lunes, 19 de julio de 2021

La pena de Nicaragua

 Por Almudena Grandes

En los primeros años del siglo XXI tuve la suerte de viajar a Nicaragua, país que amo como a pocos, con cierta frecuencia.

En 2009, al llegar a Managua, encontré unas extrañas acampadas en las rotondas de las vías de circunvalación de la ciudad. Dentro de las tiendas se veían personas arrodilladas. Son rezadores, me contaron, personas que rezan durante horas por el país, a cambio de un poco de dinero y un bocadillo…

Resultaba difícil creerlo, pero los carteles de la campaña en la que Daniel Ortega se presentaba a una de sus tantas reelecciones mostraban una gran foto del comandante sandinista de antaño bajo un eslogan que daba miedo, Cumplirle al Pueblo es cumplirle a Dios. Alrededor de la cabeza de Ortega se apreciaba una sombra luminosa, como los halos que nimban las cabezas de los santos en la iconografía clásica.

Era 2009 y no visité solamente Managua. En Granada, donde se celebraba un importante festival de poesía, tuve la suerte de desayunar una mañana con Ernesto Cardenal. El poeta y sacerdote sandinista tenía ya más de 80 años, pero le encontré muy bien, física y mentalmente. Estaba deprimido, sin embargo, y más que deprimido, cabreado, porque el Gobierno le había privado del acceso a internet. ¿Cómo?, le preguntamos, ¿te han hecho eso a ti? Pues sí, nos respondió, llegaron a mi casa, se llevaron los aparatitos y prohibieron que me volvieran a instalar las conexiones. El padre Cardenal no había sido el único, pero sí el más significativo de los damnificados por el Gobierno de Daniel Ortega, que ya entonces, en 2009, había perdido completamente el pudor. Amigos como Sergio Ramírez, Claribel Alegría y Gioconda Belli me contaron, en aquel viaje y después, en España, en Centroamérica o en cualquier lugar del mundo donde nos encontráramos, otras historias increíbles, todas tristes.

Aún tuve la suerte de viajar a Nicaragua un par de veces más, para conocer los “árboles de la vida” promovidos por la esposa de Ortega, la vicepresidenta Rosario Murillo, estructuras metálicas de más de 15 metros de altura, inspirados en un cuadro de Gustav Klimt, que se iluminan todas las noches en un país donde la pobreza energética de la población es abrumadora. Vi más campañas, más carteles, me contaron más historias tristísimas y procuré contarlas después. Y en 2018, cuando dos representantes de la caravana de los estudiantes nicaragüenses que había recorrido el país de protesta en protesta llegaron a Madrid, las presenté en un acto que se celebró en la sede de Izquierda Abierta, corriente organizada dentro de Izquierda Unida. Allí, un señor español, que declaró estar presente por sus buenas relaciones con la Embajada de Nicaragua, dijo que las estudiantes no sabían nada, que sólo contaban mentiras, y nos llamó fascistas a todos, y sobre todo a mí.

Este es mi último artículo antes de mis vacaciones anuales. Durante el próximo mes, no volverán a leerme en esta página, y sé que hoy debería, como otros años, contarles lo feliz que voy a ser en mi rincón de la bahía de Cádiz, con mi playa, con mi atún, con mi jardín y con mis amigos. Pero este curso tan raro se me ha hecho corto y no podía terminarlo sin llorar por Nicaragua, inmersa en la enloquecida orgía de detenciones de opositores decretada por Ortega, la degradación última de la revolución sandinista que constituyó el sueño de mi generación, el único proceso revolucionario que vimos triunfar.

Hace unas semanas, Daniel Ortega y Rosario Murillo comparecieron en público, en Managua, ante el monumento a Carlos Fonseca, para justificar las detenciones de quienes, según ellos, no son candidatos, sino terroristas y golpistas que pretenden acabar con la herencia de la revolución. Y sí, ya sé que nos vamos de vacaciones y que a nadie le apetece leer cosas tristes, pero voy a terminar con unos versos de Gioconda Belli que no se me quitan de la cabeza desde entonces.

Qué suerte la tuya de estar muerto, Carlos Fonseca / qué suerte que sea sólo poesía la frase de Tomás de que sos de los muertos que nunca mueren / … Ojalá que las hormiguitas no te lo cuenten / que el pueblo te arrope en su pobreza / y te proteja de nosotros mismos.

Feliz verano sólo para quienes se lo merecen.

© El País Semanal

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