miércoles, 23 de febrero de 2022

Derechos sin deberes

 Ira. El episodio de José Ernesto Schulman es un emergente
del modelo mental predominante.

Por Sergio Sinay (*)

Al presentar en 2009 su novela El castillo de los Pirineos, el escritor, historiador y filósofo noruego Jostein Gaarder decía: “La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, sigue siendo vigente porque todavía hay serios incumplimientos, pero creo que hay que pensar en las responsabilidades humanas. Tendremos que contar, más temprano que tarde, con una Declaración Universal de los Deberes Humanos”.

Mientras transcurre la tercera década del siglo veintiuno esa Declaración sigue ausente, y se muestra cada vez más necesaria. Su carencia recuerda el pensamiento de Simone Weil (1909-1943), la filósofa francesa a quien sus escasos 34 años de vida le sobraron no solo para renunciar a todo privilegio de origen, acompañar de manera vivencial y no meramente declaratoria la vida de los sufrientes, alcanzar el misticismo a través del martirio personal y cuestionar y hacer tambalear con sus ideas los pilares aparentemente firmes del pensamiento occidental. Weil sostenía que, siendo inseparables, derechos y deberes tenían que establecerse en un orden inmodificable. Primero los deberes, luego los derechos. Y esto es así porque los deberes tienen que ver con el otro, con la persona del prójimo, son el sostén de la alteridad, mientras que, cuando son enarbolados, los derechos se centran en reivindicaciones personales y sectoriales.

Decía Weil en su texto La persona y lo sagrado, escrito en 1942 en Londres, desde donde participaba activamente en la resistencia contra el nazismo, que frases como “tengo derecho a…”, “usted no tiene derecho a…” y similares despiertan un espíritu de guerra y hacen imposible todo matiz de caridad, comprensión o empatía. Quien se atrinchera en ellas suele olvidar sus propios deberes y solo quien cumple con estos puede reclamar derechos. Esgrimidos así los derechos tienen algo de comercial, de reparto, escribía la filósofa. Y sentenciaba: “El derecho solo se sostiene mediante un tono de reivindicaciones, y cuando adopta ese tono es que la fuerza no está lejos, detrás de él, para confirmarlo”. Como apunta el filósofo del derecho italiano Tommaso Greco, de la Universidad de Pisa, Weil viene a revertir completamente la dirección del lenguaje político y jurídico moderno, centrado en la reivindicación y la afirmación de sí mismo a través de la invocación del derecho, y a sustituirlo por la expoliación de sí mismo y la asunción de la obligación respecto de los demás. Cumplir un deber era para Weil acortar la distancia con el otro, moverse hacia él, activar el vínculo, mientras la reivindicación de un derecho, dice Greco, “produce más bien una separación”.

Este enfoque, si se quiere tan herético y revulsivo para el paradigma clásico de derechos y deberes, pareció confirmado en los últimos años a la luz de las transacciones y el comercio político e ideológico que, con la excusa de los derechos, se ven y se viven en el país. El recurso de los derechos, pensaba Simone Weil, es una herramienta del que administra la fuerza o aspira a hacerlo. Y hemos visto como, blandiendo ese recurso, se escracha, se cancela, se discrimina, se reparten parcelas de poder e incluso cajas económicas. El interés de un grupo, organización (sea social, política, económica, etcétera) o facción, tanto como un deseo o beneficio personal, son invocados como derecho, y de esa argumentación se deducen conductas y acciones autoritarias, depredadoras, intolerantes. El episodio protagonizado la semana pasada por el presidente de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, José Ernesto Schulman, al insultar y golpear a la empleada de una terminal de ómnibus culpándola de la demora del vehículo, es apenas un emergente brutal, grotesco y desnudo, uno más, del modelo mental predominante en quienes, apropiándose de la invocación de derechos y repartiendo los beneficios de esa apropiación entre propios, allegados y simpatizantes, terminaron por vaciar a la palabra de significado, de hacerla instrumento de una grieta y, en definitiva, acabaron por sepultar a los deberes en la oscura noche de los tiempos.

(*) Escritor y periodista

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