miércoles, 19 de enero de 2022

Un gobierno fiestero al que le encanta marchar

 Por Loris Zanatta

Al gobierno argentino le encanta marchar. Es fiestero, aunque muchos nos preguntemos qué tiene para festejar, qué es lo que lo hace tan feliz. En noviembre marchó para celebrar la derrota electoral. En diciembre, el Día de la Democracia. Ahora amenaza con apoyar una marcha contra la Corte Suprema. Supongo que pronto convocará a una marcha en honor al “milagro económico argentino”. La onírica sentencia de Joseph Stiglitz es una invitación a hacerlo. Aunque, dados los precedentes con Chávez, sus mimos suenen a beso de la muerte. 

¿Qué decir? Las marchas son los San Perón del siglo XXI. Pero, cuidado con tratarlas como folclore, como espuma sin sustancia, humo sin asado. Parece Macondo pero es realidad: nos recuerda que la democracia es como el zapato de Cenicienta, un objeto frágil en el que el gran pie peronista nunca ha estado cómodo.

Nos hemos acostumbrado tanto a ver al Gobierno organizar marchas que nos escapa la enormidad del fenómeno, la desfiguración que inflige a la gramática democrática. La ley de oro, aunque no escrita, de los regímenes democráticos es que el gobierno gobierna y la sociedad civil marcha, protesta, critica de mil maneras y en sus múltiples expresiones. No fue la Casa Blanca la que trajo a Martin Luther King a la explanada del Congreso en Washington, ni el Elíseo el que desencadenó el Mayo Francés en París. Al movilizarse, la sociedad controla al gobierno, lo limita, lo obliga a rendir cuentas. La democracia es esto, en primer lugar: el poder limitado. Si y cuando los que marchan hoy fueran gobierno en el futuro, entonces se invertirán los papeles: es un criterio mínimo de responsabilidad. Recuerdo la vez que un primer ministro italiano, acorralado por las protestas, planteó la hipótesis de una marcha en apoyo a su gobierno. Los anticuerpos se dispararon y se encontró tan abrumado por las críticas que tuvo que tragarse la idea al instante.

Pero en la Argentina no, ¡en la Argentina el que marcha es el Gobierno! ¡Se celebra a sí mismo, aprovechando los recursos públicos! En lugar de respetar la autonomía de la sociedad civil y someterse a su control, pretende encauzarla, controlarla, intimidarla. Es un abuso de poder, es la gramática de los regímenes totalitarios. Es lo que hacían los fascistas, los nazis, los comunistas, el modelo de los Perón, Castro, Chávez. Es gracioso que el presidente Fernández se definiera alguna vez como un “liberal de izquierda”: ignorancia o mala fe, se nota que no tiene idea de qué significa.

Nada demuestra esto mejor que las marchas en cuestión. La primera, la de la “derrota victoriosa”, fue tan grotesca como para inducir a muchos a sacrificar toda consideración a la hilaridad. Error. Poco importa, fue el mensaje, quién gana en las urnas, ya que el único pueblo verdadero es el pueblo de los fieles que marchan en las calles, el pueblo de los “verdaderos creyentes”. Solo él encarna el ego moral colectivo, custodia la cultura inmortal, forma la comunidad en la que se expresa el sentido de pertenencia a la patria. ¿El voto premió a la “clase colonial”? ¿Al “antipueblo”? Pues “seguiremos gobernando con el pueblo”, quiso decir la marcha, nuestro pueblo, el “pueblo elegido”, por minoritario que sea. Lo llaman “pensamiento nacional” pero viene de lejos, es el de toda la tradición antiilustrada europea, desde los románticos alemanes hasta los reaccionarios españoles.

Esta extrañeza a los principios de la democracia liberal, el desprecio crónico por sus procedimientos y su ethos se destacan aún más en la segunda marcha, la que se hizo “por la democracia”. ¡Pobre palabra prostituida! ¿Hay algo menos democrático que celebrar la democracia a solas? ¿Existe una liturgia política que debería unir a todos más que esta? ¡Qué va! Giovanni Sartori, amante de las paradojas, decía: “Democracia es una palabra pomposa para llamar a algo que no existe”. Como “pueblo”, por otro lado. Precisamente por eso temía el abuso del término: ¿quién, a estas alturas, no se define demócrata? Como buen teórico de la democracia, por lo tanto, uno de los más lúcidos del siglo XX, nunca dejó de abogar por el gobierno limitado, el equilibrio de poderes, el respeto a las minorías. Y de invocar al pueblo de la Constitución, una asociación voluntaria de individuos, en oposición al volk, la comunidad “natural” de fe, etnia o cultura, fuente de toda intolerancia y abuso. Un buen “liberal”, de izquierda o no, debería saberlo. Pero dudo de que lo sepa el presidente Fernández. ¿Cómo explicar, si no, la bendición de Daniel Ortega, la predilección por China y Cuba, el amor por Irán y Venezuela, la fatal atracción por Putin, por todo lo más alejado de la democracia en la Tierra? La política exterior no es un apéndice inerte que se pueda torcer a conveniencia, sino el espejo de lo que somos y queremos ser: así fue para Perón, amigo de todo dictador; así sigue siendo.

La tercera marcha, de hecho, la que pretende realizar el kirchnerismo el 1º de febrero contra la Corte Suprema, es directamente golpista. Detesto usar términos altisonantes, tan abusados que han perdido gran parte de su poder evocador. Pero ¿cómo llamar la coerción contra un poder constitucional? ¿El intento de cambiar de facto el equilibrio institucional del orden democrático? Visto de cerca, la intención inmediata es evidente: el control de la Justicia, la impunidad de Cristina Kirchner. Pero visto en una perspectiva más amplia es aún peor, es la enésima manifestación de una cultura política despótica, empeñada en monopolizar el poder y desvincularse de la tradición liberal occidental. Hay poco que hacer: por mucho que el camaleón cambie de color, por mucho que el peronismo adopte el lenguaje sugerido por el bon ton, siempre acaba reventando los botones del vestido democrático que se pone de mala gana: le queda ajustado, es “un orangután con sacoleva”, por usar el hermoso título de un clásico libro de historia política colombiana. Su marcha es siempre la misma, la marcha sobre Roma.

© La Nación

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