domingo, 13 de diciembre de 2020

El amigo italiano

Por Arturo Pérez-Reverte 

Aquel Madrid de los años 70 era joven, atrevido y libre. La España del viejo régimen daba el postrer coletazo y el futuro se asentaba, inevitable. Coincidían dos realidades: una agonizante y en retroceso, representada por tribunales de orden público, grises que cargaban porra en mano y guardias que aún vigilaban los parques a la caza de parejas, y otra realidad ya victoriosa, ebria de vida, que estallaba de júbilo y modernidad en lo que tres o cuatro años después se acabó llamando La Movida: bares, discotecas, salas de música y cafés teatro estaban llenos, y Argüelles, Santa Ana, las cavas Alta y Baja o el barrio de Malasaña bullían de juventud, olían a maría y a ketama recién liadas, hablaban la jerga marginal del extrarradio y la delincuencia, bebían, bailaban y se abrazaban desafiantes. 

El sexo era la asignatura pendiente que todos queríamos poner al día, y eran el momento y lugar perfectos. Tener veinte años en Madrid, liberarse de la España timorata y meapilas que dejábamos atrás, era tocar el cielo.

Mi amigo se llamaba Alesio. Era de Turín y músico: tocaba la flauta travesera. Ser músico en aquella época era tener la mitad del camino hecho; y como además era delgado, moreno y extraordinariamente guapo, las chicas goteaban agua de limón cuando se llevaba la flauta a los labios o las miraba con sus ojos de cervato. Alesio y yo cazábamos juntos, o nos cazaban –también ellas, arrojado el sujetador por la ventana, protagonizaban deslumbrantes osadías–. Solíamos faenar en los garitos de música sudamericana, los mesones cercanos a la Plaza Mayor, los bares de Santa Ana y también el museo del Prado, donde mi amigo, por prurito patriótico, se encargaba de explicarles Tiziano a las turistas mientras yo me ocupaba de Goya y Velázquez. Después íbamos a bailar al Camarote, a cenar en el Schotis, a tomar copas en la Vía Láctea, a oír al Príncipe Gitano en La Trompeta, a Paco España en el Gay Club y a Sabina y Krahe en la Mandrágora, frente a ese Mesón del Segoviano que en pocos meses iba a llamarse Lucio. O las invitábamos a casa de Inge.

La casa de Inge estaba en la plaza de Santa Ana. Era una alemana muy grande, estilo valkiria, con un cuerpo asombroso y una absoluta carencia de inhibiciones. Vivía en un ático grande y luminoso, sin otros muebles que alfombras, cojines y el colchón de una cama enorme puestos en el suelo. Era hospitalaria, promiscua y muy atrevida. Frecuentaban la casa otras amigas y algún amigo más, y muchas de las situaciones resultantes habrían afilado el colmillo a cualquier director de cine transgresor. A la hora de organizar coreografías de grupo, comparado con Inge, Pasolini habría parecido un tímido monaguillo. En aquella casa, por cuya ventana podía verse la fachada del hotel Victoria, fumé la mayor parte de los ocho o diez canutos que he fumado en mi vida, vi a mi amigo Alesio combatiendo tenaz en varios frentes a la vez y aprendí ciertas cosas interesantes –o empecé a aprenderlas– sobre cómo funciona la cabeza de las mujeres cuando te arrastran a su lado más deliciosamente oscuro.

De todos los episodios con Alesio recuerdo uno muy divertido. Bajábamos por el arco de Cuchilleros, y al ver a dos turistas que parecían norteamericanas, mi amigo confió demasiado en sus propios encantos y currículum, tocando suavemente a una en el hombro.

Y entonces, la rubia, revolviéndose de un salto mientras profería un escalofriante grito de pelea, le pegó a Alesio un golpe de kárate con el canto de la mano, en el cuello, que lo hizo derrumbarse como un saco de patatas pochas. Y mientras las dos guiris seguían su camino tan tranquilas, yo tuve que arrastrar a mi compadre, desvanecido, hasta las Cuevas de Luis Candelas, donde el bandolero de la puerta y los camareros, tronchados de risa, le echaron agua por la cara, dándole una copita de coñac cuando al fin abrió los ojos. «Es que la he asustado», balbucía el pobre, con su acento italiano. Claro que sí, lo consolábamos. La has asustado de cojones.

Varios meses después, mi amigo desapareció. Desconectaron su teléfono y dejó su casa. Nadie volvió a saber de él, pues seguramente regresó a Italia. Hace poco, recordándolo con afecto, busqué en Internet sin resultado: sólo di con una guapa italiana con su apellido, y por la foto pensé que tenía con él cierto parecido. Podría tratarse de una hija suya, pero no quise ir más allá. Si todavía vive, Alesio tendrá hoy setenta años. Y es que las buenas historias no siempre terminan; a veces quedan inacabadas, evitándonos conocer el final. Eso, precisamente, las convierte en buenas historias.

© XLSemanal 

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