domingo, 2 de junio de 2019

Que siga el espectáculo

Por James Neilson
Aún más que en Estados Unidos, aquí la política se asemeja a lo que los norteamericanos llaman un “reality show” televisivo en que una decena o más de personajes compiten intercambiando insultos, amenazas y, a veces, declaraciones de amor, de la clase que hizo célebre a un tal Donald Trump. Lo que en su momento hizo nuevo el formato fue la participación del público que podría intervenir para apoyar a quienes a su juicio eran simpáticos y castigar a sus adversarios, eliminándolos sucesivamente del programa, algo que hoy en día hace a través de los ubicuos medios sociales.

De más está decir que importa más el estilo que lo que piensan, si es que lo hacen, los protagonistas.

Durante años, la estrella indiscutida del reality show argentino fue Cristina Kirchner, una señora locuaz propensa a soltar opiniones fuertes, pero últimamente ha optado por un perfil más bajo, acaso por entender que le convendría desempeñar un papel más amable, más humilde que el que aplaudieron chavistas venezolanos y teócratas iraníes, además de cohortes de jóvenes de La Cámpora.

Aunque el rival principal de Cristina, el ex niño bien Mauricio Macri, disfrutó de un par de años de popularidad, al difundirse el rumor de que en el fondo es un hombre mezquino que no quiere a los pobres, hasta sus fans comenzaron a abandonarlo. Los preocupados por la pérdida de brillo de la imagen de Mauricio esperan que haya más renunciamientos, lo que a esta altura parece poco probable.

En los episodios más recientes del show, apareció un nuevo competidor; Alberto Fernández, un tipo movedizo, de trayectoria sinuosa, que, vaya a saber cómo, se las ingenió para conquistar el corazón de Cristina. Algunos meses antes, se había incorporado otro, Roberto Lavagna, un anciano que irradia sabiduría, pero puede que ni él ni Alberto se queden por mucho tiempo. Mientras tanto, están atrayendo la atención del público la actuación de la bonaerense María Eugenia Vidal, una señora que combina la dulzura con un grado sorprendente de dureza, y el cordobés Juan Schiaretti, paladín él del sentido común,

Por razones comprensibles, los personajes del reality show nacional prefieren no hablar de cosas feas. Lo suyo es hacerse querer. Si bien saben que el eventual triunfador tendrá que encargarse de un país en peligro de desplomarse, escasean las alusiones a los problemas que todos se afirman capaces de solucionar sin que los más vulnerables paguen la mayor parte de los costos.

Parecen convencidos de que, de un modo u otro, podrán continuar postergando los cambios drásticos de que hablan los asustados por los números. Dicen creer que si todos los hombres y mujeres de buena voluntad unieran fuerzas, el país no tardaría en recuperarse de los males que lo tienen postrado, pero puede que la prolongada decadencia que ha sufrido se deba precisamente a la existencia de un consenso a favor de un orden sociopolítico autodestructivo.

Sea como fuere, los miembros vitalicios de la clase política nacional recuerdan que la corporación de la que dependen sobrevivió intacta al colapso generalizado de 2000 y 2001 sin que la mayoría tuviera que modificar mucho la forma de pensar que, al frustrar los esporádicos intentos de impulsar cambios, provocó aquel desastre, razón por la que no se preocupan demasiado.

La clase gobernante argentina dista de ser la única que se aferra a modalidades y recetas tradicionales que hace tiempo dejaron de brindar los resultados previstos. En muchos otros países ha ocurrido algo similar al transformarse la política en una actividad autónoma que tiende a desvincularse del resto de la sociedad, de ahí el debilitamiento reciente de los partidos socialistas y centristas tradicionales que, hace apenas un lustro, aún dominaban el escenario político de Europa.

Así y todo, no cabe duda de que en este ámbito, la Argentina es un caso extremo, tal vez porque, con el correr de los años, se han acumulado más asignaturas pendientes que en otras latitudes en que, aleccionadas por las guerras devastadoras de la primera mitad del siglo pasado, gobiernos de distinta orientación han procurado adaptarse una y otra vez a las circunstancias imperantes. Será por su negativa a dejarse conmover por los cambios sociales, económicos y tecnológicos que han tenido un impacto muy fuerte en Europa y América del Norte que aquí los políticos han conservado el apoyo de un electorado que, según parece, está más impresionado por su presunta buena voluntad que por los resultados concretos de sus esfuerzos.

El logro más notable de los dirigentes locales consiste en haber separado lo económico de lo político. Hace muchos años, los más influyentes, encabezados por Juan Domingo Perón y quienes lo apoyaban, se las arreglaron para persuadir a la ciudadanía de que las crisis sucesivas que se abatían sobre el país se debieron en buena medida a la malignidad de enemigos tanto extranjeros como nacionales –la “antipatria”–, para entonces afirmarse resueltos a defender a la población del país contra las embestidas de una economía manipulada por traidores.

Tal forma de pensar nos ha llevado a la situación actual. Por un lado está la política. Por el otro está la economía que gracias a la conducta despreciable de sujetos desalmados, se niega a colaborar con quienes anteponen la justicia social y el bienestar al respeto por reglas de origen foráneo. Henos aquí la gran grieta argentina. Desde hace tres cuartos de un siglo, la política está librando una guerra tan exitosa contra “el capital” que ha logrado expulsar del país a casi todos sus representantes. Aún quedan algunos rezagados, pero en los meses próximos ellos también podrían irse.

¿Y entonces? Finis Argentinae. Su hermana, Venezuela, ya le ha mostrado lo que suele suceder cuando los políticos no pueden, no saben o no quieren hacer lo necesario para que una economía funcione conforme a las reglas propias de un mundo cada vez más globalizado. Mal que les pese a quienes, por motivos ideológicos o religiosos, creen que el capitalismo es intrínsecamente perverso, todos los intentos de suprimirlo has tenido consecuencias nefastas para quienes no pertenecían a una elite de iluminados.

Para algunos aspirantes a reemplazar a Mauricio Macri, entre ellos los peronistas Sergio Massa y Roberto Lavagna, hay una solución muy sencilla a la crisis económica nacional: el crecimiento. Parecen creer que, por razones apenas comprensibles, Macri, Nicolás Dujovne, Guido Sandleris y los demás están resueltos a impedir que la economía se expanda lo suficiente como para generar los recursos que permitirían a los políticos repartir felicidad. Juran creer que los malditos ajustes nunca funcionan; la semana pasada, Lavagna en efecto se comprometió a no reducir por un solo centavo el gasto público si le tocara ser presidente de la República.

No se equivocan los que dicen que el crecimiento serviría para hace manejables muchos problemas, pero sólo se trata de un lindo sueño. Desde mediados del siglo pasado, la Argentina ha crecido menos que cualquier otro país occidental. Conforme al Banco Mundial, a partir de 1950 su desempeño económico ha sido tan malo que su único rival en dicha categoría es el Congo, un país que, luego de haber sido colonizado y saqueado por los belgas que no hicieron ningún esfuerzo por prepararlo para la independencia, se ha visto devastado por feroces conflictos étnicos y sectarios, brotes de enfermedades horrendas como el ébola y una multitud de otros males, lo que hace pensar que, para salir del pozo profundo que sus dirigentes le han cavado, la Argentina tendría que someterse a una serie sin duda dolorosísima de reformas estructurales e institucionales que, a menos que la sociedad experimente una revolución cultural, continuarán siendo políticamente inviables.

El ingeniero Macri que, como señalan quienes lo critican, propende a pensar como un tecnócrata cosmopolita, no como un buen conocedor de los “códigos” políticos nacionales, quisiera emprenderlas, pero no sólo los diversos “espacios” opositores, sino también el ala radical de Cambiemos, se le oponen, de ahí el “gradualismo” que nos acercó a otra crisis terminal en que más segmentos de la población se hundirían en la miseria. Aunque algunos opositores destacados, en especial los que militan en la Alternativa Federal peronista, son conscientes de la gravedad de la situación en que el país se encuentra, son prisioneros de la lógica electoral y por lo tanto son reacios a arriesgarse brindando la impresión de compartir las opiniones de Macri sobre lo que sería forzoso hacer para frenar una caída que de otro modo sería inevitable.

Lo mismo que otros que están más interesados en aprovechar las dificultades que en tratar de superarlas, culpan al gobierno actual por no haber sabido resolver problemas básicos que están tan arraigados que, para la mayoría, son tan naturales como el clima. Claro, si todos los problemas se debieran a errores cometidos por ineptos que imaginaban que el resto del mundo no vacilaría en prestarles las cantidades astronómicas de dinero necesarias para que el país continuara viviendo algunos años más por encima de sus posibilidades, sería fácil solucionarlos pero, huelga decirlo, el asunto dista de ser tan sencillo como ciertos opositores de mentalidad populista quisieran hacernos creer.

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