martes, 22 de marzo de 2022

Fuera del Occidente racionalista, laico y democrático no nos espera ningún paraíso

 Por Loris Zanatta

Drôle de guerre, así se recuerda el extraño invierno europeo de 1939. Los tanques nazis aplastaban Polonia, los soviéticos avanzaban hacia las fronteras pactadas por el pacto Molotov-Ribbentrop, la vida continuaba en Occidente. Los franceses y los británicos sabían muy bien que no era normal, que no podía durar así. ¿Qué traería la primavera de 1940? Habían hecho todo lo posible para apaciguar a Hitler, para saciar a la bestia, concesión tras concesión. En nombre de la paz, por supuesto: ¿hay algo mejor? 

Recordados hoy con una mezcla de lástima y desprecio, los Chamberlain y Daladiers, los famosos appeasers, fueron vitoreados por las multitudes a su regreso de la conferencia de Múnich. ¿Morir por Gdansk? ¡Ni hablarlo! Los polacos les caían mal a muchos. Demasiado nacionalistas, susurraban los tímidos; se la habían buscado, insinuaban los más intrépidos; el Tercer Reich tiene sus razones, decían los más descarados. Siempre hay una pizca de verdad incluso en las teorías más absurdas. Pero hoy sabemos –al menos eso espero– que no era el simple destino de una ciudad hanseática lo que estaba en juego.

Los paralelismos históricos son a menudo engañosos: ¡ay de usar la historia como un supermercado, de tomar lo que confirma nuestras creencias y descartar lo que las contradice! Es obvio que 2022 no es 1939: basta con evocar el arma atómica. Pero la historia no es ni siquiera una película que vuelve a empezar desde cero; nunca es igual, pero tampoco del todo diferente. Y si pensamos en términos históricos –algo a lo que la velocidad de nuestro presente nos ha desacostumbrado–, la sombra del pasado se extiende sobre el presente. Así como los alemanes imputaron sus penas a la conferencia de Versalles de 1920 y llamaron al “revisionismo” de los tratados, los rusos culpan a los occidentales por el colapso de su esfera imperial después de 1991 y exigen su reconstrucción. Al igual que los polacos una vez, los ucranianos no son bienvenidos por muchos y por las mismas razones. Es cínico y despiadado, ante las imágenes de ciudades en ruinas y de cadáveres abandonados, de refugiados en fuga y terror en los rostros, pero así es: cuántas almas cándidas incapaces de distinguir entre agresor y agredido, de comprender que lo que aceptamos en otros lugares caerá sobre nosotros, ¡cuántos refinados appeasers de nuestro tiempo!

Sin embargo, lo que más importa y evoca el pasado es que, así como antes no se trataba de Gdansk, hoy no se trata de Kiev. Esto es lo que se les escapa a algunos “pacifistas” sinceros, y lo que otros cuyo “pacifismo” esconde un odio visceral hacia la civilización occidental entienden muy bien. De esto es de lo que se trata. Putin dice: quieren “destruir nuestros valores tradicionales e imponernos sus pseudovalores, que nos corroerían a nosotros y a nuestro pueblo en las entrañas”, los valores “que conducen directamente a la degradación y la degeneración, ya que son contrarios a la propia naturaleza humana”. ¿Cuántas veces hemos escuchado palabras similares? ¿Qué populismo no las ha pronunciado igual, fascista o comunista, cristiano o islámico, eslavo o latino? La nación como organismo en perpetua lucha por la supervivencia, el pueblo como alma inocente sujeta al peligro de descomposición. Érase una vez un pueblo, un pueblo puro y sin pecado, repite el mantra. Pero una elite corrupta se desprendió de su cuerpo, cultivó el fruto prohibido del mal. Hasta el advenimiento de un redentor, no importa si alto y fino o pequeño y calvo. Él tomará de la mano al pueblo elegido, le hará expiar sus pecados y purificar su alma, lo liberará de la esclavitud y lo conducirá a la tierra prometida.

¿Y quién es el gran corruptor de la historia? Es Occidente, claro. No un Occidente cualquiera, sino el Occidente racionalista, laico, cosmopolita, “sin Dios y sin patria”, democrático y capitalista, epicentro de todos los vicios. Ese fue el odiado enemigo de Mussolini y Perón, de Stalin y Franco, de Mao y Pol Pot. Las siniestras catilinarias de Aleksandr Dugin que obstruyen las redes sociales estos días, sus referencias a la herencia grecorromana, a las fuentes cristianas, al materialismo occidental son bienes podridos, alimentos vencidos; permean el pensamiento reaccionario desde hace al menos dos siglos, expresan la nostalgia nunca dormida de una cristiandad idealizada y desaparecida. Situado en su correcta perspectiva histórica, es natural que Putin siga las huellas de Hitler, que Rusia tome la batuta de la cruzada anti-Ilustración que una vez lideró Alemania. Ambos imperios, uno más y otro menos, crecieron al margen de la modernidad liberal que brotaba en el Occidente anglosajón; frente a ella se aferraron a una cultura idealista y romántica, espiritualista y nacionalista; contra las sociedades mercantiles cultivaron la mística religiosa y militar, los mitos del pueblo y de la patria, belicosos por naturaleza. Lo que estamos presenciando en Ucrania es otro episodio más de esta antigua historia.

¿Elegía de Occidente, entonces? ¿Celebración de sus virtudes cuando el eco del debate sobre su decadencia se escucha por todas partes? ¿El milésimo de la historia? Para nada. La historia no es materia para odas sagradas ni tierra apta para las devociones. Los historicismos, Karl Popper docet, son sus enemigos. Las sociedades occidentales son un revoltijo de libertad y vulgaridad, generosidad y mezquindad, creatividad y superficialidad. ¿Han vivido tiempos mejores? Seguro. Pero también peores. Sin embargo, conservan los rasgos de sociedades abiertas, un unicum, no pretenden replicar en semicorcheas el Reino de Dios en la tierra, obligar a nadie a ser un pueblo, un país, una cultura, al mando de un jefe, claro. Esto es en cambio lo que ocurre a menudo en las “periferias”, hoy tan celebradas, mitificadas, señaladas como emblema de pureza perdida. No es así, nos recuerda esta guerra atroz, “allá afuera” no nos espera ningún paraíso, si acaso, el espectro de lo que nos costó siglos y guerras vencer. Un poco más de autoestima: si tantos odian nuestra civilización y adoran a quienes la combaten, no nos olvidemos de quienes padecen a sus enemigos, admiran nuestras libertades y esperan nuestra ayuda. Es su futuro y el nuestro.

© La Nación

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