domingo, 17 de mayo de 2020

Cómo ser progre sin ser un tonto o un miserable

Por Jorge Fernández Díaz
Si a los argentinos nos dan un tiempito quizá logremos también destruir España: ya hemos conseguido, por lo pronto, filtrar en su gobierno a incontables idólatras de Perón y Evita. Como en las películas de suspenso, me permito un flashback: estamos ahora en un patio andaluz y habla un filósofo desgarbado y brillante que alguna vez tuvo sus quince minutos de fama en la Argentina.

El coloquio sucede hace exactamente dos años, está comandado por Arturo Pérez-Reverte y desborda de público en el auditorio de un edificio espléndido al que se accede cruzando esa luminosa plaza central donde hace siglos ejecutaban a los reos condenados a muerte, y bordeando el Ayuntamiento de Sevilla.

A mediados del 1500, esta casa de la cultura era un palacio de justicia. De hecho, allí mismo juzgaron y sentenciaron a quince años de reclusión a un recaudador de impuestos llamado Cervantes, que fue a dar con sus huesos a la Prisión Real, ubicada también muy cerca; en sus mazmorras engendró el Quijote. Bueno es destacar, en épocas de encierro, que aquel triste trámite jurídico se transformó en el confinamiento más provechoso de la historia universal. El filósofo que ahora deslumbra a la gente con su lucidez es Antonio Escohotado, un librepensador que se hizo célebre en Buenos Aires gracias a sus teorías sobre la marihuana: un juez llamado Oyarbide pidió alguna vez su captura internacional. En nuestra pobre memoria pública, Escohotado quedó fijado desde entonces como una figura mediática; la realidad es muy distinta: se trata de un erudito sólido y respetado, con una obra ensayística asombrosa; un peso pesado del pensamiento español. Antes de su alocución, un sevillano de a pie pregunta con buen tino: "¿Qué hicieron bien los ingleses para parir Canadá y qué hicieron mal los españoles para parir la Argentina?". Nadie sabe qué responder. Escohotado toma por fin la palabra y dice que existen dos socialismos: el democrático, que afortunadamente es liberal, y el otro, que es mesiánico. Les sorprende a los españoles -cuyos progresismos han sido tradicionalmente cosmopolitas- lo que en América Latina es una constante: el vínculo incestuoso y nefasto del nacionalismo con la izquierda. Asevera el filósofo que el populismo tiene hoy el camino asfaltado: es tan fácil gestionar la frustración, tomar el rencor y redirigirlo, calmar el sentimiento de agravio dándole un enemigo de carne y hueso que sea la razón de todos los males; ideas simplificadoras que prosperan con rapidez porque no requieren bondad ni inteligencia. Resulta sencillo alentar lo peor. Y en cuanto al discurso por entonces catastrofista de los españoles, opone una verdad indiscutible: "Es tan grande nuestra prosperidad que no nos damos cuenta". Luego almorzamos con él y con Alfonso Guerra, el legendario socialista que también detesta las argucias del nacionalismo y que recuerda con afecto a Raúl Alfonsín: "¡Qué solo estaba aquel hombre!", suspira. Escohotado me observa detenidamente y al final me espeta: "No puedo confiar en alguien que no fuma ni bebe". Volví a recordar al filósofo esta misma semana, cuando desde su propia cuarentena vi que volvía a disparar: "Ojalá esta crisis nos ayude a que se pueda ser progresista sin ser miserable o tonto".

Otro gran intelectual de la madre patria, Félix de Azúa, parece acompañarlo en el sentimiento. Cuando alude a las secuelas que puede acarrear este estado de excepcionalidad y de grosero aprovechamiento político, el académico apunta: "Todo depende de la capacidad de respuesta de los ciudadanos. Si tragan, estaremos en pocos meses sometidos a un régimen chavista y peronista, que son los dos modelos admirados por la mitad del gobierno". Se refiere a Podemos, el inefable kirchnerismo español, que forma parte de la coalición gobernante, retiene importantes sectores de poder, va imponiendo su discurso y ha logrado que distintos expertos europeos adviertan acerca de una progresiva e insólita "peronización" de España. Dios los coja confesados.

Perón, admirador de Mussolini y protegido de Franco, se hubiera partido de risa. La transformación de este nacionalista camaleónico en un líder de izquierdas es una ocurrencia de ciertos escritores marxistas de los 70 (visitaban La Habana y luego querían imponerle "la patria socialista"); muchos años después, Chávez y los Kirchner exhumaron el cuento fantástico por mero oportunismo. Que esa rancia construcción imaginaria regrese a España reempaquetada y fresca es una de las grandes ironías de la historia. Pero que la socialdemocracia europea, acojonada y llena de complejos, acate esa falacia me deja atónito. La izquierda democrática, que en Europa muy bien podría declararse orgullosa por haber sido corresponsable de las décadas más prósperas y libres de todos los tiempos y por la creación del más formidable Estado de Bienestar, practica en cambio una amnesia culposa, se deja comer el coco por psicópatas de salón, permite que la corran con la vaina y cede a pactos fáusticos. Confundir socialismo democrático con populismo izquierdoso es como igualar a un ciervo y un tigre, y ponerlos cariñosamente a convivir. El progresismo auténtico no es carnívoro, y se ha quedado hueco en su desorientación: los nacionalpopulistas actúan como fieras, se zampan con deleite a los herbívoros y son auténticos maestros en rellenar los vacíos. Hace unos días, por Zoom, Felipe González los definió en su praxis central: "Respuestas simples a problemas complejos, y señalando siempre un culpable". Habría que agregar la voluntad de deformar pícaramente los hechos. Lo explicaba bien Pablo Iglesias: como la democracia es una palabra que mola (gusta), habrá que disputársela al "enemigo". Y no utilizar nunca la palabra "dictadura", que no mola (aunque sea la dictadura del proletariado): no hay manera de vender eso. "Digamos entonces que gobierna la troika europea, que no hay democracia y que aquí lo que hay es efectivamente una dictadura". Lo extraño no es que el discípulo español de Cristina Kirchner construya esta retórica de mago barato, sino que esta haya calado hondo y que una parte de los socialdemócratas la acepten como posible o cierta. El proyecto que insinúan los "peronistas españoles", aunque jamás lo confiesen en público, conduce siempre a un cesarismo plebiscitario. Y lejos de ser campeones de la transparencia, como se promocionan allí, admiran y protegen a los grandes corruptos de América Latina. En nuestro país, sus camaradas han dado inicio durante estos días a la mayor operación de autoamnistía que se haya montado jamás: los venales están de fiesta. Asunto repugnante que los progres argentos de raíz republicana no han salido a denunciar: miran para otro lado como perro al que lo están peinando. El que calla otorga, compañeros, y a ustedes también los juzgará la historia. El proceso de cooptación y de extorsión emocional que hoy experimenta España se precipitó al inicio del primer gobierno kirchnerista, cuando nuestros señores feudales se fagocitaron al progresismo papamoscas. Todavía en la actualidad los que resistieron a la hipnosis caen de vez en cuando en ella, y repiten irreflexivamente la papilla que les ponen en la lengua.

Los españoles deberían darse una vuelta por Buenos Aires y recorrer concienzudamente La Matanza, donde el peronismo que admira Podemos ha gobernado de manera ininterrumpida desde 1983. Viven allí más de dos millones de personas. Conviene traer chaleco antibalas y estar preparado para las emociones fuertes. Si el propio Perón despertara de su largo sueño, se asombraría al comprobar cómo sus herederos han construido un paraíso de pobreza y de miseria, barrios sin cloacas, escuelas deficientes, un sistema de salud precario, clientelismo obsceno, empleo en negro, desocupados en masa y gánsteres del narco. Socialismo del siglo XXI.

En tiempos de populismo y de pandemia, cunden los mitos y las mentiras, y también los golpes de mano, sobre todo con una dirigencia de gen autoritario, que en la oposición usa la libertad y en el poder tiende a socavarla. "Sin libertades -dice Escohotado- somos un rebaño pastoreado por hienas". Una vez más tiene razón.

© La Nación

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