domingo, 23 de septiembre de 2018

EL GENIO MORAL / LA SANTIDAD

Un texto de José Ingenieros

La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad. La evolución de los sentimientos colectivos, representados por los conceptos de bien y de virtud, se opera por intermedio de hombres extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del continuo devenir moral.

Algunos legislan y fundan religiones, como Manú, Confucio, Moisés y Buda, en civilizaciones primitivas, cuando los Estados son teocracias; otros predican y viven su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo, confiando la suerte de sus nuevos valores a la eficacia del ejemplo; los hay, en fin, que transmutan racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro o Spinoza.

Sea cual fuere el juicio que a la posteridad merezcan sus enseñanzas, todos ellos son inventores, fuerzas originales en la evolución del bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes. Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan. Los talentos morales perfeccionan o practican de manera excelente esas virtudes por ellos creadas; los mediocres morales se concretan a imitarlas tímidamente.

Toda santidad es excesiva, desbordante, obsesionadora, obediente, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por cálculo, por corazonadas firmes más que por doctrinarismos racionales: así lo fueron casi todos. La inflexible rigidez del profeta o del apóstol, es simbólica; sin ella no tendríamos la iluminada firmeza del virtuoso ni la obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los factores prácticos de la vida social, sino las masas que imitan débilmente su fórmula. No fue Francisco un instrumento eficaz de la beneficencia, virtud cristiana que el tiempo reemplazará por la solidaridad social: sus efectos útiles son producidos por innumerables individuos que serían incapaces de practicarla por iniciativa propia, pero que del exaltado arquetipo reciben sugestiones, tendencias y ejemplos, graduándolos, difundiéndolos. El santo de Asís muere de consunción, obsesionado por su virtud, sin cuidarse de sí mismo, y entrega su vida a su ideal; los mediocres que practican la beneficencia por él practicada cumplen una obligación, tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto a los demás.

La santidad crea o renueva. "La extensión y el desarrollo de los sentimientos sociales y morales -dijo Eibot- se han producido lenta-mente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados inventores en moral. Esta expresión puede sonar extrañamente a ciertos oídos de gente imbuida de la hipótesis de un conocimiento del bien y del mal innato, universal, distribuido a todos los hombres y en todos los tiempos. Si en cambio se admite una moral que se va haciendo, es necesario que ella sea la creación, el descubrimiento de un individuo o de un grupo. Todo el mundo admite inventores en geometría, en música, en las artes plásticas o mecánicas; pero también ha habido hombres que por sus disposiciones naturales eran muy superiores a sus contemporáneos y han sido promotores, iniciadores. Es importante observar que la concepción teórica de un ideal moral más elevado, de una etapa a pasar, no basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y, por contagio, comunique a los otros su propio élan. El avance es proporcional a lo que se siente y no a lo que se piensa".

Por eso el genio moral es incompleto mientras, no actúa; la simple visión de ideales magníficos no implica la santidad, que está en el ejemplo, más bien que en la doctrina, siempre que implique creación original. Los titulados santos de ciertas religiones rara vez son creadores son simples virtuosos o alucinados, a quienes el interés del culto y la política eclesiástica han atribuido una santidad nominal. En la historia del sentimiento religioso sólo son genios los que fundan o transmutan, pero de ninguna manera los que organizan órdenes, establecen reglas, repiten un credo, practican una norma o difunden un catecismo.

El santoral católico es irrisorio. Junto a pocas vidas que merecen la hagiografía de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay que no interesan al moralista ni al psicólogo; numerosas tientan la curiosidad de los alienistas y otras sólo revelan el interesado homenaje de los concilios al fanatismo localista de ciertos rebaños industrioso.

Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación inconfundible en la historia de la moral. Cada hora de la humanidad tiene un clima, una atmósfera y una temperatura, que sin cesar varían. Cada clima es propicio al florecimiento de ciertas virtudes; cada atmósfera se carga de creencias que señalan su orientación intelectual; cada temperatura marca los grados de fe con que se acentúan determinados ideales y aspiraciones. Una humanidad que evoluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente perfectibles, cuyo poder de transformación sea infinito como la vida. Las virtudes del pasado no son las virtudes del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ayer. Cada momento de la historia requiere cierta forma de santidad que sería estéril si no fuera oportuna, pues las virtudes se van plasmando en las variaciones de la vida social.

En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres viven luchando a brazo partido con la naturaleza avara, es indispensable ser fuertes y valientes para imponer la hegemonía o asegurar la libertad del grupo; entonces la cualidad suprema es la excelencia física y la virtud del coraje se transforma en culto de héroes, equiparados a los dioses.

La santidad está en el heroísmo.

En las grandes crisis de renovación moral, cuando la apatía o la decadencia amenazan disolver un pueblo o una raza, la virtud excelente entre todas es la integridad del carácter, que permite vivir o morir por un ideal fecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el apostolado.

En las plenas civilizaciones más sirve a la humanidad el que descubre una nueva ley de la naturaleza, o enseña a dominar alguna de sus fuerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe o de apóstol.

Por eso el prestigio rodea a las virtudes intelectuales: la santidad está en la sabiduría.

Los ideales éticos no son exclusivos del sentimiento religioso; no lo es la virtud; ni la santidad. Sobre cada sentimiento pueden ellos florecer. Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o sabios.

Las naciones llegadas a cierto nivel de cultura santifican en sus grandes pensadores a los portaluces y heraldos de su grandeza espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los filósofos. En la moral de las sociedades que se forman, culminan Alejandro, César o Napoleón; y cuando se renuevan, Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un momento en que los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad varía a compás del ideal.

Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores, tan luminosa como en los héroes y en los apóstoles; en las sociedades modernas el "santo" es un anticipo visionario de teoría o profeta de hechos que la posteridad confirma, aplica o realiza. Se comprende que, a sus horas, haya santidad en servir a un ideal en los campos de batalla o desafiando la hipocresía como en los supremos protagonistas de una Iíada o de un Evangelio; pero también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio o el filósofo que viven eternos en su Divina comedia, en su Novum organum o en su Origen de las especies. Si es difícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una vida los principios y rutinas que amenazan asfixiar nuestra inteligencia.

Entre nieblas que alternativamente se espesan y se disipan, la humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres. Los más las ignoran; pocos elegidos pueden verlas y poner allí su ideal, aspirando aproximársele. Orientadas por la exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia Verdades cada vez menos inexactas y desde el prejuicio hacia las Virtudes cada vez menos imperfectas. Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto infinito que marca su imaginaria convergencia.

De El hombre mediocre (CAPÍTULO III-VI – LOS VALORES MORALES)

Selección y transcripción: Agensur.info

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