jueves, 8 de abril de 2021

Pregunta

 Por Fernando Savater

Era un sueño sereno, acogedor, en el que yo charlaba con un grupo de amigos inconcretos con los que me encontraba a gusto. Afirmaciones festivas, bromas, algún juego de palabras, no sé. Dije algo ininteligible que suscitó risas discretas y amables. Luego alguien me preguntó con voz clara: “¿Y dónde está Sara?”. Empecé a responder con bonhomía a esa cuestión trivial cuando de pronto la angustia me paralizó la garganta.

Sara estaba, estaría... pero no, no estaba. Repasé diversos lugares, una playa de Mallorca, la Rue Jacob de París donde había una tiendecita que le gustaba, la plaza Gipuzkoa, su cuarto al fondo de la casa... Viendo la tele, intenté decir con voz inaudible: está viendo la tele. Me despertó el agobio de lo inexplicable.

Desde que nos conocimos, nunca estuvimos ni veinticuatro horas sin saber dónde estaba el otro. Yo viajaba mucho y lo que me pagaban en esos bolos se me iba en telefonearla y recibir a cualquier hora sus llamadas a cobro revertido. Cuanto más lejos estábamos, más nos apetecía charlar a todas horas de intrascendencias o de enigmas metafísicos. Entonces telefonear costaba dinero, a veces mucho dinero: los jóvenes no saben cuánto se ahorran con internet. Y cuánto han perdido... Con tanta comunicación no podíamos echarnos de menos: al contrario, alejarse era una ocasión de contarle el mundo al otro.

Yo le describía el aula abigarrada de mi charla y el hotel incómodo; ella me hablaba del sendero de montaña que siguió con sus amigos y el albergue donde cenaban. Ahora, siempre silencio. ¿Dónde estará? Y ¿dónde puedo estar yo? Seis años ya: ni un día, ni una hora sin pensar en ella. “El tiempo no se engendró en las estrellas ni en los relojes, sino en las lágrimas” (Juan Benet).

© El País (España)

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