miércoles, 8 de septiembre de 2021

La intensidad de los peores

 Tolosa Paz. “Así aparece una candidata oficialista que confunde genitalidad con sexualidad”.

Por Sergio Sinay (*)

El gran historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) definió al siglo veinte como el más breve y cruento de la historia. A partir de 1914, con el comienzo de la Primera Guerra, las matanzas, genocidios y revoluciones crueles marcarían la centuria que canceló el optimismo y la fe en la razón nacidos con el Iluminismo y la Revolución Industrial. 

En ese clima ominoso el poeta y dramaturgo irlandés William Butler Yeats (1865-1939) escribió El segundo advenimiento, una de las joyas de su producción, siempre signada por la potencia de la palabra exacta, la esencia de los mitos propios de su país y el exacto ensamble entre la emoción personal y el espíritu de los tiempos. Yeats, que obtuvo el premio Nobel de literatura en 1923, incluye estos versos en El segundo advenimiento: “Girando y girando en espiral creciente/ el halcón no puede oír al halconero;/ todo se derrumba, el centro no se sostiene; /la pura anarquía se desata sobre el mundo, /la marea turbia de sangre se desata y en todas partes /la ceremonia de la inocencia se ahoga; /los mejores carecen de convicciones, y los peores /están llenos de apasionada intensidad”.

Los clásicos trascienden su espacio y su tiempo. Los dos versos finales de esta estrofa (los mejores carecen de convicciones, y los peores /están llenos de apasionada intensidad) retumban con aire fúnebre cuando se leen en el mundo de hoy, y ni hablar si se leen aquí, en este clima de campaña electoral cloacal, cuando candidatos de inocultable precariedad intelectual, política y moral abren sus bocas para excretar frases que sepultan toda esperanza de un mañana mejor. Así aparece una candidata oficialista que confunde genitalidad con sexualidad, dice carecer de tabúes cuando en verdad carece de vergüenza, e ignora que, naturalmente, toda especie que se reproduce se acopla. Acoplarse no es un mérito. Un candidato que se dice liberal pero que jamás sería reconocido como tal por los padres fundadores de esa corriente de pensamiento, como John Stuart Mill o antes John Locke, tiene como único argumento de discusión el insulto y la amenaza de “patadas en el culo”, mientras se apresta, en el caso de obtener una diputación, a cobrar un sueldo suculento pagado por el mismo Estado al que desprecia. En lo que se presenta como oposición hay desde un misógino intolerante hasta una candidata que curiosamente puede ser porteña y provinciana al mismo tiempo, que aparenta haber vivido su infancia en todos los barrios de la capital y haber conocido a todos los fruteros, verduleros y carniceros y que se niega a debatir ideas ni aún con los de su propia escudería.

A este patético circo se suma, preso de una logorrea indomable, un presidente que rifó hace tiempo su autoridad moral, que penosamente retiene algo de la formal (lo que le permite su patrona, que no se priva de humillarlo públicamente en cuanto puede) y que, para espanto de propios y ajenos, no puede cerrar la boca en ninguna circunstancia. Un país que ha tenido a lo largo de su historia políticos y pensadores señeros, sólidos y profundos aun cuando divergieran en ideas, capaces de generar visiones y trabajar por ellas, conserva seguramente algunos de aquellos genes y estos anidan posiblemente en personas que serían mucho mejores candidatos que los que hoy se anotan en la carrera por un mordisco en el queso del poder. Pero, como eco de Yeats, los mejores parecen carecer de convicciones, de fuerza para expresarlas, de lucidez y creatividad para anunciarlas, de esperanza para alentarlas, mientras los peores rebosan de apasionada intensidad. En esa intensidad sucumbe la política considerada como el arte de articular la diversidad, gestionar los conflictos propios de la convivencia social y establecer lo que el historiador estadounidense Nicholas Shumway llama ficciones orientadoras, es decir hojas de ruta capaces de guiar la marcha de una nación convocando a sus habitantes por encima de sus diferencias y sin abandonar las ideas propias. Cuando la intensidad tóxica gana a grandes sectores de la sociedad y las convicciones languidecen temerosamente en otros, las elecciones son ceremonias luctuosas.

(*) Escritor y periodista

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