sábado, 19 de junio de 2021

Entre Cristina y el país, se quedan con ella


Por Héctor M. Guyot

La política es un campo privilegiado para observar las contradicciones inherentes a la condición humana. Estamos cansados de escuchar a funcionarios que aplican una racionalidad irreprochable para defender decisiones de lo más irracionales. 

En este sentido, por actuar con prescindencia de la realidad, el kirchnerismo es una cantera inagotable de zancadillas que la psicología le tiende a la razón. La plasticidad discursiva del Presidente, de la que mucho se habló en las últimas semanas, es un buen ejemplo. Sin embargo, es posible ir todavía más allá y preguntarse a qué obedece la actitud de alguien que busca ampararse en aquel que lo destruye. ¿Hay contrasentido más grande?

Devaluada la palabra y la credibilidad de Alberto Fernández, con un país cada vez más empobrecido y agobiado por la pandemia, y sobre todo con elecciones a la vista, ahora la vicepresidenta acude al rescate del Presidente, o así dicen. Es cierto que Fernández ha incurrido en una larga cadena de errores y se muestra desorientado, mientras imprime su propia deriva al destino de un país que ha perdido el rumbo. Pero también es cierto que fue la propia Cristina Kirchner la que mareó a Fernández y lo condujo hacia los apuros que hoy lo superan. La responsabilidad de que las cosas vayan mal es entonces compartida. Hay sin embargo un error que le pertenece por completo al Presidente. Y es aquel que lo precipitó en la madre de todas las contradicciones, que hoy pesa sobre sus hombros y sobre todos los argentinos: la de un gobierno que pretende “cuidar” a la sociedad del azote de la pandemia mientras ataca las instituciones que garantizan la convivencia, la Justicia y la alternancia democrática. ¿Cuándo se equivocó Fernández? Cuando tuvo que elegir entre el país y Cristina Kirchner y se decidió por la vicepresidenta.

Fue la vicepresidenta la que obligó al Presidente a polarizar, en contra de una estrategia electoral eficaz que había impuesto en la opinión pública la idea de que un kirchnerismo moderado era posible y que Fernández era la garantía de esa ilusión. Una efímera moderación se verificó en la primera respuesta del Gobierno a la pandemia, con un presidente abierto al diálogo con la oposición, dispuesto a salvar las diferencias ante la amenaza imprevista del virus. Esa actitud le valió un 80% de imagen positiva. Pero ¿podía Fernández dejar de polarizar si el objetivo al que se había obligado en el pacto de origen era doblegar a la Justicia para disolver las causas de corrupción de la vicepresidenta?

En ese momento en que gozaba de autoridad, Fernández tuvo la oportunidad de cortar el cordón umbilical que no le ha permitido, al menos hasta aquí, nacer como presidente. ¿Hubiera sido traición? Como profesor de derecho, podría haber apelado a viejos principios latinos que rigen los contratos. El primero, pacta sunt servanda, dice que los pactos deben cumplirse; el segundo, complementario del primero, rebus sic stantibus, dice que los pactos deben cumplirse siempre que las condiciones que existían al momento de celebrarse no se hubieran modificado de manera drástica y de modo imprevisible. Es difícil imaginar un fenómeno más drástico e imprevisible que la pandemia, que ya produjo más de 87.000 muertes y daños económicos y psicológicos inconmensurables en la sociedad. Sin embargo, la voluntad de la vice pudo más que el coronavirus. Fernández dejó de gobernar para el conjunto y solo gobernó para ella. Ahí empezaron su declive y el del país. Que es también, en otro orden, el declive de las chances electorales del kirchnerismo. Efecto de la madre de todas las contradicciones.

Ahora, en un pretendido rescate, la vicepresidenta se radicaliza aún más, una forma de extenderle al Presidente la medicina que, como un veneno, ha ido minando su salud y su autoridad. Cuando en los albores de la pandemia canceló el diálogo, Alberto Fernández selló su destino, al que ya parece entregado. ¿Por qué no se emancipó cuando pudo hacerlo, con todas las razones de su lado? ¿Habrá evaluado que, descontado el ataque de la vice y de su ejército, habría obtenido el apoyo de gran parte de la sociedad? ¿En qué medida la sumisión responde a cuestiones psicológicas o a especulaciones y supuestas necesidades políticas de corto plazo?

Las mismas preguntas se le podrían hacer al peronismo territorial, que no se atreve a soltar el proyecto destructivo del kirchnerismo y acompaña el desvarío con reticencias expresadas solo en sordina. Maestros de la realpolitik, deberían considerar que apoyan una causa que los amenaza a ellos mismos. Podrían acabar fagocitados por la hegemonía a la que aspira Cristina Kirchner o relegados durante el tiempo que demande expiar la culpa de haber avalado el intento de acabar con la democracia republicana. Si hay un peronismo que empezó a escribir una nueva página, es el de los que fueron capaces de decirle que no a la vicepresidenta. Sin embargo, lo deseos desorbitados de Cristina Kirchner, que en estos días cobran renovado protagonismo, siguen por ahora manteniendo atada la suerte del país. También, la de su presidente.

© La Nación

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