domingo, 9 de diciembre de 2018

Somos todos sospechosos


Por Sergio Sinay (*)

El miedo alimenta el miedo, concluye la periodista y ensayista británica Anna Minton en su libro Ground Control: Fear and hapiness in the twenty-first-century city (que podría traducirse como Control territorial: miedo y felicidad en la ciudad del siglo veintiuno).

Minton, columnista habitual en The Guardian, perteneció al plantel del Financial Times, ganó varios premios nacionales de periodismo, e investiga en su ensayo el modo en que, partiendo de la nueva arquitectura, que piensa a los edificios como modernas fortalezas a prueba de extraños, y siguiendo por cámaras y otros instrumentos, se fue modificando en lo que va del siglo la naturaleza y la función de los espacios públicos. Y, como consecuencia, también las conductas de los ciudadanos, sus relaciones, e incluso su percepción de la realidad.

Hay una obsesión con la seguridad, de la cual se valen los gobiernos y otros poderes  para obtener de los ciudadanos permisos que, en nombre de la protección y la vigilancia, afectan a la privacidad de estos, a su intimidad y también a sus derechos. Se trata de permisos pasivos, entregados por omisión de todo debate o cuestionamiento. Como si se dijera: tomá de mí lo que quieras, pero dame seguridad. Y la necesidad de seguridad puede convertirse en una adicción, advierte Minton. Esto ocurre, escribe, cuando la gente siente que, por mucha seguridad que tenga, esta jamás será suficiente, y es entonces cuando se convierte en una droga de la cual, una vez acostumbrados, es imposible prescindir. Al respecto hay desgraciadas experiencias en la historia.

Es oportuno reflexionar sobre esta cuestión antes de que la adicción se naturalice hasta extremos peligrosos, mientras la policía recibe la venia para disparar sin dar la voz de alto y sin que medie agresión directa previa, en tanto el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires anuncia más cámaras y más control para que nos sintamos más seguros y vivamos mejor. Es difícil pronosticar, a la luz de los hechos, hasta qué punto todo esto intimidará a los delincuentes, que toman la vigilancia y la confrontación con la policía como gajes del oficio y no dejan por ello de hacer lo suyo, como un colectivero no abandona su tarea por el riesgo de chocar o un médico no renuncia a las guardias hospitalarias por el peligro de contagiarse con algún virus. Pero sí se puede predecir que los ciudadanos rasos, los que transitan cotidianamente calles y espacios públicos y comunes estarán cada vez más observados por esas cámaras y deberán ser minimalistas en sus gestos y movimientos para no resultar víctimas de un disparo que podría llegarles sin voz de alto y sin que medie de su parte una actitud agresiva, simplemente por las dudas.

Como bien señaló Zygmunt Bauman en Miedo líquido, las cámaras que convierten a las ciudades en gigantescos panópticos donde todos estamos vigilados, no discriminan sobre motivos, elecciones, razones y causas de los movimientos que captan. Simplemente graban. Y una suerte de Gran Hermano oficial y sin rostro ni identidad determina a partir de esas imágenes. En definitiva, decía Bauman, somos todos sospechosos. Y cuando la paranoia se expande como epidemia, no lo somos solo para la cámara y para el burócrata que la supervisa, sino que empezamos a ser sospechosos entre nosotros. Porque debido a esa paranoia el solo hecho de salir de casa hace que nos sintamos en territorio peligroso. Una mirada, un gesto, una aproximación, una manera de caminar convierte al otro, a los otros, en riesgos potenciales. Entonces quizás ya no alcancen ni las cámaras que alegremente nos prometen, ni el visto bueno para el indiscriminado disparo policial. Quizás lo mejor sea andar armado, como muy livianamente sugirió la ministra de Seguridad.

El propio Bauman apunta que la amenaza incierta, y recordada a cada paso por la multiplicación de mecanismos de control, nos unifica a todos en una sensación común: el miedo al otro. Ya no importa que quien promete seguridad no pueda proveérsela ni a un ómnibus con futbolistas. El adicto pide más. Y el proveedor incluye en la dosis una porción de populismo larvado y otra de autoritarismo cool.

(*) Periodista y escritor

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