martes, 4 de mayo de 2021

Palabras usadas

 Por Carlos Ares (*)

Durante el día barro las palabras manidas para no tener que juntar a la noche, cuando estoy más cansado. Las pongo en una bolsa aparte. No las mezclo con el resto de los desechos. Separo. Por un lado, los húmedos. Cáscaras, sobras, yerba, café. Por otro, los secos. Cartones, plásticos, esas cosas. Las palabras, como las botellas, van aparte. Después de que la cierro, pego sobre la bolsa una hoja en la que, con marcador negro, aviso: “Palabras usadas”.

Me pidió el cartonero que lo hiciera así. Su mujer, los chicos, venían abriendo esas bolsas sin sacar de ahí nada útil. Si hay algo que hoy no les sirve, me explicó, son las palabras. Menos las abusadas, las previsibles, las tiras de eslóganes publicitarios, de consignas repetidas. ¿Qué hago con las que ya ni se escuchan, “no al FMI”, “la patria está en peligro”, “voy a poner presos a los ñoquis de La Cámpora”? ¿Quien pagaría por algo que se asocia a los cómplices, que da vergüenza ajena apenas se lo recuerda?

Cansado de rebuscar entre tanto palabrerío, esperó a verme salir. Me dijo si las podía meter en bolsas transparentes para que no fuera necesario abrirla. Aun cuando la mayoría de las palabras no eran mías, porque soy de pocas, me producía cierta inquietud tener que dejar a la vista de todos los vecinos la cantidad de basura que, por razones de trabajo, leo o escucho a diario. El hombre comprendió. Nos quedamos pensando qué hacer.

Fue entonces cuando sugirió que etiquetara las bolsas negras como si fueran residuos peligrosos, “vidrios rotos”, “objetos punzantes”, material contaminado, o maloliente, “mierda de perro”, “soretes de gato”. Tampoco era para tanto. Después de todo, no son más que palabras, dije. Al final del día se reducen a polvo, ceniza, humo, olvido. Serán inofensivas para usted, me aclaró, pero piense en lo hirientes que son para nosotros. ¿Sabe cómo arden las más jodidas, las que niegan el saqueo, cuando rozan la llaga?

Hizo una lista rápida: “pobreza”, “indigencia”, “vulnerables”, “hambre”, “villas” “miseria”, “abandono”, “desnutridos”. Las encadenó como si se hubiera aprendido de memoria las tablas de multiplicar desolación. Me imagino, dije. No, no se imagina, dijo, perdone que me meta en su trabajo, para usted son palabras, ¿cómo le diría?, “integrales” si se me permite el término. Vienen con el salvado incluido. Tienen fibra, ayudan a cagar a los de siempre.

¿Quién no las arroja a la cara? Se desenfundan como armas, sirven para defender, o atacar, acusar a otros de ser los responsables. ¿Saben de qué hablan? ¿Sienten lo que dicen? ¿Desde cuándo se le volvieron cotidianas, de usar y tirar, como pañuelos de papel? Se secan con ellas las lágrimas del momento, los mocos, alguna mierdita por ahí, un bollito, a la basura. ¿La tiene a Mirtha Tundis, la que lloró en cámara por los jubilados?

Cada tanto se asombran, se indignan, se enteran de que hay 20 millones de personas que llevan una vida miserable. Que la mayoría de los pibes nacen sin futuro. Que no hay, ni habrá, nada mejor para ellos. Entonces, agotan los pañuelos, los discursos. “El pueblo”, “los trabajadores”, “la salud”, “la educación”. Funcionarios públicos, dirigentes sindicales, obispos, asesores, alcahuetes, los que cobran seguro a fin de mes, los que no se rebajan un mango de sus salarios, los que se roban las vacunas, sirven el relato polenta, histórico o bíblico, molido con palabras integrales.

No cambian nada, ¿se da cuenta? No tienen cuerpo. No les nacen de las entrañas. Las toman como antiácidos. Les ayudan a pasar el mal trago, el mal momento. Las repiten en las redes, en los medios, en la tele, comiendo, luciendo trajes, peinados, se lamentan, ponen cara de circunstancia. “Siempre me están diciendo que me aguante la pobreza/ el que no lleva la carga/ no sabe lo que pesa”, dice la copla. Por suerte tenemos el culo de ser los bienaventurados pobres que van a disfrutar del reino de los cielos.

Se hizo tarde, dijo, tengo que seguir. Hay mucha competencia. Somos cada vez más los que hacemos este laburo de rescatar, aprovechar algo, sobrevivir hasta mañana. Con un cartelito que avise, que diga “palabras usadas”, está bien. Así no perdemos tiempo.

(*) Periodista

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