miércoles, 3 de julio de 2019

De los parecidos

Por Javier Marías
Al menos en tres de mis novelas los parecidos han tenido un papel episódico pero no exento de importancia, así que es un asunto al que le doy vueltas de tanto en tanto. Ahora me toca de nuevo a raíz del nacimiento de una niña, nieta de mi mujer, a la que de momento (sólo cuenta siete meses) veo una considerable semejanza con su abuela, en ciertos rasgos físicos y en lo que se anuncia como un carácter risueño y alerta.

Su hija, la madre de esta niña, ya se le parece notablemente, hasta el punto de que la gente las toma por hermanas en ocasiones, cuando las ve juntas. Por lo visto, la madre de mi mujer (a la que ésta no conoció hasta su adolescencia, y entonces sólo durante un breve periodo) era asimismo idéntica a su hija, por tanto a su nieta y quizá a su bisnieta, a las que tampoco conoció, obviamente. De ser todo esto así, sumarían cuatro generaciones de mujeres con facciones muy similares, y alguien tan dado al pensamiento ocioso como yo no puede por menos de preguntarse el porqué de tan exagerada insistencia en determinados genes. Cierto que cada una tuvo, tiene o tendrá su personalidad y su biografía: diferentes personas forjadas cada una a sí misma, complejas; en algún caso opuestas entre sí, la negación de la anterior. Pero con una fortísima semejanza en el “continente”.

No es tan frecuente la reiteración. Los parecidos acaban diluyéndose (intervienen nuevos individuos en la creación de cada criatura), la prolongación indefinida no suele darse. De niño todo el mundo decía que yo era clavado a mi madre. Entonces no lo veía, porque los niños no se ven bien; ni siquiera distinguen demasiado a los otros (recuerdo haber creído durante años que James Stewart y Gary Cooper eran el mismo, y otro tanto me ocurría con Dean Martin y Robert Mitchum; claro que a ellos los encontraba de tarde en tarde en el cine, y además caracterizados). Más adelante sí llegué a verlo, y cuando ella murió, a mis veintiséis, en el trayecto en coche hacia el cementerio me veía parcialmente en el espejo del conductor, y, tras una noche de pena e insomnio, sólo acertaba a pensar en bucle: “Debo de ser lo más parecido a ella que queda”. Ahora que he cumplido casi tres años más de los que ella cumplió, no sé si sigo “representándola”, seguramente no. Uno va cambiando, y le surgen parecidos que no solía tener. A algunos de mis tíos, muy distintos de mi abuelo, los vi de repente idénticos a éste, según se adentraron en la edad de su padre cuando yo lo traté. De mis cinco sobrinas, hay una a la que durante tiempo creí verle más semejanza conmigo que con su propio padre, hermano mío. Ahora no sé: ella y yo vamos variando.

Los parecidos, además de misteriosos o inquietantes, pueden resultar también peligrosos. Sé de amigos y amigas que estaban enamorados de alguien, o por ahí. De pronto les tocó empezar a frecuentar a la familia de ese alguien, y no sólo se les alteró la visión del ser amado, sino que incluso dejaron de quererlo paulatinamente. Conocieron a un padre o a una madre con los que guardaba parecido el ser amado. Y no sólo “preanunciaban” la posible evolución de ese ser (se entiende que para mal, o para desaliento), sino que lo que mis amigos tomaban por peculiaridades de su novio o su novia resultaron ser vulgares “copias” o “contagios” de quienes los precedían, de unos transmisores tal vez desagradables, antipáticos o mal educados. Conocer y tratar a una persona a solas, en sí misma, es muy distinto que conocerla y tratarla en su medio original, en su entorno familiar, que puede provocar un rechazo tan drástico como para impregnar sin remedio a quien hasta entonces se quería con locura e incondicionalmente. Por eso no entiendo la suicida afición española a las familias, a las propias y a las políticas o adquiridas. Cada nuevo miembro suele ser engullido por ellas sin la menor consideración, y los aterrizados cónyuges o parejas se oponen poco, se dejan absorber y fagocitar, tanto si les agrada el terreno que pisan como si no.

Yo he tenido la “suerte” (para mí, no para ellas, claro) de que la mayoría de mis parejas eran huérfanas de padre o madre o de los dos. De que carecieran de verdadera y vampírica estructura familiar. Si hablo de suerte es porque no he corrido el riesgo de sentir ese rechazo “vicario” o “por delegación”. En lo que a mí respecta, consciente de ese peligro, he “impuesto” lo menos posible a mi familia, para no ser yo víctima de ese injusto repudio contra el que no se puede luchar. Si alguien que nos quiere nos ve súbitamente como “reflejo” o prolongación de alguien mayor que le pone de los nervios o le cae como un tiro; si vislumbra nuestro rostro futuro en un rostro envejecido y tal vez amargado o quizá abotargado, en unos rasgos que le repelen o le causan decepción, no es difícil que, a su pesar, se aleje de nuestra compañía. Puede suceder lo contrario, claro está: padres o madres tan encantadores, comprensivos e inteligentes, y de físico tan grato en sus diversas edades, que nos inviten a quedarnos cerca de su hijo o su hija, ante la probable promesa de una admirable evolución. Pero, por si acaso, yo sería partidario de suprimir todo contacto con las familias sobrevenidas, no vaya a ser que, por su culpa, nuestro amado o nuestra amada se nos tornen insoportables, y los perdamos. 

© El País Semanal

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