jueves, 17 de septiembre de 2020

No faltan dólares, falta un gobierno que no asuste

Por Marcos Novaro
Dólar que entra, se evapora. Y entran miles de millones. Muchos más que los que hacen falta para pagar las importaciones o los compromisos financieros. Simplemente porque las compras al exterior se han derrumbado, lo que por suerte no sucedió con las ventas externas. Y porque el Estado ha postergado los pagos de deuda. El problema no es, entonces, la falta de dólares, sino la destrucción del peso: la certidumbre de que la emisión continuará, el déficit fiscal va a estallar y la moneda local valdrá cada vez menos.

El gobierno podría tratar de generar confianza en que hará lo posible para que eso no siga sucediendo. Pero prefiere insistir en destruir esa confianza: prefiere encerrarnos cada vez más, obligándonos a “quedarnos con los pesos” y perder más y más capacidad de consumo y de ahorro; con lo cual refuerza nuestra disposición a huir de la moneda local; ante lo cual reacciona aumentando los costos de hacerlo, y así sucesivamente. Hasta que la economía estalle, o se complete el proceso de empobrecimiento, ya nadie ahorre y nos conformemos con sobrevivir.

Además de imponernos cada vez más costos y prohibiciones, las autoridades están abocadas a culpabilizar las reacciones sociales que así generan: la “fuga”, en vez de una reacción lógica ante una política irresponsable y destructiva, es presentada como una perversión social, un acto de traición a la patria; el dólar “libre” es “el de los delincuentes”, acaba de decir el presidente del Banco Central, Miguel Pesce, y el ahorro es un privilegio de tontos, según se infiere del último discurso del presidente, que ejemplifica muy bien su vocación por devaluar su propia palabra y su incapacidad creciente para lograr una mínima consistencia argumental: “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligentes de los pobres”.

Detengámonos un segundo en esta barrabasada: la “inteligencia de los pobres”, ¿no vendría a ser su mérito, algo semejante al esfuerzo, la dedicación y cosas por el estilo?, un “gobierno de científicos” como el suyo, encabezado por un político que cada vez que puede se presenta como “profesor universitario” y “estudioso del derecho”, ¿acaso no celebra el mérito si le conviene?, ¿el problema son entonces los “ricos y tontos”, "los que tienen y no lo merecen?, ¿cómo va a identificar a estos parásitos?

Por de pronto convendría que todos los ricos se cuiden. Pues el criterio para medir su grado de tontería puede ser bastante amplio. Pero comprar dólares, ¿es de tontos o de astutos egoístas?, ¿no es más tonto quien pone sus ahorros en plazo fijo a una tasa menor que la inflación, o quien compra bonos públicos esperando que se los paguen? Sería bueno que lo expliquen, porque de otro modo podemos sospechar que no saben realmente qué hacer ni cómo encarar a los que tienen dinero, no creen mucho en los incentivos que les están planteando, y por eso es que no saben qué hacer con el dólar, ni con el peso, y van dando manotazos cada vez más brutales, cada vez que se evidencia que los anteriores no alcanzaron para controlarlos. Veámoslo en detalle.

Tres opciones

Alberto Fernández tenía tres opciones a la mano, todas más o menos costosas, pero con alguna chance de funcionar para generar confianza y fortalecer su capacidad de controlar la situación económica ahora, en el pico de la pandemia, y cuando ella amaine: devaluar, desdoblar abiertamente el mercado cambiario, o poner en marcha un plan de estabilización para reducir la emisión y frenar las expectativas inflacionarias.

Venía intentando algo de esto último, al anunciar el ajuste paulatino del gasto de emergencia, mantener los salarios públicos congelados y las jubilaciones corriendo bien por debajo de la inflación. Pero como quiso disimular, no le dio la envergadura de un plan, no lo acompañó de una suba de la tasa de interés para los ahorristas en pesos, necesaria para hacer menos tentadora la dolarización, ni de un acuerdo rápido y conciliador con el Fondo, para fortalecer las reservas y crear confianza. Encima la huelga policial desbarató lo poco que se estaba logrando: todos los gremios estatales se prepararon a continuación para reclamar se los trate igual que a los uniformados bonaerenses, ya se programaron o incluso se cerraron paritarias en varios sectores, así que las expectativas inflacionarias están de nuevo en alza.

Desdoblar fue una alternativa que sedujo a parte del equipo económico, y a muchos economistas amigos. Tenía la ventaja de descargar en el mercado la responsabilidad de proveer los dólares para el ahorro, los pagos de deuda de las empresas, y la fuga. Si el BCRA ya no cargaba con esa obligación, podría acumular reservas, o al menos dejar de perderlas. Y podía terminar con el cepo, un recurso que, como ya se probó entre 2012 y 2015, perpetúa el estancamiento. Pero primó el temor a que el dólar blue, oficializado “financiero”, siguiera escalando, y se volviera un oficial referente de los demás precios.

Devaluar era la última opción, la más resistida, pues implicaría un salto inflacionario y la necesidad de instrumentar también, a continuación, un plan de estabilización, para que lo que se ganara en términos de desalentar la fuga al dólar, y de competitividad para exportar, no se evaporara en poco tiempo.

Todas esas opciones suponían, como se ve, dificultades inmediatas para la gestión. Y este gobierno huye de las dificultades, encara las cosas con el mínimo esfuerzo. Así lo hizo con la pandemia, recurriendo al encierro generalizado y esforzándose lo mínimo en testear, rastrear y aislar los focos de contagio, lo cual suponía un gran desafío para un aparato estatal ineficiente y una gestión descoordinada. Así que es lógico que, enfrentado al desafío de combatir la fiebre dolarizadora, haga algo equivalente, endurezca el encierro de todo el mundo en el mercado de pesos.

Al menos hasta las elecciones legislativas del año que viene intentará aguantar así. Después, seguramente se volverán a poner sobre la mesa las mismas opciones que acaban de descartarse, probablemente en peores condiciones.

Porque el retraso del dólar “oficial” solo servirá a esa altura para quitarle recursos y desalentar a los exportadores, no para contener los demás precios. Que seguirán más de cerca la cotización de los dólares “libres”, con una brecha cambiaria que puede alcanzar niveles venezolanos. Los que soñaban en un acuerdo con la agroindustria tendrán que seguir esperando, no habrá “salida exportadora”. Y las multinacionales extranjeras se seguirán yendo del país.

Es curioso cómo el gobierno decanta hacia lo que, en principio, se presenta como la opción más fácil, aunque a mediano plazo resulte la más inconveniente. Endurecer el cepo le evita pelearse ahora con los sindicatos, moderando las demandas por actualizaciones salariales. Los sueldos seguirán acomodándose, pero con retraso y por goteo. El riesgo de algo parecido al Rodrigazo se patea para adelante, aunque no se disipa, al contrario. Evita también pelearse con las empresas endeudadas en dólares, que se verían perjudicadas si se oficializara un dólar financiero. Aunque el riesgo para ellas seguirá presente y se intensifica para adelante. Y evita por sobre todo hacer un ajuste más sistemático y evidente, manteniendo la tasa de interés en pesos retrasada, los gastos muy por encima de la recaudación y cada vez más precios regulados. Barreras, prohibiciones y encierros por todos lados.

¿Aguantará así hasta las elecciones del año próximo? ¿Permitirá este esquema una aunque sea tibia recuperación para enfrentarlas con chances de ganar? Es probable. Pero si no es antes, será después. Como con la pandemia: la ilusión de que se está gestionando una solución, y no pateando los problemas para adelante, puede tardar más o menos en disiparse, pero es seguro que se va a disipar.

El cepo es fácil de imponer y muy difícil de sacar, se comprobó ya entre 2012 y 2016. Porque sacarlo supone, de movida, una gran devaluación y requiere un inmediato plan de estabilización, con ajustes incluidos, que frenen la subsecuente escalada inflacionaria. Macri falló en administrar esa salida, y Alberto debería aprender de su experiencia, que tanto critica, pero se ve que mucho no entiende.

En vez de pensar en eso, piensa en cómo evitar pelearse hoy con los sindicatos, las empresas endeudadas, o los administradores del gasto público. Y arma entonces un combo que, cuando estalle, lo va a obligar a pelearse con los tres al mismo tiempo.

Pan para hoy, hambre para mañana. Pero como este es un gobierno al que no le interesan los planes, que tiene la vista fija en la punta de sus zapatos, se va a enterar tarde si lo que está haciendo es marchar de a poquito al precipicio.

© TN

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