domingo, 11 de agosto de 2019

Un arriesgado duelo entre dos democracias

Por Jorge Fernández Díaz
"Perder unas elecciones es normal en una democracia. Lo malo es perder la democracia en unas elecciones". El aforismo pertenece a un profesor español y no alude a los argentinos, pero sin querer nos alumbra en este domingo invernal en el que insólitamente se plebiscita el sistema democrático. Entendiendo por democracia, claro está, el vapuleado y heroico consenso del 83 y teniendo en cuenta que, por el camino, ya perdimos el consenso del Nunca Más.

Cristina Kirchner, emblema mundial del populismo autoritario, le ha dado una vuelta de tuerca a la aspiración del partido único que tradicionalmente alentó el movimiento justicialista, y le ha agregado durante los últimos años una fuerte impronta antisistema, consistente en reemplazar la "democracia representativa" por otra "popular" o "directa"; en cuestionar la Constitución nacional y la división de poderes, y en cargar contra el periodismo. La Pasionaria del Calafate y su hijo Máximo, que en nombre del "pueblo" ambicionan todo el poder y urden un cambio copernicano en el disco rígido de las instituciones, han manifestado sus propósitos en todos los formatos posibles: desde videos, tuits y arengas públicas hasta con voceros, articulistas y libros de puño y letra. Algunas almas bellas, sin embargo, prefieren no creerles, y aceptar la versión pasteurizada que Alberto Fernández y otros peronistas arrepentidos han vendido con destreza en la campaña electoral. Esa aceptación les permite colegir a estos tiernos negacionistas que es más o menos indistinto si regresa o no al timón la arquitecta egipcia; incluso se permiten poner en pie de igualdad al oficialismo y a la oposición: piensan lo mismo, o los dos son parejamente nefastos. La relativización hace más digerible un voto testimonial sin culpas en medio de esta encrucijada histórica, pero le hace un enorme favor al marketing de la falsa moderación pejotista, a los hábiles maquilladores del chavismo vernáculo.

Algunos de esos apologistas de la igualación se han encargado además de criticar a los 150 pensadores y artistas que se atrevieron a advertir sobre el riesgo democrático impreso en esta particular elección, y por lo tanto a ir contra la corriente biempensante y jugarse la integridad en cenáculos donde no ser peronista o trotskista es un pecado imperdonable. Si Lavagna liderara las encuestas, no habría ningún drama: se trata de un hombre democrático, mesurado e inteligente. El problema es que no tiene chances verdaderas y que la alternancia, por lo tanto, puede quedar en manos de una dama que gobernó en un degradé tiránico y estrafalario, mientras que su estado mayor se enriquecía a costa de los tejemanejes públicos, y que al perder las elecciones no entregó los atributos por sentir que era una claudicación; ordenó a sus "soldados" pasar a la resistencia y bautizar como "dictadura" al gobierno constitucional, y apostó continuamente por el colapso y el helicóptero.

El problema no es una polarización extrema, como se pregona, porque habitualmente esas tendencias duales se resuelven con bipartidismos exitosos. El gran problema argento consiste en que una de esas dos fuerzas no cree en el sistema, y quiere llegar a la Casa Rosada, a la gobernación bonaerense y al control completo del Congreso para imponer una hegemonía y sacar completamente de la cancha a la "antipatria" con los métodos que sean necesarios. No hay negociación posible con los cipayos; al enemigo, ni justicia. Del dicho al hecho hay un trecho, por supuesto, pero lo grave no es lo que pueden hacer, sino lo que quieren y a lo que están dispuestos. Una vez más: querer es poder cuando un grupo político es capaz de barrer, sin escrúpulos, las reglas y quemar los reglamentos.

José Nun, uno de los politólogos más brillantes que ha dado nuestro país, advirtió ayer que esta disputa a suerte y verdad no es entre izquierdas y derechas, sino efectivamente entre republicanos y autoritarios. En el último rubro coloca al conglomerado religioso de la doctora, hoy escondido detrás de los modales más o menos atinados de su gerente. Que se ha dedicado a ofrecer dispensas y garantías personales a disidentes, facultad monárquica que esconde una verdad implícita: estos se encuentran en la mira del cristinismo. Nun llama "esferas" a estas dos fracciones en pugna, y define así a una de ellas: el kirchnerismo es "un movimiento autoritario, que confunde Estado y gobierno, que no dio solución a la pobreza y a la desigualdad, sino que hizo distribucionismo con la enorme renta de la soja sin afectar la concentración económica". Es una "esfera" que tiene planes de meterse con nuestra Carta Magna y con la Justicia, para plagarla de militantes. "En la otra esfera -sigue Nun- hay mucha gente de diversa orientación a favor de la República, la división de poderes; algunos preocupados por la desigualdad y otros que se conforman con reducir la pobreza. En esta esfera ahora se impuso Macri, al que le hago fuertes críticas por neoliberal, pero es republicano y no autoritario". Se trata de la descripción somera de dos "sistemas de creencias". Dos culturas ciudadanas; dos formas de ver la vida, el país y el mundo. Un enfrentamiento que se encontraba en la base histórica de los argentinos, pero que la cizaña neopopulista, sumada a las guerras de las redes sociales, ha exacerbado. No es un fenómeno estrictamente nacional; se está reproduciendo incluso en naciones donde las dicotomías estaban mucho más asordinadas. Estos "sistemas de creencias" sustituyen actualmente a los partidos. Una encuesta de gran calado muestra que el 80% de quienes votan este domingo a Cristina cree que ella en nada se relaciona con las penurias económicas actuales. El 80% de quienes votan a Macri sostiene que ella es en verdad la gran culpable de la mishiadura: dejó la bomba, y las dificultades del presente se deben en todo caso a que el Presidente no pudo o no supo desactivarla a tiempo. Estas visiones antagónicas, producto de una constelación de valores y perspectivas, convierten también a la economía en un asunto subjetivo. Algo que de ninguna manera sucede en segmentos ubicados fuera de las esferas, en franjas apolíticas e independientes, que serán en definitiva quienes hoy inclinarán la balanza. Aunque también en esos sectores juegan otros asuntos y otros temas sociales: la lucha contra el narco y la delincuencia o la mano fofa del abolicionismo penal, sin ir más lejos; el miedo a la debacle "bolivariana", que los 150.000 inmigrantes venezolanos les comentan al paso; la renuencia a cambiar de caballo a mitad de un río correntoso y revuelto. Y muchas otras cuestiones íntimas: las neurociencias descubrieron que la mayoría de nuestras decisiones, incluyendo muy especialmente el voto, son de carácter emocional.

Estas primarias acaso funcionen como una suerte de primera vuelta. Un rotundo revés para el oficialismo provocaría un paradójico castigo de los mercados y un refuerzo para gobernadores e intendentes justicialistas, cuya única convicción ideológica es el queso: traders y peronistas trabajarían así contra Juntos por el Cambio, y esa secuencia haría muy difícil una remontada. Un triunfo de la coalición gobernante, un virtual empate o incluso una razonable derrota tendrían tal vez el efecto contrario. Aquí el asunto está abierto, y no produce sino incertidumbre. Borges nos recuerda que los lectores modernos somos tan pobres de valor y de fe que ya no creemos en los finales felices: "No podemos creer en el cielo -dice-, pero sí en el infierno".

© La Nación

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