sábado, 2 de febrero de 2019

Solo somos tiempo que pasa


Por Héctor M. Guyot

Por mucho que lo intentemos, no es posible volver a reproducir aquello que nos produjo alguna forma de felicidad, así como no es posible volver al pasado. Cada momento es irrepetible y las cosas nunca suceden de la misma forma. Acaso porque nosotros cambiamos y esas mismas cosas nos provocan hoy sentimientos y emociones diferentes de los de "aquella vez" que, en vano, queremos recuperar.

Esta impresión, apuntada en medio de mis vacaciones, resulta inquietante, sobre todo para alguien que se refugia de la incertidumbre en ciertos hábitos que en apariencia se repiten de modo tan exacto como reparador. Cada cual tiene los suyos. Para muchos, el café de la mañana es sagrado, una forma de reconciliarse con el día que empieza y por extensión con la vida toda. Puede que el mundo se esté cayendo a pedazos, que tus problemas y conflictos estén a punto de aplastarte, pero de pronto algo tan ligero como el aroma de un buen café pone las cosas en perspectiva y te viene a decir que, a pesar de todo, vivir no está tan mal. Te llevás el jarro a la boca y, sin saber cómo, algo te hace sentir apto para lidiar con aquello que se te ponga enfrente. Y no es la cafeína.

Todos nos aferramos a ciertas rutinas en procura del mismo efecto: pasar otra vez por aquello que nos hizo sentir bien. Somos como gatos que eligen para la siesta las tejas entibiadas por el sol. Pero ocurre que el sol nunca calienta del mismo modo. Ya lo advirtió Heráclito en la antigua Grecia, con la imagen de ese río que, a fuerza de ir pasando, nunca es el mismo. Ese río que además es nuestro espejo.

Alguna vez, en esta columna, conté que en verano me gusta leer policiales. No por amor incondicional al género ni por afición a la sangre, sino porque un verano, hace ya unos cuantos años, lo pasé fenomenal sumergido en las páginas de Chandler, Ross McDonald y Mankell. Repetí la fórmula en los veranos siguientes con resultados aceptables, aunque, lo confieso ahora, sin la magia de la primera vez. Sin embargo, este año, durante estas vacaciones, la cosa no funcionó. Podía reproducir los aspectos externos de la ceremonia (el jardín al atardecer, la sombra de un árbol, el mate y el libro), pero por más empeño que le pusiera un día tuve que aceptar que aquello era un rito en el que el practicante, sin motivo aparente, había perdido la fe.

En medio de esta crisis estival, me pregunté en qué consistía en realidad aquel estado indefinible que estaba persiguiendo sin suerte. Y sospeché que, como suele ocurrir, había incurrido en un error a la hora de interpretar mis sentimientos. La clave no estaba en los policiales. Acaso ni siquiera en los libros. Lo que perseguía sin puntería ni brújula era esa sensación de disponibilidad absoluta con que me había bendecido el verano aquel en el que, olvidado de todo, leía policiales hasta que caía la noche. Y no había caso, esa plenitud era imposible de recrear esta vez aunque contara con la ayuda de la prosa de Chandler. Aquel retorno al paraíso perdido era imposible porque habían cambiado las circunstancias de mi vida tanto como yo mismo.

¿Qué hice entonces? Dejé de mirar hacia atrás y tomé, para esas tardes de lectura, la última novela de Murakami. No me devolvió lo perdido, pero la leí con gusto y me regaló un párrafo que sintonizaba con lo que me ocurría: "En la quietud del bosque, me pareció oír hasta el sonido de cómo avanzaba el tiempo, del paso de la vida. Una persona se iba y llegaba otra, un sentimiento desaparecía para dar paso a otro, una forma se desvanecía para que apareciera una nueva. Incluso yo mismo me deshacía para renacer día tras día. Nada permanecía siempre en el mismo lugar y el tiempo se perdía. El tiempo se desgranaba como la arena y desaparecía a mi espalda".

A esta altura, lo que me ocurría parecía bastante claro: por añorar el pasado, estaba perdiendo el presente. Sospecho ahora que es allí, en el presente, donde se esconde lo que buscaba. Y que eso, sea lo que fuere, se entrega solo cuando dejamos de buscar. La primera vez, cuando alcancé aquel estado de gracia, yo no buscaba nada.

El miedo al cambio, a la incertidumbre de lo inesperado, nos hace mirar hacia atrás y nos lleva a buscar amparo en los moldes de lo ya vivido. Eso, de algún modo, nos atenaza y nos limita. Supongo que no está mal acudir a nuestros hábitos como quien vuelve al hogar. Al menos yo lo seguiré haciendo. Pero, del mismo modo, tampoco está mal saber que una mañana cualquiera el café de siempre puede tener un sabor muy distinto del que esperábamos, y eso porque solo somos cambio, tiempo que pasa.

© La Nación

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