miércoles, 3 de octubre de 2018

Una sombra de incertidumbre se proyecta sobre Brasil

Fernando Haddad y Jair Bolsonaro, en una polarización inédita en Brasil.
Por Loris Zanatta (*)

Nadie sabe con certeza cómo irán las elecciones brasileñas: quién ganará, quién irá al ballottage. Precisamente esta es la sombra que se proyecta sobre el futuro de Brasil: incertidumbre, imprevisibilidad y, por lo tanto, peligro. Pero hay otra sombra, si las encuestas son correctas: la polarización, inédita en estas dimensiones.

La corrupción y la recesión han marcado, después de una era de esplendor, el declive del largo ciclo de gobierno del PT; indignada, una parte de la población se ha volcado hacia Jair Bolsonaro, un personaje impresentable y peligroso. Provocativo y violento, sexista y autoritario; alguien que hace que Donald Trump parezca un párroco apacible. He ahí, sin embargo, que el surgimiento de Bolsonaro y la dedicación de los jueces lograron resucitar al PT, que hasta entonces había recibido palizas a cada elección local: Fernando Haddad, el delfín de Lula, se diría hoy destinado a disputarle la presidencia; más: a soplársela. La victimización es un arma política poderosa y afilada.

Ocurre así que los dos candidatos más votados podrían ser aquellos que más rechazo suscitan entre los que no los votan. Es fácil imaginar que su lidia no terminará con las elecciones. Apretado entre ellos, el Brasil moderado se asemeja a un guiso sin sabor: miríadas de candidatos descoloridos y resignados que no han movido un dedo, no han inventado nada para desviar el tren que los llevaba al matadero. Triste debacle y oportunidad perdida por una clase dirigente incapaz de dirigir nada. Es un búmeran rotundo para quienes, hace dos años, centraron todo en el impeachment de Dilma Rousseff.

La naturaleza de la crisis brasileña y el peligro que se cierne tienen dos dimensiones. La primera es política e institucional: siempre, pero más aún desde el retorno a la democracia, Brasil tuvo un sistema político muy farragoso, fragmentado en una miríada de partidos y atravesado por fallas territoriales. Aunque esto hace que sea engorroso, opaco e ineficiente, hasta ahora ha prevalecido la fuerza centrípeta impresa por dos partidos: el PT en un lado y el PSDB en el otro. Su competencia empujó al grueso del electorado hacia el centro, fortaleciendo las instituciones y consolidando la democracia. Hoy ya no es así; rotos los terraplenes, los votantes brasileños están en salida libre y las fuerzas centrífugas amenazan hacer implosionar el sistema.

La segunda dimensión es la económica. Brasil sigue siendo el habitual gigante con pies de arcilla: su enésimo "milagro" ha durado poco, no es comparable al de los países asiáticos y se ha derrumbado como un castillo de naipes apenas terminado el auge de las materias primas, signo evidente de escasa sostenibilidad. El batacazo, se sabe, fue tremendo: profunda recesión, déficit fiscal por las nubes, inflación en ascenso peligroso. Y desconfianza, tanta desconfianza. Las causas son conocidas, las taras atávicas: proteccionismo, baja productividad, alta informalidad, débil mercado de capitales, grave desigualdad, administración pública pletórica, servicios públicos de mala calidad, etcétera. Como muchas economías latinoamericanas, la brasileña está atrapada en mil jaulas corporativas. Los gobiernos del PT no las atacaron para no desagradar a su electorado. Con el tiempo, se deslizaron hacia las recetas populistas típicas, bombeando el gasto público. La herencia es pesada, por no decir desastrosa. Pero si este legado se encuentra entre las principales causas de la implosión del sistema político, el remedio pasa por la solución de la crisis política; el futuro económico depende más que nunca del futuro político.

Entonces volvemos al punto de partida: ¿qué escenarios políticos se abren en el horizonte brasileño... El primero, más temido y muy evocado hoy, es el escenario "venezolano": presa de los demonios de la polarización ideológica, el milenarismo religioso y el populismo político, los brasileños enviarán a la segunda vuelta las fuerzas más extremas, el nacionalismo autoritario y vulgar de Jair Bolsonaro y el victimismo pauperista del PT, devuelto al radicalismo del pasado. En este caso, el odio mutuo sería la mejor arma de ambos. Lanzado en tal declive, Brasil correría hacia la disolución del tejido institucional y el sometimiento de la economía a los imperativos políticos del gobierno de turno: al igual que Venezuela. La democracia está en peligro, dicen muchos brasileños. Cómo no darles la razón...

Pero este escenario aterrador no es el único posible. Ni siquiera el más probable. Es casi imposible, pero podría incluso suceder que un candidato moderado de lealtad granítica al sistema democrático logre llegar al ballottage, y que el polo constitucional de la democracia se coagule en torno a él contra el polo populista. O puede suceder que el PT diluya en agua el vino extremista para formar alianzas y establecer compromisos, con el fin de expandir sus bases precarias de consenso, erosionadas por los escándalos: es el escenario más probable, dado el perfil de su candidato, aunque sobre la duración y la sinceridad de esta "conversión" sería razonable dudar.

Este último podría llamarse, con buena razón, escenario "brasileño". Un escenario que tiene fortalezas y debilidades. Los méritos son obvios: se movería en el surco de la historia de Brasil, donde prevalecen largos períodos de estabilidad entre rupturas agudas, pero nunca demasiado violentas o traumáticas. No es que la historia esté destinada a repetirse, pero rara vez cambia por completo. De hecho, a pesar de todo, las instituciones, la clase dirigente y la opinión pública brasileñas son mucho más sólidas y pluralistas que en Venezuela cuando abrieron sus puertas al chavismo. De ser así, Brasil tendría tiempo y forma de lamer sus heridas y reflexionar sobre las causas de la pesadilla que ha perturbado sus sueños durante años. Pero aquí los defectos entrarían en juego: el peligro real sería entonces que en lugar de atacar las causas del despegue siempre perdido, su clase política prefiriera volver a flotar, arrastrando los mismos problemas. Pronto, en este caso, Brasil volvería a mirar al abismo.

(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

© La Nación

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