sábado, 27 de octubre de 2018

Papa camionero

Por Roberto García
Nadie sabe aún si la Iglesia Católica, en las elecciones de 1945 procedió con inteligencia y sabiduría al apoyar la candidatura de Juan Perón-Hortensio Quijano contra el binomio Tamborini-Mosca que integraban grupos conservadores, radicales y el Partido Comunista en la Unión Democrática. Con los ojos cerrados, entonces la jerarquía apostólica impulsó e hizo triunfar una fórmula populista, con rasgos de origen fascista y efectivo dominio militar.

Tampoco se sabe si diez años después, en 1955, esa misma Iglesia Católica actuó con el mismo criterio de sensatez para revertir aquella decisión inicial y cambiarla por una combatividad ferviente, sangrienta inclusive, para voltear al gobierno peronista elegido en las urnas y entronizar a lo que luego se llamó Revolución Libertadora. Esas dos operaciones en una sola década, contradictorias entre sí, respondieron obviamente a la bendición papal, a la instrucción vaticana. Y el papa no era argentino.

De ayer a hoy. Pocos se explican, ya con el vecino de Flores en la sede romana, la razón por la cual una tirria manifiesta contra la administración Kirchner mudó luego en una cálida acogida a la viuda y accesorios, primero Insaurralde, luego los camporistas ilustrados. Debilidades humanas. O de Estado. Y, en tren de menor interés, a más de uno le cuesta comprender el motivo por el cual desde que se calzó el solideo máximo, Francisco siempre mantuvo en capilla y bajo sospecha de corrupción y otras yerbas a Hugo Moyano, no le concedió ninguna entrevista –tratamiento reservado para enemigos personales como Sergio Massa– y, ahora, le habilita un marco excepcional como la Basílica de Luján y el protocolo de su jerarquía más allegada a favor de un acto contra el gobierno Macri (aunque antes le había concedido audiencia al hijo más revoltoso, Pablo, el complicado ahora en causas judiciales). Cierta piedad quizás se advierta en esa licencia: finalmente, en su misión, el Sumo Pontífice ha visitado cárceles, asistió a los más condenados, les ha besado los pies. Pero en esa convocatoria, para muchos, la Iglesia ofició como excusa de otra exigencia superior, política. No en vano, dos de sus principales motores, el jesuita Lugones y el responsable del distrito eclesiástico, Radrizzani, se enfrentaron por presidir la celebración religiosa, como si se tratara de una pugna protagónica en la figuración del cartel francés.

Algo más pedestre que la crítica situación social atendida por los obispos, como suele pregonar el mensaje de la Iglesia. Habrá seminaristas y sacerdotes que esclarezcan actitudes de una institución milenaria, pero resulta algo descomedido seguir a pie juntillas la declaración posterior de que el Papa nada tuvo ver en ese acto, le evitó culpabilidad más que responsabilidad a su vicario, como si se hubiera tratado de una misa inconveniente, errada, desconocida para su tutor. “No tuvo injerencia Francisco”, señalo Radrizzani, curiosamente la única autoridad que tiene directa dependencia del Papa debido a la grandiosa santidad de la Virgen de Luján, por encima o ajena al propio Arzobispado de Buenos Aires. Se supone que nadie llega a esos cargos cometiendo deslices, menos en la Iglesia. Poco feliz la intervención de Radrizzani, por otra parte: es hábito en el historial del Vaticano no desmentir, corregir o comentar episodios. Sabios expertos de la comunicación concluyeron que las explicaciones suelen embarrar o complicar los hechos, más bien les reserva esos entierros orales y públicos a los políticos, unos advenedizos en la materia. Mas inútil la aclaración cuando en la celebración, como es público, ademas de la privilegiada familia Moyano –a la que se le deparó una entrevista privada– concurrieron algunos de los preferidos de Francisco, cristinistas en su mayoría, como el aspirante a abogado defensor de la viuda, Juan Grabois, seguramente más barato que el profesional Beraldi o el mediático Dalbon que la asisten.

Grabois presidente. Como se sabe, este hombre abnegado por las cuestiones sociales, hijo de un respetable conmilitón del Bergoglio joven en la formación Guardia de Hierro, quien junto con Julio Bárbaro alguna vez atendió la portería del domicilio de Perón en Madrid, se ha convertido en un correveidile entre Roma y Buenos Aires, de frecuente asistencia al Vaticano, al revés de otros que se consagran al viaje una o dos veces al año, tan querido por el Papa que le confesó a un visitante ilustre de conveniente anonimato: “Que bueno sería que este muchacho fuera presidente”.

No solo Grabois dio el presente en la ceremonia, también un amigo más recóndito que le cebaba mate (Aldo Carreras) o algún postulante a gobernador bonaerense como Julián Domínguez, por quien Bergoglio le pidió un trabajo a Ruckauf cuando estaba a cargo de la obra pública en la provincia y por el que observa cierta incomodidad debido a que modificó una fotografía conjunta en la que parecen haber sido retratados dentro de los aposentos y no afuera. La lista de asistentes consentidos es nutrida, variada, si hasta figura Daniel Scioli, quien fue advertido en su momento de que no debía llevar a Aníbal Fernández como candidato, mensaje que el ex vicepresidente nunca le pudo transmitir a Cristina porque, aun ungido como su delfín, la dama no lo recibía ni le atendía el teléfono.

Cándida entonces la explicación de Radrizzani, perteneciente a un cuerpo más unido por la fidelidad que por el cociente intelectual, ya que un prelado con los rasgos de firmeza que caracterizaron a Bergoglio en la Iglesia, líder en la Compañía de Jesús, que se hizo llamar el ejército del papa con las obvias derivaciones autoritarias de ese significado, difícilmente haya sido apartado de la novedad promovida en Luján.

Ni siquiera por la explicación de Grabois, casi insolente, afirmando que los argentinos creen que Francisco solo se ocupa de ellos, y que atiende cuestiones más importantes. Cuando él, justamente, es una muestra de esa inquietud personal. Tan inclinado parece el Vaticano a un sector político opositor que alimenta suspicacias: es el mismo que se fascinaba con ensuciarlo a Bergoglio por connubios pasados con el gobierno militar y que, ahora, progresivamente, se ha olvidado de esa imputación deshonrosa. Debe de ser por el bien común, como diría el Episcopado.

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