miércoles, 15 de mayo de 2019

Opiniones

Por Juan Manuel De Prada
Seguramente el rasgo más característico de la civilización moderna sea el ‘movilismo’, que podríamos definir como una actualización del ‘todo fluye’ de Heráclito convertido en lema vital. Para el hombre moderno, todo lo que existe deviene, se halla en constante fase de mutación y es infinitamente voluble en el tiempo; de ahí, por ejemplo, que nuestros líderes políticos se nieguen a entrar en debates que juzgan ‘superados’ o ‘propios de otra época’.

Según el movilismo moderno, la ley del pensamiento no es la verdad, sino la opinión fluctuante, que es lo que más conviene para crear confusión y entronizar al sofista. Leonardo Castellani llamaba a la libertad de opinión ‘patente del sofista’; lo cual, dicho abruptamente, puede parecer tremebundo. Pero, si nos detenemos a meditarlo, habremos de concluir que el gran escritor argentino tenía –como casi siempre– razón. Esta conversión de la libertad de opinión en ‘patente del sofista’ tiene su origen en el movilismo propio de nuestra época; y también en la malversación del principio de igualdad, que tal como fue formulado originariamente establecía que los hombres eran iguales por naturaleza (iguales, por lo tanto, a los ojos de Dios, y también a los ojos de una ley justa), pero en modo alguno iguales en méritos. La malversación contemporánea del principio de igualdad consiste en decir que las opiniones de todas las personas valen lo mismo, cualesquiera sean sus méritos; lo que, inevitablemente, nos conduce a un barrizal donde la verdad perece ahogada. Una persona puede dedicar, por ejemplo, su vida entera al estudio de Homero; puede quemarse las pestañas en la medición de sus versos, en la ponderación de sus epítetos, en el difícil escrutinio de sus figuras retóricas, y llegar a la conclusión de que Homero es la octava o novena maravilla del orbe. Del mismo modo, una persona que en su puñetera vida haya posado los ojos sobre una línea de Homero puede decir sin empacho, haciendo uso de su libertad, que Homero es una mierda pinchada en un palo, y su opinión valdrá lo mismo que la del estudioso devoto; incluso podría ocurrir, si tiene cuerdas vocales más robustas o mejores medios de difusión, que su opinión prevalezca sobre la del estudioso. Sobre todo, porque los destinatarios de sus sinrazones, que en su mayoría serán igual de lerdos y refractarios a las delicias homéricas, se identificarán antes con el botarate que rebaja la categoría del rapsoda ciego que con los argumentos arrobados del experto, que inevitablemente hablará en un lenguaje que a la mayoría se le antojará jeroglífico, puesto que versa sobre un asunto del que nada sabe. Y es que nada odia más el que no sabe que aquello que no puede entender, en razón de su ignorancia.

Así la libertad de opinión se convierte en patente del sofista. A ello se suman otros factores que entenebrecen aún más ese gran pandemónium en el que se han convertido las opiniones en porfía, constatable a poco que veamos remolonamente la televisión, a poco que nos asomemos a la letrina hedionda de las redes sociales. La mayor parte de los ‘opinantes’ son personas que, más allá de su dudosa formación, más allá de su menesteroso dominio de las reglas de la sintaxis y la sindéresis, se muestran incapaces de conducir los hechos hasta sus primeras causas; es decir, no tienen munición intelectual ni sabiduría suficientes para hallar, entre el embrollo de enrevesadas minucias con que nos golpea la realidad, el camino que conduce hacia los principios originarios (tal vez porque ellos mismos carecen de principios). Y así, sus opiniones, en lugar de desenredar el barullo de estrépitos con que nos aturde la realidad, hasta rescatar la nota originaria, no hacen sino incorporar nuevos ruidos discordantes al barullo, hasta convertirlo en una repetida representación de aquel episodio bíblico de la torre de Babel. Como, además, los sofistas suelen caracterizarse por un lenguaje doctrinario, abarrotado de lugares comunes, en el que los pensamientos luminosos brillan por su ausencia, en el que la retórica se ha declarado en huelga, en el que los apriorismos más rudimentarios, los eslóganes más marrulleros y la bazofia de las consignas partidarias todo lo anegan… su papilla de palabras muertas logra, en efecto, acallar cualquier intento de razonamiento contrario, por muy verdadero y elaborado que resulte (o cuanto más resulte, más fácilmente resultará acallarlo).

Y, por supuesto, el sofista siempre podrá cambiar de opinión cuando le convenga; y así se ganará reputación de hombre nada dogmático y ‘de su tiempo’. Y es que el moderno, como ironizaba Valéry, «se conforma con poco».

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