martes, 10 de marzo de 2020

Alberto Fernández se resiste a definirse

Por James Neilson
Aunque dentro de poco Alberto Fernández cumplirá sus primeros cien días como presidente, para casi todos, tal vez para él mismo, sigue siendo un desconocido. Como Hipólito Yrigoyen en su momento, si bien por razones muy diferentes, es difícil ubicarlo en el mapa político. Sucede que hubo tantos Albertos en los años últimos que es difícil saber cuál es el más auténtico.

¿Es el servidor leal de su gran benefactora Cristina que, para homenajearla, jura ser su gemelo espiritual -“somos lo mismo”, dijo-, o el operador astuto que, según algunos, está acumulando poder subrepticiamente con el propósito de independizarse de ella y su gente? ¿Es el fabulador que es capaz de decir cualquier cosa a fin de arañar más votos o el moralista severo que, sin sonrojarse, habla al Congreso de la necesidad de que “la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo” ya que “en una democracia el valor de la palabra adquiere una relevancia singular”?

En otras circunstancias, la ambigüedad o, si se prefiere, “equilibrio” que es la característica más notable del presidente le jugaría en contra, pero en las actuales lo ayuda al brindar motivos de esperanza a quienes temen que el eventual fracaso de su gestión permitiría el regreso triunfal del kirchnerismo revanchista. Los que piensan así quieren convencerse de que Alberto, el pragmático, sigue siendo el crítico mordaz de todo lo hecho por la señora que, a sabiendas de que si se candidateara perdería, un buen día decidió que le convendría ofrecerle la presidencia.

Pero no sólo es cuestión de cuál de los Albertos es el más genuino y de su verdadera relación con Cristina. También lo es de lo que se propone hacer para sacar al país del pantano económico en que se ve atrapado desde hace más de diez años. Antes de ser elegido, daba a entender que le sería muy fácil poner la economía en marcha; bastaría con desensillar a Mauricio Macri, que a su entender era un enemigo jurado del crecimiento, para que todo comenzara a moverse. No le preocupaba el que los resultados de las PASO agravaran mucho una situación ya malísima porque, a pesar de los frutos magros en este terreno de la gestión macrista, los mercados confiaban más en quien pronto sería el ex presidente que en su presunto sucesor. Al fin y al cabo, nos aseguraban, Alberto tenía un “plan”.

¿Aún lo tiene? Los que esperaban que el Presidente aprovechara su mensaje a la Asamblea Legislativa, y al país para revelarlo, quedaron decepcionados. Si bien los voceros oficiales y oficiosos insisten en que el Gobierno se ve obligado a mantener el plan en secreto hasta que se haya resuelto el problema de la deuda pública, muchos sospechan que en verdad no tiene la menor idea de lo que le será posible hacer para impulsar el crecimiento, como prometía, sin perjudicar, un ajuste brutal mediante, a la proporción desmedida de los habitantes del país que depende del Estado para subsistir.

Parecería que Alberto y sus colaboradores perdieron interés en la alternativa portuguesa que, por un rato, les atrajo al enterarse de que se inició con un período prolongado de austeridad extrema bajo la mirada fría del Fondo Monetario Internacional y la todavía más gélida de la Comisión Europea. Lo que quieren Alberto, Martín Guzmán y compañía es una fórmula indolora; aún no la habrán encontrado, de ahí el hermetismo acerca del rumbo que, tarde o temprano, tomarán.

Mientras tanto, el Gobierno está buscando sectores a los que podrá exprimir en nombre de “la solidaridad” sin correr el riesgo de desatar un estallido social. Encabezan la lista los jubilados, los hombres del campo y los judiciales. Los primeros no son peligrosos; sería poco probable que, privados del apoyo de aliados coyunturales como aquellos que se movilizaron en contra de la nada reaccionaria reforma macrista, provocaran disturbios masivos. A lo sumo, enviarán cartas quejosas a los diarios o pedirán inútilmente la intervención de la Justicia.

En cambio, el campo sí está en condiciones de defenderse. Atacarlo equivale a atacar la economía nacional de la que es una de las partes más dinámicas. Según los exportadores de granos, la política oficial de obstaculizar las ventas de sus productos está empezando a causar pérdidas de centenares de millones de dólares. La reacción frente a la decisión de Alberto de subir las retenciones a la soja podría ser un remake del conflicto largo y, a veces, tumultuoso que en 2008 puso a Cristina al borde de la renuncia.

En términos económicos, embestir contra uno de los escasos sectores que es internacionalmente competitivo es irracional, impropio de un gobierno que, dice Alberto, es de “científicos”, pero puede que a su juicio tenga cierta lógica política. Por lo menos, debería ayudarlo a conservar el apoyo del ala cristinista de la coalición gobernante en que, de tomarse en serio las divagaciones ideológicas de ciertos simpatizantes, abundan los convencidos de que el campo es un reducto de oligarcas tan insensibles que votaron a favor de Macri.

En cuanto a las reformas judiciales propuestas por el Presidente, contarían con la aprobación de una mayoría abrumadora si no fuera por la conciencia de que a Fernández le encantaría encontrar una forma de complacer a Cristina sin verse constreñido a reivindicar públicamente toda su conducta, y aquella de sus subordinados inmediatos en el transcurso de la “década ganada”. Aunque Alberto parece estar a favor de exonerarla en base a los tecnicismos que hacen las delicias de los abogados y no ha vacilado en criticar decisiones, que califica de arbitrarias, como aquellas que pusieron entre rejas a prohombres de la talla de Julio De Vido y Amado Boudou, su resistencia a ir más lejos motiva inquietud en las filas kirchneristas; algunos creen que lo que quiere es mantener a la señora en el limbo judicial por suponer que así confinada le causará menos problemas. Sea como fuere, el que las reformas que el profesor de derecho se afirma resuelto a llevar a cabo cuanto antes hayan sembrado pánico en los tribunales, alarma a los persuadidos de que lo que realmente busca es asegurar que docenas de corruptos eminentes queden impunes.

Para la oposición republicana, por llamarla así, el asunto es molesto. Si no fuera por el temor a que la desarticulación de la Justicia existente brinde al oficialismo una oportunidad para remplazarla por una debidamente kirchnerizada, pocos se opondrían a lo propuesto por Alberto. Aunque las jubilaciones que perciben los jueces, fiscales y otros podrían considerarse razonables en países ricos como Estados Unidos, Francia o Alemania, son grotescamente altos en uno en que el ingreso per cápita es entre cinco y cuatro veces inferior. Es que, lo mismo que muchos políticos profesionales, la elite judicial logró hace tiempo separarse económicamente del resto de la sociedad para no tener que sufrir el impacto de la prolongada crisis que la ha empobrecido.

Por razones comprensibles, Alberto sigue siendo reacio a enojar a sus congéneres políticos impulsando reformas que servirían para reducir drásticamente los costos abultados de sus actividades, pero de aumentar mucho más la presión pública le será forzoso hacerlo. Es probable que, de haber sentido en carne propia los políticos las consecuencias de su negativa a tomar medidas para frenar el proceso degenerativo que tantos perjuicios ha ocasionado, los “dirigentes” hubieran actuado de manera muy diferente, pero una y otra vez optaron por dejar las cosas más o menos como estaban.

Aunque en principio los integrantes del no tan monolítico bloque opositor entienden que es necesario ir eliminando las jubilaciones de privilegio, no les gusta para nada que los primeros escarceos hayan desatado un éxodo, que podría ser masivo, de jueces y fiscales deseosos de completar, antes de que les sea demasiado tarde, los trámites necesarios para cobrar los montos que preveían. Si bien es natural que a muchos jueces y fiscales respetables les asuste la perspectiva de tener que compartir las penurias de los jubilados comunes, el espectáculo que están protagonizando no contribuirá a prestigiar la Justicia a ojos de la mayoría de sus compatriotas.

Además de eliminar las jubilaciones de privilegio, Alberto está resuelto a privar de poder al “oligopolio de los jueces federales”, o sea, los de Comodoro Py -y sus amigos de los tenebrosos servicios-, con el propósito declarado de evitar “el cajoneo o la activación en función de los tiempos políticos, que impida la construcción de falsas causas”, etc. Fue una forma de dar a entender que a su juicio las causas que atribulan a Cristina y sus familiares son “falsas”, pero si bien no cabe duda de que cobraban o perdían intensidad acorde con los “tiempos políticos”, ello no quiere decir que carezcan de fundamento. Por el contrario, se basan en una cantidad abrumadora de evidencia que es de dominio público que ni siquiera un jurista tan sutil como Alberto puede minimizar.

Si no fuera por este detalle, las reformas que tiene en mente merecerían el apoyo de casi todos ya que aquí la reputación del Poder Judicial, y aquella de ciertos jueces que consiguieron enriquecerse por medios misteriosos, están por los suelos. Aunque es tradicional que personajes notorios en apuros juren confiar en la Justicia, la verdad es que nadie, con la eventual excepción de quienes se imaginan capaces de manipularla, la cree imparcial.

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