dijo que iba a cortar gastos de la política, puso en venta los autos oficiales, aseguró que se desprendería de los aviones de la Presidencia y congeló las vacantes en la administración pública.

Fue el presidente más severo que haya habido en cuanto a reversión del dispendio e instauración de la austeridad. O, bueno, el último que por lo menos agitó la palabra, por cierto que nunca ejecutada. Los sucesores jamás repondrían la idea de que un Estado quebrado en un país donde la mitad es pobre no debe funcionar como una monarquía árabe, apañados ellos por contadores y numerólogos diversos de esos que nos explican que la incidencia de recortes de “la política” y de la administración cotidiana del Estado es tan insignificante que ni vale la pena hacerlos.

Hay que celebrar que Alberto Fernández paró en Nueva York en un hotel cinco estrellas por módicos 1700 dólares la noche, no como hacía Cristina Kirchner, que con fervor vamosportodista escogía seis estrellas, en los que, desde luego, nunca dormiría con recursos propios. Fernández en este contexto parece un hombre austero.

Es cierto, también, que si el batallón de 50 personas que según la senadora Carolina Losada ahora tiene Ceremonial de Presidencia se contrajera, por ejemplo, a dos especialistas, el déficit fiscal de nuestro país igual seguiría siendo inmanejable. Pero tal vez 50 suene demasiado en términos de capacidad laboral ociosa, sobre todo considerando que gracias a la asamblea de la ONU el Presidente no tuvo que pensar en ir a Londres a vérselas con el exigente protocolo británico en las exequias de la reina, y envió a un embajador de carrera. Sólo le tocó hablar en el recinto de la ONU en el que alguna vez Nikita Kruschev para acrecentar su vehemencia se sacó un zapato y empezó a golpear sobre el pupitre.

Para la entronización de esta misma reina, Isabel II, Perón había enviado a su vicepresidente virtual, el contraalmirante Alberto Teisaire, pero eso fue porque Teisaire hablaba inglés, por lo menos lo suficiente como para poder comentarle al gobierno británico la idea de comprarles las Malvinas. Le contestaron que Churchill caería inmediatamente si sólo osara hablar así del asunto.

Cuando se desclasificaron los documentos de 1953 que prueban ese poco conocido ofrecimiento de Perón, se supo que la diplomacia británica había dejado consignado también que el principal error de Teisaire fue asistir a la coronación de la reina Isabel II no sólo sin uniforme, sino sin ninguna condecoración. En la línea siguiente escribieron: “parecía más bien un camarero de baja categoría”.

Al parecer ahora para los funerales el presidente Fernández no consideró la opción de mandar a su vicepresidenta, en primer lugar porque así no funciona este gobierno, el verbo mandar no aplica acá en forma convencional, y en segundo, porque por principios el peronismo no le va a andar haciendo reverencias a la monarquía británica, fastuosa y colonialista. Bueno, con alguna excepción, como la de Menem cuando ensayó sus dotes seductoras con la propia reina, tal como acaba de refrescar la prensa hasta el cansancio.

Para espanto de atildados especialistas que por estos días recorren los canales de televisión, en el peronismo el protocolo y el ceremonial es más o menos lo mismo, un accesorio del propio relato al que se debe repeler con ampulosidad, porque es una sofisticación burguesa, una vacua danza de la clase imperial. Néstor y Cristina Kirchner no fueron a Londres, pero tuvieron oportunidad de conocer Roma en 2005 cuando Benedicto XVI fue entronizado (otro vicepresidente, Daniel Scioli, había sido enviado a los funerales de Juan Pablo II) y esa fue también la primera vez que lidiaron con un protocolo milenario. El entonces presidente no se privó de algún desafío ocasional. Metamensajes ideológicos de posicionamiento delante de los propios.

Poco después, cuando los diarios hablaban de la llamativa fortuna de los Kirchner, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, decía: “”Los derechos humanos se violan no solo por el terrorismo, la represión, los asesinatos, sino también por la existencia de condiciones de extrema pobreza y de condiciones económicas injustas que originan las grandes desigualdades”. Por frases así el presidente le dio la espalda al actual papa y no fue más al Tedeum.

La administración de los dineros públicos, los comportamientos éticos de los gobernantes y el relato populista, incluido el desdén hacia las tradiciones, las costumbres y las ceremonias que en naciones con muchas más historia que la nuestra unen al presente con raíces legendarias, quizás no sean cuestiones tan aisladas unas de otras.

¿El desprecio por las reglas no formará parte del mismo paquete? Que las reglas, no sólo las protocolares, están para ser discutidas lo confirma el hecho de que ahora mismo una parte del Gobierno está abocada a cuestionar instituciones que se supone que necesitan ser más o menos estables: la composición de la Corte Suprema, la Justicia federal y el sistema electoral.

El mismo oficialismo impulsor de una Corte multitudinaria, que nadie sabe si funcionaría mejor que la actual -lo seguro es que sería muchísimo más cara- quiere derogar las PASO, entre otras cosas por su excesivo costo para el Estado. ¿Pero cómo, desdoblar elecciones en las provincias no aumenta los costos? Argumentos de plastilina para cambiar reglas según conveniencias coyunturales.

Las reglas, ya lo enseñó Cristina Kirchner cuando se negó a entregar el mando, tal como se había hecho siempre, están al servicio de la política.

© La Nación

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